Pensamiento en acción
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Pensamiento en acción

Cómo la filosofía sirve para comprender los grandes temas de la cultura

  1. 240 páginas
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Pensamiento en acción

Cómo la filosofía sirve para comprender los grandes temas de la cultura

Descripción del libro

Desde la Antigüedad, cuando las preguntas reemplazaron al dogma, la filosofía es el ejercicio de reflexión que nos hace más humanos, al rechazar las certezas y poner en primer plano las dudas, al anteponer la crítica al sentido común. En esta antología de artículos, conferencias y semblanzas, Jaime Labastida –doctor en Filosofía, poeta, miembro y director de la Academia Mexicana de la Lengua– aplica el rigor del pensamiento filosófico a las más diversas cuestiones de la cultura contemporánea. Con un enfoque histórico que abreva en el pasado mexicano y en general en el de América Latina, Labastida recorre la ciencia contemporánea, el lenguaje como vehículo del pensamiento, la convivencia del pensamiento filosófico y el mítico en el México colonial y revolucionario, la lengua española y su vínculo con el quehacer filosófico, las batallas culturales de la Ilustración en las colonias españolas del Nuevo Mundo. Además, un conjunto de perfiles (Charles Darwin, Alexander von Humboldt, Sor Juana Inés de la Cruz, Albert Camus) dan forma a retratos de época que entrelazan el arte, la ciencia y la política. Mientras con versatilidad y argumentación impecable enhebra el pensamiento griego antiguo con las ideas de la Modernidad, la antropología con la historia, el autor subraya el reto de la filosofía desde sus inicios: ofrecer a la sociedad un modelo de rigor y congruencia en el pensamiento. "Filosofar es levantar un conjunto de interrogantes sin ninguna concesión, abandonar lo políticamente correcto, poner en duda todo", escribe Labastida, y describe así un proyecto intelectual que confirma en sus propios textos.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9789876299046
Categoría
Filosofía
Parte II
Filosofía versus pensamiento mítico
5. Filosofía y lenguaje[30]
¿Podría afirmarse que la filosofía en México, acaso la filosofía en toda América Latina, la filosofía en tanto que actividad profesional y rigurosa, es tan reciente que apenas tiene setenta años de vida? Una afirmación semejante parece un escándalo. No lo es, sin embargo.
¿Quién puede negar que la filosofía profesional surge, en el territorio que es hoy el de nuestro país, en el siglo XVI, cuando el agustino Alonso Gutiérrez, al pisar el suelo de Nueva España, decide cambiar su nombre original por el de fray Alonso de la Vera Cruz, y sienta cátedra de filosofía, primero en el convento de Tiripetío y luego en la Real y Pontificia Universidad de México? Alonso Gutiérrez se transformó en otro hombre en la Nueva España. ¿Sería posible negar que la filosofía se desarrolló con gran fortaleza en esta tierra, en tantos sentidos nueva, a todo lo largo de la Colonia, y que aquí hubo, pues, filósofos de primera línea? No, desde luego. Menos aún se podría negar que tanto la concepción del planeta cuanto del hombre cambiaron de manera radical gracias a la presencia de América en la conciencia de Europa. El impacto que produjo el encuentro con un Nuevo Mundo hizo que la historia se volviera, por primera vez, universal; América transformó la mentalidad de todos los hombres y les hizo adquirir conciencia plena de las dimensiones de la Tierra; tal vez, mejor, del universo entero: Copérnico es impensable sin la hazaña colombina porque Colón, lo diré así, no sólo descubrió América: descubrió el planeta y abrió el camino a su dimensión universal.[31]
