María Estuardo
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María Estuardo

Stefan Zweig, Carlos Fortea Gil

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María Estuardo

Stefan Zweig, Carlos Fortea Gil

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Coronada reina de Escocia con apenas seis días, María Estuardo es uno de los personajes más enigmáticos y apasionantes de su tiempo. Su vida y sus desdichas han suscitado la curiosidad de multitud de estudiosos. Educada en Francia, refinada, culta y hermosa, su adhesión al catolicismo en la turbulenta época de las revueltas protestantes, la complicada política sucesoria en Inglaterra, así como la fragilidad política del reino de Escocia la convirtieron en una traidora intrigante y en una santa de la Iglesia católica al mismo tiempo. El retrato de toda una época."Infinidad de personajes permitieron a Stefan Zweig pulir joyas que alternan la aproximación psicoanalítica y la interpretación histórica: María Antonieta, María Estuardo, Casanova, Stendhal…".Domingo Marchena, La Vanguardia"Sus biografías de Fouché, María Estuardo o Erasmo de Rotterdam son clásicos indiscutibles del género".Manuel Hidalgo, El Mundo

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2013
ISBN
9788415689362
Categoría
History

1

REINA DESDE LA CUNA

1542-1548

María Estuardo tiene seis días cuando se convierte en reina de Escocia; ya desde el principio se cumple la ley de su vida: recibirlo todo del destino demasiado pronto, y sin la alegría de ser consciente de ello. En ese sombrío día de diciembre de 1542 en el que nace en el castillo de Linlithgow, su padre, Jacobo V, yace al mismo tiempo en su lecho de muerte en la vecina fortaleza de Falkland, con sólo treinta y un años de edad y sin embargo ya quebrado por la vida, cansado de la corona, cansado de luchar. Había sido un hombre bravo y caballeroso, al principio alegre, apasionado amigo de las artes y de las mujeres, familiarizado con el pueblo; a menudo había ido, disfrazado, a las fiestas de las aldeas, había bailado y bromeado con los campesinos, y algunas de las canciones y baladas escocesas que escribió han seguido viviendo mucho tiempo en la memoria de su patria. Pero ese desdichado heredero de una desdichada estirpe había nacido en una época salvaje, en un país rebelde, y estaba destinado de antemano a una trágica suerte. Un vecino desconsiderado y de fuerte voluntad, Enrique VIII, le apremia a implantar la Reforma, pero Jacobo V se mantiene fiel a la Iglesia, y enseguida los nobles escoceses, siempre inclinados a crear dificultades a su soberano, aprovechan la disputa y empujan sin cesar, contra su voluntad, a ese hombre alegre y pacífico al disturbio y la guerra. Ya cuatro años antes, cuando Jacobo V pretendía por esposa a María de Guisa, había descrito claramente la fatalidad que supone tener que ser rey contra esos clanes tercos y rapaces:
Madame—había escrito en esa carta de petición de mano, conmovedoramente sincera—, sólo tengo veintisiete años, y la vida me agobia ya tanto como mi corona… huérfano desde la infancia, he sido prisionero de nobles ambiciosos; la poderosa casa de los Douglas me ha esclavizado durante largo tiempo, y odio ese nombre y todo recuerdo suyo. Archibald, conde de Angus, Georg, su hermano, y todos sus parientes desterrados, incitan sin cesar al rey de Inglaterra contra nosotros, no hay un noble en mi reino al que no haya seducido con sus promesas o corrompido con dinero. No hay seguridad para mi persona, ni garantía de que se haga mi voluntad y de que se cumplan las justas leyes. Todo esto me espanta, madame, y espero de vos fuerza y consejo. Sin dinero, limitado tan sólo a los apoyos que recibo de Francia o a los escasos donativos de mis ricos clérigos, trato de adornar mis castillos, mantener mis fortificaciones y construir barcos. Pero mis barones