PRIMERA PARTE
Revisiones de los aspectos normativos y jurídicos del derecho al aborto
Brevísima mirada histórica para un debate por hacer
María Luisa Femenías
Abortivo: dos porciones de pasas silvestres, diluirlas en hidromiel y darlas a beber.
Otro abortivo: una medida líquida de jugo de pepino silvestre esparcida en pan de cebada, aplicar esto en pesario después de haber ayunado durante dos días.
Hipócrates, Sobre la naturaleza
de la mujer
Visibilidad e invisibilidad del problema
El breve epígrafe que antecede obedece a uno de los estratos más antiguos del denominado Corpus hipocrático aunque sin duda no es ahora el momento de entrar en controversias sobre textualidades, escuelas de medicina y líneas de transmisión de la información clásica. Todo ello corresponde a filólogos expertos y no es ese nuestro caso. Si lo incluimos es simplemente para dar cuenta de la antigüedad del tema y la invisibilidad habitual que lo rodea. Por ejemplo, como problema no figura siquiera en la tabla de contenidos de la traducción castellana que tenemos ante nuestra vista. Sin embargo, desde el punto de vista de las políticas públicas, el aborto tiene una larguísima historia –imposible de rastrear en este artículo– con matices fuertemente vinculados a las estrategias demográficas en general y a las religiosas en particular, donde aún hoy se destacan también algunos criterios de tipo malthusiano, por encima de los vinculados a la salud y la voluntad de decisión de las propias mujeres, incluyendo las directamente involucradas. Pero todo esto ya lo sabemos sobradamente y sabemos también que nuestro país –Argentina– no queda al margen de estas líneas generales.
Nos interesa, sin embargo, desplazar los ejes habituales de las discusiones (centradas en el cigoto o en el feto) y proponernos reconsiderar si las mujeres queremos seguir funcionando como menores de edad tuteladas, en ejercicio de una limitada ciudadanía. Es preciso, desde ese punto de mira, reconocer la diversidad de posiciones religiosas, de tradiciones, de corrientes de pensamiento y de sistemas de creencias que componen una sociedad plural como la nuestra, a fin de contribuir a que el Estado alcance una posición tal que garantice la equidad de las partes y la capacidad de libre decisión de sus ciudadanos (sin tener en cuenta su sexo o su etnia). Para ello, es necesario mejorar los niveles deliberativos de nuestra sociedad –esta es una buena oportunidad, alentada por el coordinador de este volumen– fundamentalmente porque en una sociedad democrática como la que vamos forjando es necesario que tengamos claro que no podemos imponer nuestros propios códigos religioso-morales a los otros. Las leyes del Estado deben ser despojadas de tales presupuestos (Código Penal de la Nación, 1921).
Para favorecer la deliberación, es preciso también que nos preguntemos si estamos realmente informados desde una pluralidad de puntos de vista –es decir, hegemónicos y no hegemónicos– y también si estamos alerta sobre las distorsiones que se generan al naturalizar o trivializar la inscripción del tema. Incluso, vale la pena recordar que el actual debate sobre la despenalización del aborto se debe a una previa imposición de su penalización, con datación histórica precisa y en consonancia con un conjunto de políticas que se consolidaron en el siglo XIX, y que excedieron los límites de nuestro país. Consideramos también que el debate debe serlo a su vez sobre la educación ciudadana, en su sentido más amplio, enmarcado en el proyecto de vida de cada quién, su calidad y la puesta en juego del conjunto de convicciones que se desee que la estructure, de modo consciente y reflexivo, donde la prevención del embarazo indeseado no sea un aspecto menor.
Si tomamos como punto de partida la relación entre sujeto y poder, como se consigna habitualmente, y si aceptamos, en principio con Michel Foucault, que la política determina la ontología, podemos preguntarnos por la correlación de la emergencia histórica de las mujeres como sujeto (en el siglo XIX, aunque en principio de modo restringido) y el aborto como un problema de Estado, que legisla limitando la libertad de decisión de las mujeres. Desde esta correlación, es posible mostrar cómo epocalmente el tema adquiere visibilidad creciente hasta tornarse en centro del debate sobre el cuerpo de las mujeres. Pero, sobre todo, se convierte en un debate sobre su capacidad (racional) de decisión sobre su propio proyecto de vida. Estas líneas serán a grandes rasgos los ejes fundamentales de las reflexiones que siguen.