Pero no he de entrar en estos asuntos. Me interesa destacar, aquí y ahora, sólo algunos aspectos de este problema, que trazaré con rasgos gruesos. No intento, en modo alguno, diseñar aquí ni siquiera un bosquejo de la historia de la filosofía en México. Lo que deseo es insistir en un aspecto y en un solo aspecto del problema, el de la lengua. Los primeros filósofos que en el actual territorio de México cultivaron nuestra disciplina nacieron en España y escribieron básicamente en latín, aunque algunos hayan redactado sus tesis polémicas, de orden jurídico o político, en español. Habría que distinguir, sin embargo, lo mismo en la Vieja que en la Nueva España, entre aquello que tuvo carácter oral en tanto que conformaba algún curso en algún colegio monástico o en alguna universidad (pongo por caso, las lecciones del dominico Francisco de Vitoria en la Universidad de Salamanca)[32] y que luego fue recogido por sus discípulos, de lo que fue editado y entró por lo tanto en el ámbito público. La diferencia la indica, desde luego, el establecimiento de la primera imprenta en Nueva España.[33] Vitoria, quien, al decir de Antonio Gómez Robledo, fue el creador del derecho internacional y el autor “de nuestra primera Carta continental de independencia”, jamás pisó tierras de la Nueva España, dictó sus cursos en la Universidad de Salamanca, en latín, y los recogieron más tarde sus discípulos. En ellos puso en duda los títulos de justa guerra de los Reyes Católicos, además de que criticó el acto injusto, ilegal e ilegítimo por medio del cual el papa Alejandro VI, en las Bulas Inter caetera, hizo donación de las tierras americanas a los reyes de Castilla y Portugal. Vitoria exigió la restitución de las tierras americanas a sus poseedores originarios, usurpadas por los conquistadores, pero sus demandas no sólo no fueron atendidas entonces: tampoco han sido atendidas ahora. Por el contrario, y lo diré sin ningún recato, todo régimen de propiedad, público o privado, que exista hoy en América viene de ese acto ilegítimo, el de la donación papal.
La realidad americana y las atrocidades cometidas por los conquistadores impactaron de tal modo la sana conciencia de algunos filósofos, sacerdotes y juristas, que los obligaron a una reflexión original y podríamos decir que inédita. De un lado y otro del Atlántico, las herramientas teóricas utilizadas fueron, en lo fundamental, aquellas de la escolástica tradicional o las de la escolástica renacentista. Pronto, empero, a partir de la fundación de la Real y Pontificia Universidad de México, los españoles criollos dieron muestras de su talento.[34] Quisiera subrayar que no había diferencia notoria entre lo que producía un español peninsular y lo que producía un español criollo. Por ejemplo, un español peninsular, el jesuita Antonio Rubio, escribió una lógica, a la que llamó Lógica mexicana, en la que abrevaron los mayores talentos de Europa, Descartes y Leibniz incluidos. Esa lógica fue llamada “mexicana” por Rubio no porque creyera que los “mexicanos” pensaban de manera distinta a los europeos o a los asiáticos; la lógica de Rubio recibió el nombre de “mexicana” sólo porque fue escrita en la ciudad de México.[35] La filosofía, la hecha por los españoles peninsulares o por los españoles criollos, se desarrollaba, pues, en los colegios de las órdenes monásticas o en la Real y Pontificia Universidad de México. Salvo matices, la filosofía novohispana era semejante a la que se hacía en la otra orilla del Atlántico: cuanto aquí se publicaba se escribía en latín.
¿Qué lugar ocupaba la lengua española en ese trabajo filosófico? ¿Qué sucedía con el pensamiento que se expresaba en las diversas lenguas de los pueblos originarios de México? El pensamiento mítico mesoamericano, ¿fue en algún modo estudiado? Sí, pero sólo en los primeros años de la colonización y con el claro objeto de combatir la idolatría. En suma, la filosofía era dicha y redactada en latín. Por esta causa, cabe decir que el primer gran texto filosófico escrito en lengua vulgar fue la Libra astronómica y filosófica, de Carlos de Sigüenza y Góngora. Destaco el hecho de que ese primer libro de filosofía, escrito en español, se publicó en México en las postrimerías del siglo XVII, y en el ocaso de la dinastía de los Austria. El libro, barroco por su estilo de escritura, sin embargo denota el pensamiento de un filósofo de primer rango, de un científico que hace uso del método moderno; un filósofo que se considera semejante a Galileo y que se ostenta, como él, en calidad de cosmógrafo y matemático.[36]
