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Prácticas espacios y temporalidades del audiovisual en Internet

Juan Carlos Arias, Camilo Cogua, José Alejandro López, Angélica Piedrahita

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Prácticas espacios y temporalidades del audiovisual en Internet

Juan Carlos Arias, Camilo Cogua, José Alejandro López, Angélica Piedrahita

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Información del libro

Doce ensayos que desde la filosofía, la comunicación y el arte indagan en las transformaciones que la narrativa audiovisual ha tenido en el contexto digital y de Internet Paula Sibilia, Mauricio Durán y Sergio Roncallo, entre otros investigadores, analizan casos como la exhibición de la intimidad, la noción del autor o el uso del video como resistencia social

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Información

Año
2012
ISBN
9789587166446

No hay espacio:
significado y corporalización
en entornos mediados*

Michael Schandorf
La significación es un asunto difícil. La referencia y la representación, el lenguaje y el concepto, lo estético y lo instrumental, lo percibido y lo representado están, en la experiencia y en la práctica, profundamente entreverados, inextricablemente mezclados.
Separar los nudos de la red, los pegajosos hilos con que se teje la telaraña del significado conformando un todo contextual es ya lo suficientemente difícil en situaciones de co-presencia física entre quienes interactúan o entre un espectador y un objeto estético material. La comunicación mediada y la aparición de las artes digitales, la transcodificación y los transmedia, parecerían, por un lado, tupir aún más el tejido de estos fenómenos y concepciones y, por otro, disolver los fundamentos mismos con que los abordamos en el desplazamiento hacia nuevos espacios sociales mediados.
En lo concerniente a los problemas de la representación, por casi un siglo hemos confiado ampliamente en abstracciones de la significación, en teorías estructuralistas que separan el precepto y lo percibido, la percepción y el pensamiento, aplanando el proceso de la significación al convertirlo en una “cadena infinita de significantes” sin referencia última, sin fuente última. La llegada de las tecnologías digitales de la comunicación y el advenimiento de “objetos” estéticos completamente digitales han sido recibidos, por ejemplo por los seguidores de Baudrillard, como la confirmación definitiva del paradigma estructuralista: no hay original, no hay fuente, no hay “aura” —estamos inmersos en la pesadilla orwelliana de Walter Benjamin—.