consideran un rival insoportable a un rey que realmente quiera ser rey. A pesar de la amistad del rey de Francia y del apoyo de sus tropas y a pesar del afecto de mi pueblo, temo no ser capaz de alcanzar la decisiva victoria sobre mis barones. Superaría todos los obstáculos para despejar el camino de la justicia y la paz para esta nación, y quizá alcanzaría mi meta, si los nobles de mi país estuvieran solos. Pero el rey de Inglaterra siembra la discordia sin cesar entre ellos y yo, y las herejías que ha plantado en mi reino avanzan devoradoras hasta en los círculos de la Iglesia y el pueblo. Desde siempre, mi fuerza y la de mis antepasados ha estado únicamente en la burguesía de las ciudades y en la Iglesia, y me veo obligado a preguntarme: ¿Seguirá mucho tiempo esta fuerza a nuestro lado?
Todas las desgracias que el rey prevé en esta carta profética se cumplen, e incluso caen cosas peores sobre él. Los dos hijos que le da María de Guisa mueren en la cuna, y en sus mejores años Jacobo V sigue sin ver un heredero para la corona que de año en año oprime más sus sienes. Finalmente, contra su voluntad, sus barones escoceses lo llevan a la guerra contra la poderosa Inglaterra, para luego dejarlo traidoramente en la estacada en la hora decisiva. En Solway Moss, Escocia no sólo pierde una batalla, sino su honor: sin combatir de verdad, las tropas sin caudillo, abandonadas por sus jefes de clan, se dispersan de forma lamentable; pero, en esa hora decisiva, hace mucho que el rey, ese hombre antaño tan caballero, ya no lucha con enemigos ajenos, sino con la propia muerte. Febril y cansado, yace en cama en el castillo de Falkland, harto de la lucha insensata, de la molesta vida.
Entonces, en ese turbio día de invierno, el 9 de diciembre de 1542—la niebla oscurece las ventanas—, un mensajero llama a la puerta. Comunica al enfermo, al hombre mortalmente agotado, que ha tenido una hija, una heredera. Pero el alma extenuada de Jacobo V ya no tiene fuerzas para la esperanza y la alegría. ¿Por qué no es un hijo, un heredero? Ese hombre próximo a la muerte ya no ve más que desdicha por doquier, tragedia y derrota. Resignado, responde: «De una mujer nos llegó la corona, con una mujer se perderá». Esa oscura profecía es al tiempo su última frase. Suspira, se vuelve de cara a la pared y ya no responde a pregunta alguna. Pocos días después está enterrado, y María Estuardo, antes de haber abierto los ojos a la vida, es ya la heredera de su reino.
Es una herencia doblemente oscura ser una Estuardo y una reina de Escocia, porque hasta ahora ningún Estuardo ha sido feliz o duradero en ese trono. Dos de sus reyes, Jacobo I y Jacobo III, han sido asesinados; dos, Jacobo II y Jacobo IV, han caído en el campo de batalla, y a dos de sus descendientes, esta niña que nada sospecha y su nieto, Carlos I, el destino les tiene reservado algo aún peor: el patíbulo. A ninguno de los miembros de este linaje átrida le ha sido concedido alcanzar la plenitud de la vida, para ninguno brillan la dicha y la estrella. Los Estuardo siempre tienen que luchar contra enemigos exteriores, contra enemigos en su propio país y contra sí mismos, siempre hay inquietud a su alrededor e inquietud en ellos. Su país carece de paz tanto como ellos, y los más desleales son precisamente aquellos que debían ser los más leales: los lores y los barones, esa estirpe caballeresca tenebrosa y fuerte, salvaje y desenfrenada, rapaz y belicosa, obstinada e inflexible… «un pays barbare et une gent brutelle», como se queja disgustado Ronsard, el poeta, después de ir a parar a este país de nieblas. Pequeños reyes en sus feudos y castillos, arrastrando como a reses a sus campesinos y pastores a sus eternas pequeñas luchas y rapiñas, estos indiscutidos jefes de clan no conocen otra alegría de vivir que la guerra, la disputa es su placer, los celos su