Subrayo que la filosofía moderna se desarrolló con gran vigor en Europa cuando los filósofos empezaron a escribir en sus respectivas lenguas nacionales, cuando Galileo publicó sus Diálogos sobre los dos máximos sistemas del mundo en italiano; Descartes, Discurso del método y Meditaciones metafísicas en francés; a partir del momento en que Hobbes, Locke, Berkeley y Hume escribieron en inglés; Leibniz en francés o Kant y Hegel en alemán. Así, sólo en el México independiente se empezó a hacer filosofía en español. No es un hecho menor lo que sostengo; es, por el contrario, un hecho mayor determinar la lengua en la que se piensa y en la que se escribe. Le concedo importancia extrema al uso de la lengua: no se piensa igual en latín que en español. Convertir la lengua española en el instrumento fundamental de la creación de pensamiento obligó a que en México se democratizara, por decirlo de esta manera, la inteligencia, en tanto que la soberanía de la razón y la independencia intelectual marchan de la mano.
La función mítica de la palabra
Todos los hombres, se dice, en la medida en que se interrogan a sí mismos e interrogan de manera radical a la naturaleza, apetecen conocer, desean saber, hacen filosofía. Con esa sentencia categórica, de la que me ocuparé más adelante, se inicia la Metafísica de Aristóteles. El deseo de saber, acaso el apetito por conocer, igual que el asombro, serían el inicio de toda indagación y, por lo tanto, de la filosofía; concebida así, de manera espontánea, la filosofía sería común a todos los seres humanos. Posiblemente sea cierto, pero no es menos cierto que, aun cuando el deseo de saber sea una condición necesaria para hacer filosofía, es evidente que no basta con el solo deseo de saber para que pueda haber filosofía: hace falta otra condición, la suficiente.
Porque la filosofía en sentido estricto es actividad que guarda estrecha relación con la acción de dudar y, por lo tanto, con la posibilidad de establecer criterios válidos y universales de certeza. Es también cierto que pensar así exige protocolos rigurosos, por un lado; y que la filosofía es una actividad relativamente nueva, por otro. Si lo que aquí establezco fuera verdad, sería necesario hacer un corte, acaso ese corte que algunos filósofos llamaron el corte epistemológico, para diferenciar dos formas de pensar: una, ingenua; otra, rigurosa. La filosofía en sentido estricto habría nacido en Jonia y estaría asociada a modos de pensar que rechazan la sabiduría tradicional, la sabiduría que repite los dichos de los ancianos, lo que guardan los códices o lo que anuncia el oráculo.
Recordemos, entonces, la clara distinción establecida por Pitágoras, quien no se consideraba σοφός, sabio, sino amante de la sabiduría.[37] ¿Qué indica la diferencia hecha por Pitágoras? Σοφός es el hombre que sabe, sí, pero ¿qué es lo que sabe? ¿En qué se apoya lo que sabe? Σoφíα designa entre los helenos, en su origen, una habilidad manual (por caso, la capacidad del carpintero para hacer una nave). Tal vez haya significado, en tiempos homéricos, ver con claridad.[38] Pitágoras se diferencia de los Siete Sabios: él no pertenece a tal categoría de hombres; es un hombre que ama la sabiduría pero que no es sabio; es hombre que no sabe; que no sabe, al menos, a la manera en que saben los Siete Sabios; como Sócrates, podría decir que sabe que no sabe. Amar la sabiduría se traduce, así, en una actitud, en un esfuerzo: dudar, indagar, tener la capacidad de renunciar a un falso saber para fundar otro, sólido, riguroso. Eso sería filosofía: amor a la sabiduría.[39]
