Ecos de Huarochirí
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Ecos de Huarochirí

  1. 302 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Ecos de Huarochirí

Descripción del libro

Desde la primera traducción al castellano de José María Arguedas, se hizo evidente que el manuscrito de Huarochirí es un corpus de narraciones heterogéneas, imposible de interpretarse como una historia única y coherente. Y aunque no se pueda afirmar que se trate de narraciones necesariamente convergentes, sí es claro que todas participan de un mismo universo mitológico. Ecos de Huarochirí. Tras la huella de lo indígena en el Perú, editado por Gonzalo Portocarrero, proporciona un conjunto de reflexiones sobre el manuscrito y ofrece diversas entradas a sus relatos, invitándonos a sentir y buscar en nosotros ese mundo mítico andino que se ha transformado y permanece a lo largo del tiempo. El libro está compuesto por doce artículos escritos por reconocidos especialistas en la materia: Pierre Duviols, Tom Zuidema, Karina Pacheco, Carmen María Pinilla, Gonzalo Portocarrero, entre otros. Prueba del creciente interés por el manuscrito es el ritmo febril que ha adquirido la publicación de distintas ediciones, así como su llegada a sectores sociales cada vez más amplios. Otro tanto ocurre con sus relatos e interpretaciones. Estamos ante el subsuelo inconsciente de sensibilidades colectivas en las que se elaboran historias con las que todos nos identificamos. Este libro es producto del seminario del mismo nombre organizado por el Departamento de Ciencias Sociales de la PUCP, la Biblioteca Nacional del Perú y la Derrama Magisterial, bajo la iniciativa del Colectivo Los Zorros.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9786123173906
Edición
1
Categoría
Antropología
Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina
Gonzalo Portocarrero75
1
La tradición bíblica y la elaborada en los Andes —tal como ella aparece en el Manuscrito (Taylor, 2008; Arguedas, 2009)—, aunque engendradas en espacios y tiempos muy distintos, crean constelaciones de significados que orientan la vida humana. Es decir, responden de manera sugerente a las mismas preguntas: de dónde venimos, cómo es la realidad y de qué manera nos ubicamos en ella76.
Para el análisis de la tradición bíblica me concentro en el Génesis. En una nueva lectura del Génesis, efectuada en el Colectivo Los Zorros, he tratado de ganar distancia del universo narrativo del relato tal como me fue enseñado, y tal como lo aprendí, en mi infancia. En esta revisión, que es mucho más pensada, he venido a darme cuenta de algo que puede ser obvio: me refiero al poder modelador que tienen estas historias sobre el psiquismo humano. En su labor de esculpir los rudimentos de la subjetividad no encuentran, o no encontraban, demasiada resistencia. Para ganar distancia de la poderosa influencia de dichas narraciones, he apelado a excavar en las grietas, que ya en mi infancia, impidieron que las asumiera como totalmente mías. Desde muy niño, con temor, resistí su potente persuasión. Pero en el retorno crítico que emprendo he venido a descubrir que, pese a todo, soy un hijo más del Génesis. Y así, ante mi conciencia escéptica, agnóstica, se ha ido iluminando el fundamento social y religioso de mi subjetividad; el cauce por el que ha discurrido mi vitalidad sin que yo mismo lo terminara de saber. Me refiero, para empezar, a que la identificación con Adán, y con su terrible historia, me llevó a imaginarme como alguien frágil y herido, culpable de lo que no sé, corriendo por caminos desolados hacia una redención posible, construida sobre la base del esfuerzo y de la renuncia. La vida se me apareció como un sacrificio —dulce, angustioso, permanente— con el que borrar una oscura pero omnipresente culpa originaria. No es, desde luego, un sentimiento personal, pues está en el centro mismo de la tradición bíblica. Lo dice —certeramente— Santa Teresa de Jesús: esta vida terrena es como pasar una mala noche en una mala posada77.
Pero tampoco, reitero, es que hubiera creído —a pies juntillas— en los relatos del Génesis. Desde que los escuché, temprano en mi infancia a mediados de la década de 1950, muchas dudas se quedaron dando vueltas en mi cabeza. Desde entonces no dejé de pensar en la veracidad de estas historias. Aunque viviera sus consecuencias. Ya en mi niñez había algo en mí que me llevaba a rechazarlas. Con mucha ansiedad me preguntaba: ¿el miedo puede ser acaso el fundamento del amor? ¿Cómo se nos puede pedir adorar a un Dios que nos amenaza con castigos horribles si no logramos sentir lo que nos demanda? ¿Puede llamarse amor a esa reverencia que tiene su fuente en el temor? La carga de ansiedad de estas preguntas se veía aliviada por la imagen amorosa de la Virgen y, también, por la simpatía con el heroísmo de Jesús, tratando de acercarse, y servir de modelo, a nuestra vituperada humanidad.