acicate, el ansia de poder su idea vital. «Dinero y ventaja—escribe el embajador francés—son las únicas sirenas a las que prestan oídos los lores escoceses. Querer predicarles el deber para con sus príncipes, el honor, la justicia, la virtud, las nobles acciones, sería invitarlos a la risa». Iguales a los condotieros italianos en su amoral ansia de camorra y rapiña, pero menos cultivados y más desenfrenados en sus instintos, los antiguos y poderosos clanes de los Gordon, los Hamilton, los Arran, los Maitland, los Crawford, los Lindsay, Lennox y Argyll conspiran y disputan incesantemente por la preeminencia. Ora se enfrentan en enemistades que duran años, ora se juran en solemnes alianzas una corta lealtad para unirse en contra de un tercero; forman constantemente camarillas y bandas, pero nadie guarda interiormente lealtad a nadie, y todos, aunque emparentados y casados entre sí, guardan a los otros implacables envidia y enemistad. Algo pagano y bárbaro sigue viviendo intacto en sus salvajes almas, sin importar que se llamen a sí mismos protestantes o católicos, según sea la ventaja que esperen obtener; en realidad, todos son nietos de Macbeth y Macduff, la sangrienta Thane, como Shakespeare vio de manera grandiosa.
Sólo hay algo que une de inmediato a esta banda celosa e indomable: someter a su señor común, a su propio rey, porque para todos es igual de insoportable la obediencia e igual de desconocida la lealtad. Cuando esta «parcel of rascals», esta partida de bribones—como los estigmatizó Burns, el escocés por antonomasia—, tolera un reinado aparente sobre sus castillos y posesiones, es únicamente por celos de un clan contra otro. Los Gordon sólo dejan la corona a los Estuardo para que no caiga en manos de los Hamilton, y los Hamilton por celos hacia los Gordon. Pero ¡ay si un rey de Escocia se atreve de veras a ser el soberano e imponer la disciplina y el orden en el país, si en el primer ardor de la juventud trata de oponerse a la arrogancia y la codicia de los lores! Enseguida esa chusma hostil se agrupa fraterna para volver impotente a su soberano, y si no lo consigue con la espada, el puñal del asesino se encarga, fiable, de este servicio.
Es un país trágico, desgarrado por lúgubres pasiones, tenebroso y romántico como una balada, este pequeño reino insular rodeado por el mar en el último norte de Europa, y además es un país pobre. Porque la eterna guerra destruye todas las energías. Sus pocas ciudades, que en realidad no son tales, sino grupos de casas de gente pobre arracimadas bajo la protección de una fortificación, jamás logran alcanzar la riqueza o tan siquiera el bienestar burgués, porque son saqueadas y quemadas una y otra vez. Los castillos nobles a su vez, cuyas ruinas se alzan aún hoy sombrías y violentas, no son verdaderos palacios, con esplendor y ornato cortesano; han sido pensados como inexpugnables fortalezas de guerra, y no para el dulce arte de la hospitalidad. Entre esas pocas grandes familias y sus deudos falta completamente la fuerza nutricia y mantenedora del Estado, de una clase media creativa. El único territorio densamente poblado entre el Tweed y el Firth está cerca de la frontera inglesa y se ve destruido y despoblado constantemente por los ataques. Pero en el norte es posible caminar durante horas junto a lagos abandonados, a través de páramos desiertos u oscuros bosques nórdicos, sin ver un pueblo, un castillo o una ciudad. Allí no se apiñan pueblo tras pueblo como en los repletos países europeos, no hay anchas carreteras que lleven el tráfico y el comercio al país, no parten, como en Holanda, España e Inglaterra, barcos desde astilleros cubiertos de gallardetes para traer oro y especias de lejanos océanos; la gente se abre paso en la vida entre escaseces, criando ovejas, pescando y cazando, como en los tiempos patriarcales: en cuanto a ley y