Se podría decir que todos los pueblos, en cualquier etapa de su desarrollo, han pensado y ofrecido explicaciones del mundo; que han elevado normas de convivencia y que se han expresado en palabras (ya que no hay pensamiento sin el uso adecuado de una lengua, sea natural o artificial). Es verdad. Sin embargo, hemos de preguntar por el significado de esta palabra, pensamiento. Todos los pueblos piensan, todos los pueblos hablan, sin género de duda. Lo que aquí y ahora debemos hacer es interrogarnos por la función de la palabra. Reflexionemos en que el verbo pensar tiene la misma raíz que los verbos pesar y pender: pues las palabras pesan y entran en la balanza de la razón, donde las sopesa la inteligencia. En buen romance y para cumplir con esa función, las palabras necesitan pasar por el tamiz del gusto. La lengua, en el doble sentido de órgano del gusto y de instrumento del habla, sopesa y cierne (o discierne) las palabras.
Aristóteles inicia la Metafísica, lo dije, con esta sentencia categórica: Todos los hombres desean, por naturaleza, saber.[40] ¿Qué quiere decir, en verdad, esta proposición audaz? Φύσει (de φύσις) no tiene, en Aristóteles, el mismo sentido que la voz naturaleza guarda entre nosotros, que oponemos sociedad y naturaleza. Para el Estagirita, naturaleza no se opone a sociedad: φύσις se opone a νόμοι, a lo que se acepta sólo por convención. Para Aristóteles, lo más reciente en el orden de la generación es lo primero en el orden de la naturaleza; de allí que el hombre sea, por naturaleza, ζῷον πολιτικόιιν, ciudadano, el habitante de la πόλις, de la Ciudad-Estado, que no es en manera alguna un producto natural, tal como lo entendemos hoy.[41]
Además, Aristóteles usa el verbo εἴδω, que produjo las palabras españolas idea e ídolo, asociadas a las acciones de ver e imaginar, pero no usa el verbo σοφίζω (que dio el sustantivo σoφíα) ni el verbo γιγνώσκω (que produjo el sustantivo γνῶσις que, a su vez, produjo en español el verbo conocer). Adviértanse cuántas equivalencias y cuántas desigualdades, cuántas identidades y cuántas diferencias, a un mismo tiempo posibles y difíciles, hay entre estas tres lenguas, el griego, el latín y el español, cuando se intenta traducir la sentencia inicial de la Metafísica: Todos los hombres desean, por naturaleza, ¿qué? ¿Qué desean todos los hombres, los seres vivos que habitan en ciudades? ¿Saber imaginar, conocer? Hay pueblos, hay hombres, hay épocas enteras, para los cuales esto que hoy se llama sabiduría es algo impensado, algo que no se debe ni se puede tocar ni ver ni aun menos decir. El nombre de Jehová no designa, en hebreo, sino un hueco, un vacío, lo que no es, lo que es y no es; lo que no se debe, lo que no se puede decir, sólo esto: lo innombrable. Y lo que es innombrable está prohibido: no se puede conocer ni tampoco se puede decir; es tabú (para usar esa voz polinesia). Dar el nombre de algo o de alguien a otro, al que se habla, es entregarlo por entero, arrebatarle no sé si decir su esencia; tampoco sé si decir su cuerpo y su alma, ya que esas voces no eran de uso común por aquel entonces: entregarlo por entero, poseerlo, dominarlo, crearlo.
Lo que llevo dicho desea subrayar que la palabra guarda en algunos pueblos una función mítica o mágica: decir el nombre de algo o de alguien significa poseerlo; en otras ocasiones, incluso crearlo o, al invocarlo, otorgarle presencia, darle vida. Así, por ejemplo, cuando Heródoto dice que los primeros en creer en la existencia de un alma inmortal fueron los egipcios, afirma que hay helenos qu...

Índice

  1. Cubierta
  2. Índice
  3. Portada
  4. Copyright
  5. Presentación
  6. Parte I. ¿Qué es esa cosa llamada filosofía?
  7. Parte II. Filosofía versus pensamiento mítico
  8. Parte III. Perfiles