Disiento al respecto

Considero que lo que las tecnologías de la comunicación han puesto en evidencia, lo que han hecho visceral, en la ausencia desnuda instalada en el corazón de nuestras anticuadas teorías del significado, es la ausencia del cuerpo. Las teóricas feministas de la retórica, entre otras, han intentado recuperar el cuerpo para las teorías del significado. Pero en la medida en que sus argumentos tienden a reposar sobre una teoría lingüística convencional de la referencia (“una visión estructuralista del lenguaje como sintácticamente autosuficiente”, en palabras de Ruthrof [2000, p. 114], que a su vez descansa implícitamente sobre un dualismo cartesiano rudimentario y ostensiblemente refutado), separando el lenguaje del mundo y, en última instancia, la mente del cuerpo, los resultados han sido más bien superficiales, un poco más que un barniz, como ponerle lápiz labial a un cerdo desollado, como dejar una sonrisa de Cheshire flotando en el aire.
Sostengo aquí que el modo de abordar y de superar finalmente las perplejidades del significado en los espacios virtuales (en línea) consiste — paradójicamente, desde la perspectiva convencional— en volver a situar el cuerpo físico, la mente corporalizada, en el centro de la red de la significación. Debemos entender el significado —todo significado— como algo socialmente escenificado y tecnológicamente (culturalmente) mediado dentro y entre mentes humanas físicas. Para construir este argumento, iré de la comunicación física a la comunicación textual y a la comunicación digital, demostrando las conexiones entre ellas y la definitiva inseparabilidad de pensamiento y acción, de lo estético y lo instrumental, de lo individual y lo social, tal como ha sido sustentada por las ciencias cognitivas y la neurociencia contemporáneas. Las implicaciones de extender la cadena de significantes a un campo de interacción multimodal e intersemiótico mostrarán tener consecuencias importantes para la conceptualización de la capacidad de acción (agency1): el sueño ilustrado de lo racional y lineal dará paso a lo distribuido, lo social y lo conectado, que es necesariamente histórico, contextualizado cultural y tecnológicamente, y también necesariamente corporalizado.
1. Carrie Noland, en Agency & Embodiment (2009), formula su argumento a través de la imagen del grafitero. A medida que el escritor inscribe letras, palabras e imágenes sobre la pared, los movimientos practicados y repetitivos se inscriben en su cuerpo. La práctica física inscribe el acto comunicativo, la declaración estética, en los músculos y en los ligamentos, en los esquemas y en la “caligrafía” del cuerpo mismo. Esa inscripción reflexiva es característica de toda comunicación. Nuestras bocas y gargantas se acomodan a la formación de nuestros dialectos nativos, por ejemplo, “acentuando” nuestro modo de hablar con indicadores que son prácticamente imposibles de disimular o de borrar. Como con la voz, sucede también con la escritura a mano o, de hecho, con cualquier forma de escritura, incluso cuando, encorvados sobre nuestros computadores, pulsamos metódicamente las teclas. “El cuerpo que observamos en el acto de escribir —afirma Noland— puede estar comunicando un mensaje o cumpliendo una tarea, pero simultáneamente está midiendo el espacio, monitoreando la presión y la fricción, acomodando cambios de peso. Estas experiencias cinestésicas que exceden los propósitos comunicativos o instrumentales afectan los gestos que se realizan y los significados que ellos transmiten” (2009, p. 2). Y siempre lo han hecho.
Fue en el movimiento, y solo de modo secundario en el lenguaje, como surgió la mente humana: la interacción simbólica emergió de señas gestuales. Este no es, sin embargo, un reclamo novedoso ni revolucionario. La idea de que el origen del lenguaje puede ser hallado en el gesto se puede rastrear en Lucrecio, el poeta epicúreo, y en desarrollos más recientes de John Bulwer en el siglo xvii; Etienne Condillac, Giambattista Vico y Charles de Brosses en el siglo xviii; y Sir Richard Paget y André Leroi-Gourhan a principios y mediados del siglo xx, respectivamente. Debra Hawhee argumenta que “las teorías corporales del lenguaje de Paget invierten el lugar común relativamente reciente del ‘cuerpo como una formación discursiva’, ofreciendo en cambio la idea del discurso como una formación corporal” (2006, p. 332). El gesto y la palabra de Leroi-Gourhan,2 un clásico de la paleoantropología, es un argumento enciclopédico acerca de la conexión evolutiva entre el rostro y la mano y, en definitiva, el cuerpo y la mente (sociales). Más recientes argumentos y evidencias de la prioridad evolutiva del gesto basadas en las ciencias cognitivas han sido desarrollados por Armstrong (1991), Donald (1991), Deacon (1997), Stokoe (2001), Armstrong & Wilcox (2007),3 entre otros.