costumbres, en cuanto a riqueza y cultura, la Escocia de entonces va al menos cien años por detrás de Inglaterra y de Europa. Mientras en todas las ciudades costeras los bancos y las bolsas empezaron a florecer con la llegada de la Edad Moderna, aquí, como en los días bíblicos, la riqueza se sigue midiendo en tierra y ovejas; diez mil posee Jacobo V, el padre de María Estuardo, son todas sus propiedades. No posee un tesoro de la corona, ni un ejército, ni una guardia personal para asegurar su poder, porque no podría pagarlos, y el Parlamento, en el que deciden los lores, jamás concederá a su rey verdaderos medios de poder. Todo lo que este rey posee por encima de la desnuda miseria le ha sido prestado o regalado por sus ricos aliados, Francia y el Papa; cada alfombra, cada gobelino, cada candelabro de sus aposentos y castillos ha sido comprado al precio de una humillación.
Esa eterna pobreza es la úlcera supurante que chupa las energías políticas de Escocia, ese hermoso y noble país. Porque debido a la necesidad y a la codicia de sus reyes, de sus soldados, de sus lores, no pasa de ser la sangrienta pelota con la que juegan las potencias extranjeras. Los que luchan contra el rey y a favor del protestantismo reciben su soldada de Londres, los que lo hacen por el catolicismo y los Estuardo, de París, Madrid y Roma: todas esas potencias extranjeras pagan gustosas y de buen grado por la sangre escocesa. La decisión última sigue vacilando entre las dos grandes naciones, Inglaterra y Francia, por eso este vecino inmediato de Inglaterra es para Francia un compañero insustituible en el tablero de juego. Cada vez que los ejércitos ingleses se abren paso en Normandía, Francia dirige con celeridad ese puñal contra la espalda de Inglaterra; enseguida los escoceses, siempre dispuestos a guerrear, se lanzan contra los border, contra sus auld enimies, e incluso en tiempos de paz constituyen una constante amenaza. Fortalecer militarmente a Escocia es la eterna preocupación de la política francesa, y, por eso, nada más natural que, por su parte, Inglaterra trate de romper ese poder instigando a los lores a constantes rebeliones. De este modo, este desdichado país se convierte en sangriento campo de batalla de una guerra de cien años, que sólo quedará definitivamente decidida en el destino de esta niña, todavía ignorante de lo que le espera.
Es un símbolo espléndidamente dramático que esa lucha comience de hecho en la cuna de María Estuardo. Esta niña aún no puede hablar, pensar, sentir, apenas sus diminutas manecitas se mueven sobre la almohada, cuando ya la política echa mano a su cuerpo sin desarrollar, a su alma ingenua. Porque la fatalidad de María Estuardo es ser eternamente presa de este juego de cálculos. Nunca le será concedido desarrollar sin ser molestada su yo, su ego, siempre estará enredada en la política, siempre será objeto de la diplomacia, juguete de ajenos deseos, reina, pretendiente al trono, aliada o enemiga. Apenas ha llevado el mensajero a Londres las dos noticias juntas de que Jacobo V ha muerto y su hija recién nacida es la heredera y reina de Escocia, cuando Enrique VIII de Inglaterra decide pretender a toda prisa esa valiosa novia para su hijo menor y heredero Eduardo; se dispone como de una mercancía de un cuerpo aún sin terminar, de un alma que aún duerme. Pero la política no cuenta jamás con sentimientos, sino con coronas, países y derechos hereditarios. Para ella no existe el individuo, no cuenta frente a los valores visibles y materiales del juego mundial. De todos modos, en este caso en particular la idea de Enrique VIII de prometer a la heredera de Escocia con el heredero de Inglaterra es una idea razonable e incluso humana. Porque hace ya mucho que esa guerra incesante entre países hermanos ha dejado de tener sentido. Alojados en la misma isla en el océano, protegidos