No obstante, es claro que estas sospechas, preguntas y atracciones, han sido realidades segundas, reacciones personales, y quizá no compartidas, frente a «imágenes primordiales» postuladas —por mi entorno social— como el centro y la esencia de cualquier subjetividad. Incluyendo la mía, quizá demasiado compleja y fracturada, y por ello anhelante de integridad. Con el término «imágenes constitutivas», o «primordiales», me refiero, por ejemplo, a la perturbadora visión de la serpiente tentando a Eva indefensa; o a Dios, inapelable, sancionando la desobediencia de sus criaturas con el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Y también a Adán y a Eva, pobrecitos; temerosos y avergonzados, expulsados del paraíso, arrojados a un mundo inclemente para el que no fueron creados.
Es probable que estas dudas sean compartidas por muchos de aquellos que hemos absorbido el Génesis como el rudimento de nuestra subjetividad. Pero son pocos quienes elaboran y hacen públicos sus cuestionamientos. Y tampoco es que sean comprendidos. Más bien esas dudas, y el temor del que nacen y vienen a duplicar, son negadas por el dogma que las calma de una manera en que el pensamiento es incapaz de hacerlo. Pero este rechazo, y represión de la inquietud, resulta en el debilitamiento del espíritu crítico, en el repudio del pensamiento propio. Y hasta se puede llegar a los extremos del fanatismo y la intolerancia. Pero atrincherarse tras un semblante de normalidad —tan deseable socialmente— es la cara de la moneda cuyo sello es repudiar las vacilaciones y la perplejidad que generan los relatos aludidos. Esta «solución» tiene, sin embargo, sus debilidades, pues el rechazo a pensar se ve asaltado por la potencia de lo acallado, por los miedos y ansiedades que nunca terminan de reclamar un esclarecimiento. Persistir en la negación suele llevar a alguna forma de agresión contra sí, o contra los demás.
Miguel Ángel, en el siglo XVI, plasmó una imagen que representa la caída y la expulsión del paraíso (ver la figura 1). Sus frescos, en el cielo de la capilla Sixtina, cuestionan la interpretación oficial del relato bíblico que postula a la desobediencia de Adán y de Eva como causa de la caída. La serpiente aparece —humanizada— como una mujer-sirena que le alcanza a Eva el fruto de la perdición. Pero la posición de Eva no indica la existencia de una conversación previa que la hubiera seducido para desobedecer a Dios. La naturalidad con que recibe el fruto sugiere que no imagina que un acto tan inocente podría ser el principio de acontecimientos tan nefastos. Adán, por su parte, está sereno, aferrado al árbol de la ciencia del bien y del mal. No hay rastros de miedo en su expresión. Miguel Ángel materializa una visión de la caída que resulta herética, expresiva del humanismo de su autor78, de su resistencia a pensar al ser humano como desobediente, pecador y culpable.
Se puede pensar que el lado izquierdo de la imagen sugiere que la caída es inexplicable o, en todo caso, resultado de un Dios que no protege a sus criaturas.
Para explicarnos el lado derecho de la figura, que corresponde a la expulsión del Edén, tenemos que detenernos en la pintura de Masaccio, que data de la década de 1420 (ver la figura 2). Miguel Ángel la estudió detenidamente, fue su modelo. Masaccio muestra las terribles consecuencias de la expulsión. Quien mira la imagen no puede dejar de identificarse con Adán y Eva; hace suyos el horror y la angustia, el dolor que apenas pueden contener. Están al borde de la locura, han sido convertidos en parias.
En ambas pinturas se hace patente la severidad implacable de la sanción divina. Y no aparece, o no se remarca, la supuesta culpabilidad de la criatura humana. El hecho es que, expulsados con violencia de su mundo original, Adán y Eva tienen que hacer suya una realidad que no conocen pero que saben que es desafiante y mortífera.
Esta visión humanista, que nos acerca al hombre y a la mujer, y que cuestiona a Dios, es muy distinta a la imagen ortodoxa que culpabiliza a Adán y a Eva. La figura 3, creación de Lucas Cranach El Viejo, data de 1526 y es un buen ejemplo de una interpretación «ortodoxa» del texto bíblico. Es sintomático que Cranach fuera amigo de Lutero y el pintor oficial de los inicios del protestantismo.