Ya a comienzos de los años sesenta Leroi-Gourhan había demostrado las conexiones neurológicas contiguas entre los centros del discurso del cerebro humano y áreas del córtex motor involucradas en el movimiento de las manos y el rostro. Sus descendientes intelectuales han ampliado esa evidencia y llevado aún más lejos las ideas resultantes. “Desde nuestro punto de vista —sostienen Stokoe y Marschark— el lenguaje tuvo que comenzar con gestos […] porque sólo los gestos pueden parecerse o apuntar hacia o sostener o, dicho de otro modo, reproducir visiblemente lo que significan” (1999, p. 78). De manera similar, Raymond Tallis afirma que el acto básico de indicar representa la raíz de la conciencia humana. La capacidad cognitiva de la indicialidad, reclama Tallis, es constitutiva de la teoría de la mente, que es necesaria para explicar la diferenciación consciente entre sí mismo y lo otro. Para indicar se necesita alguien que indique, algo que sea indicado y alguien para cuyo beneficio ocurre la indicación. Según Tallis, esta “conciencia indicial” reflexiva “es la condición necesaria, el fondo de la indicación” (2010, p. 28), y, en últimas, de la autoconciencia y la capacidad de acción [agency]. Señalar, en cuanto gesto indicial paradigmático, es fundamentalmente un acto dialógico; se señala algo para otro mientras se llama la atención de vuelta hacia el que señala, cuyo cuerpo es usado como el referente, el origen del vector del acto de señalar. Incluso en el caso en que una persona señala directamente a otra para el beneficio exclusivo de esa otra, lo que es señalado es el contexto social, la relación entre dos individuos. Yo te señalo para llamar tu atención, para hacerte una pregunta, para desafiarte. El gesto que parte de sí mismo y se hace para el otro ejemplifica una serie de relaciones en el mundo que son únicas para la conciencia humana y que constituyen la base de la capacidad humana de la representación simbólica y el lenguaje.
La idea de que la comunicación es social es esencialmente tautológica. Pero la idea de que el lenguaje, en su capacidad de estructurar el pensamiento humano, es un fenómeno social (como algo opuesto a la manifestación de un individuo, todo excepto el cogito solipsista) ha sido por siglos la manzana de la discordia —el inevitable resultado del dualismo inherente a gran parte de la filosofía occidental—. La neurociencia reciente, sin embargo, ha enfatizado el hecho de que no solo el lenguaje sino también la cognición individual son, de hecho, un fenómeno social. Fisiológicamente, el centro del lenguaje anterior del cerebro (área de Wernicke) es contiguo a la corteza sensitivo-motora primaria (que controla el movimiento y la sensación), a la corteza auditiva primaria (que procesa el sonido) y a varias áreas de activación relacionadas con la percepción y el procesamiento del movimiento de la boca, ojos, manos y cuerpo de los demás (Puce & Perrett, 2003). En la misma región del cerebro, en un área llamada giro angular, se unen la vista, el oído y el tacto. Ello implica que la producción del movimiento y del lenguaje está, de manera directa, neurofisiológicamente integrada con el procesamiento del sonido, el lenguaje y la comunicación no verbal de los otros: la interacción social es un requisito básico para la cognición y la producción individuales del lenguaje. La comunicación es cognición.
El lingüista, psicólogo y eminente investigador de la gestualidad David McNeill sostiene que los gestos corporales y el lenguaje se generan juntos a partir de procesos cognitivos dinámicos que están en el origen de la conceptualización y de la comunicación, esto es, del pensamiento y la interacción social. McNeill se ha concentrado muy intensamente en la importancia de los gestos (en particular los movimientos de las manos que acompañan el discurso) para la cognición pre-lingüística y dinámica. La teoría del “punto de crecimiento” de McNeill (2005; McNeill & Duncan, 2000) utiliza las ideas de la metáfora cognitiva y la cognición corporalizada (Johnson, 1987; Lakoff & Johnson, 1999; Damasio, 1994, 1999) para proponer una “unidad mínima de la dialéctica entre imágenes y lenguaje” que sirve como la semilla a partir de la cual se desarrollan simultáneamente el pensamiento y el lenguaje, la conceptualización y la comunicación. La “imagen” a la que aquí se hace referencia no es una imagen visual, sino una Gestalt prefenomenológica (a la manera de Bergson) que abarca la significancia conceptual-(intra)perceptual de la idea de que se trate, y desde la cual emergen juntas la expresión lingüística y la corporal (gestual). En otras palabras, el gesto está íntimamente ligado al pensamiento, no solo como un reflejo, sino como un mecanismo del diálogo intrapersonal (Kendon, 2004, p. 81-82). O, en términos más sencillos, “los gestos ayudan a pensar, al facilitar a los hablantes decidir a qué prestar atención y qué decir” (Alibali & Kita, 2010, p. 21). El pensamiento es un proceso corporal. La comunicación es cognición. “Es el contacto con el otro —afirma Noland— lo que, desde el primer momento, inaugura nuestra capacidad para la experiencia introspectiva” (2009, p. 25).