El punto de partida: el sujeto
Nuestro punto de partida es la concepción de “sujeto”. Nos interesa fundamentalmente revisar qué características entendemos que le son intrínsecas para mostrar cómo históricamente se ha privado a las mujeres de todas o de alguna de ellas, situación aún no revertida por completo. Como sabemos, en la actualidad, se enuncia la existencia legítima de un “sujeto-mujer” pero no se le garantizan las condiciones plenas de su ejercicio. En tanto se le niega la propiedad sobre (valga la redundancia) su propio cuerpo y la libertad de conciencia necesarias para tomar las decisiones que como sujeto le competen, el ejercicio de la mentada “autonomía de sujeto” le es legalmente limitado.
En esa línea, nos interesa compartir ciertas correlaciones que, en principio, llamaron nuestra atención. Para ello, realizamos un somero recorrido de cómo se ha ido enriqueciendo el concepto “sujeto” y de cuáles son sus implicancias fundamentales (Femenías, 2012). Al menos para las culturas occidentalizadas, provisoriamente sostendremos que históricamente (hasta comienzos del siglo XXI aproximadamente) parece seguirse una inversión: a mayor reconocimiento de la racionalidad y de la autonomía de las mujeres, mayor intervención estatal en cuestiones vinculadas a su cuerpo propio, de la que la cuestión del aborto obviamente no es ajena.
Revisaré primero a grandes trazos la noción de sujeto. Se la entiende, al menos, en dos sentidos amplios: en términos ontológicos y en términos de inscripción discursiva. Dentro del primer caso, incluimos aquellas concepciones que apelan a la noción de esencia o suponen una suerte de yo sustantivo. Las concepciones más tradicionales de la filosofía –incluidas las corrientes aristotélico-tomistas, cartesianas, heideggerianas, etc.– pueden ubicarse dentro de este conjunto. En el segundo grupo, ubico las posiciones nominalistas, la construcción lingüística del sujeto, al estilo humeniano, y todas las corrientes surgidas del giro lingüístico, como el modelo foucaultiano o la posición de Judith Butler, como los más relevantes.
Ahora bien, independientemente del tipo de concepción ontológica de sujeto que se sostenga, histórica y materialmente, en la mayoría de esas posiciones se excluye entender a las mujeres qua sujeto en condiciones simétricas o equivalentes a los varones. También independientemente de la concepción de sujeto que se sostenga, y de la exclusión de las mujeres a que dé lugar, el aborto ha recibido diferentes tratamientos, constituyéndose en tema de debate ético recién en tiempos históricos recientes. Dado el espacio de que disponemos, solo podemos reconstruir y analizar unos pocos ejemplos, que consideramos, sin embargo, paradigmáticos.
“Nacer” se dice de muchas maneras
El problema de la reproducción puede enfocarse desde diversos puntos de vista no excluyentes ni exclusivos. Uno de ellos –y así lo entendieron tanto la antigüedad clásica como los modelos totalitarios, incluidos los del siglo XX– ve la reproducción en términos de la continuidad de la posibilidad material del Estado, donde la ley es su posibilidad formal. Dicho rápida y quizá burdamente, el problema de la reproducción de la especie se constituye en términos del problema de la preservación del cuerpo social del Estado. Entonces, todo modelo político entiende la reproducción como una cuestión de Estado. De ahí que mayormente se considere lícito controlar la población e intervenir en la planificación demográfica, indispensables para el desarrollo ideológico y político de determinados modelos políticos, pero no ajeno en general a todos.
Por un lado, celosamente se suele guardar no solo la cantidad poblacional, sino –en muchos casos, y prefiero obviar ejemplos por todos conocidos– la calidad de la población (su etnia, color, grupo lingüístico o cultural, etc.), en términos claramente eugenésicos, donde los modos de definir “eugenesia” se encuentran en estrecha relación con el modelo político en juego y sus instrumentaciones históricas. Respecto de la antigüedad clásica, por ejemplo, existe numerosa bibliografía que da cuenta de que en esa época no existía ninguna construcción del aborto en términos éticos. Paradigmáticamente, ni en la Política ni en las Éticas ni en las obras biológicas de Aristóteles (filósofo ineludible en cualquier revisión de la ética y de la política occidental) se considera el aborto una cuestión ética. Ocasionalmente se lo trata como una cuestión médica; por ejemplo, cuando se conjetura que la edad avanzada de los padres redundará en un hijo deficiente (Aristóteles, Política: 1335b 21 ss.).