La imagen es meridianamente clara. Son los últimos momentos de Adán y Eva en el Edén. Aún reina la armonía. Los animales conviven pacíficamente entre sí. Pero el destino está sellado. Eva ya ha sido seducida por la serpiente. Y en el detalle (ver la figura 4) podemos observar mejor su rostro, gracias a cuya expresividad sentimos las causas de la caída.
La gestualidad de Eva transmite convicción y seguridad; hasta soberbia. Está convencida de que se convertirá en una diosa, pues le ha creído a la serpiente. La imagen fija un momento preciso del relato: aquel en el que Eva está convenciendo al dubitativo Adán de la conveniencia de comer el fruto, de desobedecer al creador. La culpabilidad de Eva es clara, su «desafiante orgullo» está inspirado por el demonio. Por tanto, la sanción de Dios no puede estar más merecida. Mientras que el humanismo aminora, o no registra, la culpa humana y cuestiona implícitamente a Dios, la reforma protestante busca que nos identifiquemos como seres llevados y traídos por la desobediencia y el pecado. Especialmente la hembra de la especie, Eva, tan ingenua y tonta, pero también tan orgullosa y seductora. Como lo ha señalado Jesús González Requena, el catolicismo no arrincona tanto a la feminidad (2015). En la religiosidad íntima de las prácticas devocionales, el catolicismo da a la Virgen María un lugar central en el panteón divino. Antes que a Dios Padre, o incluso a Jesús, los fieles prefieren dirigirse a la Virgen Madre, pues confían en que ella es una mediadora muy favorable. María conoce la debilidad humana, y como madre está dispuesta a perdonar y, hecho fundamental, su influjo sobre su hijo y el padre es potentísimo. No en vano Julia Kristeva dice que la Virgen María es el centro invisible de la Trinidad.
El pensamiento teológico no da tanta importancia a la Virgen María, pero en la iconografía religiosa ella aparece con un poder persuasivo de extraordinaria contundencia. La apoteosis de este poder se hace visible en la bellísima y conmovedora imagen de Diego de Velázquez, La coronación de la Virgen, que data de la década de 1630 (ver la figura 5).
María no parece advertir lo que sucede a su alrededor. Pero su rostro, tan elegante y hermoso, evidencia una mezcla de majestad y discreción que nos informa que no ignora su importancia, aunque no quiera hacer aspavientos en torno a ella. Y en el Padre y el Hijo observamos una admiración rendida y una amorosa gratitud. Finalmente, el Espíritu Santo ilumina, y santifica, toda la escena. María es la reina y quienes se encuentran más arriba que ella lo están para reconocer su grandeza.
2
Pese a haber leído varias veces el Génesis, nunca me embarqué en la empresa de intentar aclarar las dudas que habían ensombrecido mi infancia. Pero en esta nueva lectura me he propuesto una actitud más inquisitiva y personal. Y para que esto sea posible han convergido varios factores. Un supuesto básico ha sido el estudio de otro libro sagrado. Me refiero al Manuscrito (Taylor, 2008; Arguedas, 2009)79, cuya lectura fue llevada a cabo, también, en el Colectivo Los Zorros. Como la Biblia, el Manuscrito reúne un conjunto de textos instituyentes que fundamentan una manera de situarse en el mundo. La eficacia de estos textos, imaginarios en su origen pero reales en sus consecuencias, reside en establecer lo sagrado; es decir, en nominar todo aquello que la comunidad define como potente y soberano, que funda y regula el gobierno de la vida colectiva. En la cosmovisión andina un ejemplo muy destacado de esto son las m...

Índice

  1. Introducción
  2. Nota sobre el Manuscrito
  3. I. El Manuscrito de Huarochirí, Arguedas y el mundo andino
  4. Recuerdos de Arguedas y la edición del Manuscrito de Huarochirí
  5. El calendario de Huarochirí
  6. II. Reflexiones sobre el contenido del Manuscrito de Huarochirí
  7. Genealogía de dioses y épocas en el Manuscrito de Huarochirí
  8. Piedra de la muerte, piedra de la eternidad. Los seres petrificados en la mitología prehispánica
  9. III. Vigencia del Manuscrito de Huarochirí en el Perú contemporáneo
  10. José María Arguedas: el zorro mediador
  11. Un lapsus arguediano en el Manuscrito de Huarochirí
  12. Comida de dioses, comida de hombres en el Manuscrito quechua de Huarochirí
  13. Las amunas en Huarochirí: agua, innovación y desarrollo
  14. IV. Vigencia andina en los caminos del futuro
  15. Exposición de arte contemporáneo
  16. ¿Cómo imagino a los dioses de Huarochirí?
  17. Performances inspiradas en el Manuscrito de Huarochirí
  18. V. Proyecciones a partir del Manuscrito de Huarochirí
  19. Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina
  20. Sobre los autores