2. “Todos los organismos hacen un uso proactivo de su cuerpo entero para obtener información visual, auditiva, táctil, olfativa y gustativa. Los organismos de especies sociales también utilizan estos sistemas de forma natural para obtener y comunicar información social. Considerada de ese modo, la cognición-comunicación visual es un sistema multi-modal de sistemas. Integra los sistemas sensoriales y mucho más que eso” (Stokoe & Marschark, 1999, p. 176). Esta integración es un proceso social regulado por normas sociales e identidades de grupo. “Voluntariamente o no —dice Kendon— los seres humanos, cuando se hallan en presencia de otros, se informan recíprocamente acerca de sus intenciones, intereses, sentimientos e ideas, por medio de la acción corporal visible” (2004, p. 1). Los procesos emocionales, afectivos y sociales indicativos que subyacen a estos fenómenos son, de hecho, los que hacen posible el pensamiento humano “racional” (Damasio, 1994, 1999, 2003; Ramachandran & Blakeslee, 1998; Ramachandran, 2011).
Durante siglos, en particular desde la Ilustración, los filósofos han sostenido que el pensamiento racional es el opuesto binario de lo emocional; que el pensamiento racional verdadero, puro y esencialmente humano, lo mismo que la verdadera deliberación racional, exige la eliminación de la emoción “animal”. Pero la neurociencia no podría ser más clara: el pensamiento y la deliberación racional necesitan de la emoción, están construidos sobre las emociones. La emoción es la base de los juicios de valor; una posición desde la que se enmarcan o contextualizan las circunstancias particulares y sin la cual la toma de decisiones resulta significativamente menoscabada, si no imposible. En términos neurofisiológicos, la neocorteza en la que se da el pensamiento de alto nivel se encuentra justo sobre el sistema límbico, que es la sede de las emociones; en realidad, lo envuelve. Así, la mayor parte de la información sensorial atraviesa el sistema límbico antes de llegar a regiones más altas del córtex. En el sistema visual, por ejemplo, el nervio óptico llega directamente al sistema límbico, que le da forma a la información perceptiva antes de que esta pase a la corteza visual: no vemos con nuestros ojos, sino con nuestro cerebro, y lo que vemos está fuertemente condicionado por el contexto emocional de la situación determinada (Ramachandran & Blakeslee, 1998). Aunque es verdad que en ocasiones los procesos emocionales pueden interferir en el juicio (Damasio, 1994, p. 192), podríamos decir (para tomar prestada, de manera algo irónica, la metáfora del cerebro como un computador) que esto “no es un fallo, es una característica”4 que está relacionada con los procesos de “lucha o huida” y de identificación social. Las emociones no son extrañas al pensamiento racional, sino anteriores a él; proveen un piso desde el cual este se desarrolla. Y la información emocional es lo que comunicamos constantemente en las señales no verbales o gestuales, “voluntariamente o no”.
El lenguaje y el discurso —sostienen Beattie y Shovelton, por ejemplo— [...] se ocupan principalmente del pensamiento proposicional y la comunicación semántica acerca del mundo, mientras que se supone que los movimientos del cuerpo, los cambios en la expresión facial, la postura y los movimientos de manos y brazos comunican información emocional y forman la base de procesos sociales a través de los cuales se establecen, se desarrollan y se mantienen las relaciones interpersonales. (2007, pp. 221-222)
El gesto, como una base emocional y afectiva crucial para la interacción social, está íntimamente ligado al lenguaje y al pensamiento, a la comunicación intrapersonal y a la cognición social.
Todo lo anterior sirve para enfatizar que, en definitiva, el contexto social es el “elemento crucial en el modo en que piensan los seres humanos” (Rotman, 2008, p. 91). Ruthrof (2000) esboza un argumento similar al analizar el contexto social y cultural como una deixis implícita. La deixis, base de la indicialidad, comprende signos que proporcionan información acerca de la posición de una persona en relación con su mundo y las personas y objetos que en él se encuentran. En términos lingüísticos, la deixis personal incluye, por ejemplo, los pronombres y apunta a las relaciones diferenciales entre quienes interactúan y los objetos en una situación comunicativa, incluidas las relaciones sociales jerárquicas; la deixis espacial (v.g. eso, allá, ir, venir) indica la posición física del comunicador en relación con los demás y con los objetos en el mundo; la deixis temporal (v.g. entonces, ahora, mientras tanto) se refiere al tiempo de la comunicación en relación con otras acciones y situaciones. Si la conciencia indicial es el fundamento de la conciencia humana, en el sentido en que lo sugiere Tallis (2010), entonces la deixis representa su realización funcional en el modo en que las personas se sitúan a sí mismas y a los otros en relación con los mundos de los que hacen parte. La representación simbólica es secundaria y posible solo en un contexto deíctico.
Ruthrof argumenta que “la gran mayoría de los aspectos deícticos se encuentran ocultos o implícitos” (2000, p. 48-49). Las maneras como nos entendemos a nosotros mismos y como entendemos nuestros mundos y los lugares que ocupamos en ellos, están considerablemente condicionadas por los supuestos culturales inherentes que hacemos valer sobre ellos: “La deixis implícita [...] es el resultado de la pedagogía en marcha desde el momento en que nacemos dentro de la comunidad y que se modifica gradualmente a medida que un...

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