En la mayoría de los casos, simplemente se lo considera una cuestión de economía privada. Así, Aristóteles presupone –tal como era costumbre en su época– que un padre de familia está facultado para decidir si cría o no a la niña o el niño recién nacido. Como muy bien lo dice Celia Amorós, se reconoce un nacimiento del orden de la carne (es decir, gracias a la mujer que pare a una niña o un niño) y un nacimiento de orden simbólico (es decir, gracias al reconocimiento de la niña o el niño por parte del padre, quien lo integra al genos). El primero es un nacimiento “natural” (de ahí la denominación de “hijo natural” cuando solo se identificaba a la madre). El segundo es un nacimiento al lógos, que implica la inscripción de la niña o el niño en el orden simbólico (patriarcal) de la familia, el clan y, finalmente, la sociedad. Este segundo nacimiento es potestad del padre que reconoce a la niña o al niño como “legítimo”, condición necesaria para que se lo críe y eduque como miembro de ese genos.
¿Qué pasaba cuando el padre no reconocía a esa hija o hijo? Es decir, cuando no se lo inscribía en las redes sociosimbólicas del genos. Por diversas fuentes sabemos que la práctica de la “exposición” o de venta de niñas y niños (para diversos fines, como la prostitución, los circos, sobre todo si tenían o se les producían ex profeso malformaciones, se les sometía a servidumbre, etc.) estaba muy extendida. Sabemos también que la niña o el niño solo podía ser reconocido por una autoridad masculina. Es decir, de los materiales disponibles, queda claro que la opinión de la madre no tenía mayor peso, y dado que criar a una niña o a un niño era un problema económico, probablemente la decisión la tomara el jefe administrativo de la familia.
Contrariamente a la práctica de exposición y venta de niñas y niños, curiosamente Aristóteles (Política: 1334b 29) sugiere como paliativo el aborto en los primeros tres meses de gestación. No hace ninguna consideración de tipo ético o legal sobre el estatus del feto. A veces, siguiendo a las escuelas médicas, hace referencias a la necesidad de preservar la salud de la madre, y también atendiendo a fines eugenésicos no explicitados. Poco se sabe de las condiciones generales de los abortos en esa época, solo que incluso los escritos hipocráticos ofrecen recetas abortivas, como leemos en el epígrafe de este texto. En general, parece entenderse que se trata de una “cuestión de mujeres”, donde las aborteras o las mujeres más experimentadas de la familia se “encargaban” de ello (Dickinson, 1973). Claro que, si hemos de juzgar a partir del índice actual de muertes (o de secuelas irreversibles) debidas a abortos clandestinos, es altamente probable que el índice de mortalidad entre esas mujeres fuera elevado.
Sea como fuere, los especialistas acuerdan en que el aborto y la exposición de niñas y niños tendían a preservar el número estable de habitantes de una polis en tiempos de paz. En tiempos de guerra, las cosas cambiaban. Fundamentalmente, a los efectos de preservar la calidad de vida de los ciudadanos propiamente dichos, los Estados regulaban sus poblaciones por medio de los varones responsables de familia, los casamientos, los reconocimientos de legitimidad y las exclusiones por bastardía.
Esto implica que indirectamente el Estado controlaba el cuerpo de las mujeres. En caso de gobiernos totalitarios, ese papel explícitamente se extiende como parte de la política de Estado, por lo general bajo argumentos eugenésicos o de tipo malthusiano. En pocas palabras, los límites de lo público-privado se regían por un mecanismo ideológico común: el modelo patriarcal que implicaba la exclusión de las mujeres de las instancias generales de decisión y particularmente las que afectaban a sus propios cuerpos.
En el modelo de Aristóteles, la dicotomía público/privado se resolvía en una analogía muy ilustrativa: el padre de familia se analoga al planeta Tierra en torno al cual (recordemos que rige todavía un sistema geocéntrico) giraban todos los habitantes de la casa (Aristóteles, Metafísica: 1075a 15-25). Así, el jefe de familia es el único que, por un lado, participa del espacio público, en calidad de par entre pares, ciudadano con capacidad deliberativa y derecho de voz y voto (en representación de su genos) en las decisiones que competen al Estado y, por otro, pero al mismo tiempo, del espacio privado, donde es jefe de familia, esposo, padre y amo. Las mujeres entendidas solo como madres quedaban restringidas al papel de re-productoras del cuerpo social, convenientemente seleccionado y definido por los varones, a quienes les cabía recurrir a los métodos que consideraran oportunos para alcanzar el diseño de Estado que, en su condición de ciudadanos, se hubieran propuesto llevar adelante.
Cuando colapsa el modelo greco-latino y se extiende el nuevo paradigma teológico-moral judeo-cristiano, encontramos que el debate sobre el aborto se circunscribe o bien a los círculos médicos (claramente de líneas helénico-judaicas) o bien a los religioso-filosóficos, que se centran en el tema de la relación del alma y el cuerpo. Solo los denominados Padres de la Igles...