y asediados por el mismo mar, de raza emparentada y similares condiciones de vida, sin duda a los pueblos de Inglaterra y Escocia se les ha impuesto una única tarea: unirse; la Naturaleza ha declarado aquí su voluntad de manera patente. Sólo los celos de las dos dinastías, los Tudor y los Estuardo, siguen siendo un obstáculo a este objetivo último; si se lograse transformar en unión, mediante un matrimonio, la disputa entre las dos casas reales, los comunes descendientes de los Estuardo y los Tudor podrían ser a un tiempo reyes de Inglaterra, Escocia e Irlanda, una Gran Bretaña unida podría participar en una lucha superior: la lucha por la hegemonía en el mundo.
Mas, oh, fatalidad: siempre que, excepcionalmente, aparece en política una idea clara y lógica, su necia puesta en práctica la echa a perder. Al principio, todo parece ir a las mil maravillas. Los lores, a los que rápidamente llenan los bolsillos de dinero, aprueban satisfechos el contrato matrimonial. Pero al astuto Enrique VIII no le basta con un mero pergamino. Ha puesto demasiadas veces a prueba la hipocresía y codicia de estos hombres de honor como para no saber que un contrato jamás les vincula y que, de recibir una oferta superior, estarían dispuestos de inmediato a vender la reina niña al heredero de la corona de Francia. Por eso exige a los negociadores escoceses, como primera condición, la entrega inmediata de la niña a Inglaterra. Pero si los Tudor son desconfiados para con los Estuardo, los Estuardo no lo son menos para con los Tudor, y ante todo la madre de María Estuardo se resiste a ese trato. Educada, siendo una Guisa, en un estricto catolicismo, no quiere entregar a su hija a una fe herética, y no le cuesta mucho trabajo descubrir en el contrato un peligroso escollo. Porque, en un artículo secreto, los negociadores escoceses sobornados por Enrique VIII se han comprometido, en caso de que la niña muriera tempranamente, a actuar en el sentido de que de todos modos «todo el poder y la propiedad del reino» recayeran en Enrique VIII: y este punto es muy discutible. Porque de un hombre que ya ha puesto en el tajo la cabeza de dos de sus esposas cabe esperar que, para hacerse más rápido con una herencia tan importante, haga que la muerte de esa niña se anticipe y no sea del todo natural; así que la reina, madre cuidadosa, rechaza la entrega de su hija a Londres. La petición de mano casi se convierte en guerra. Enrique VIII envía tropas a apoderarse por la fuerza de la valiosa prenda, y su orden al ejército da una cruel imagen de la desnuda brutalidad de aquel siglo:
Es la voluntad de Su Majestad que todo sea exterminado por el fuego y la espada. Quemad Edimburgo y arrasadla en cuanto hayáis cogido y saqueado cuanto podáis…, saquead Holyrood y cuantas ciudades y pueblos deseéis en torno a Edimburgo, saquead y quemad y someted Leith y todas las demás ciudades, exterminad sin compasión a hombres, mujeres y niños allá donde se os oponga resistencia.
Como una horda de hunos, las bandas armadas de Enrique VIII cruzan las fronteras. Pero en el último momento la madre y la niña son puestas a salvo en el fuerte castillo de Stirling, y Enrique VIII tiene que conformarse con un tratado en el que Escocia se compromete a entregar a Inglaterra a María Estuardo (que sigue siendo negociada y vendida como un objeto) el día en que cumpla los diez años.
Una vez más, todo parece dispuesto del modo más feliz. Pero la política es en todas las épocas la ciencia del contrasentido. Le repugnan las soluciones sencillas, naturales, razonables; las dificultades son su mayor placer, la disputa, su elemento. Pronto el partido católico pone en marcha ocultas maquinaciones acerca de si la niña—que aún no sabe más que balbucear y reír—no debería ser adjudicada al hijo del rey francés en vez de al del inglés, y cuando Enrique VIII muere la inclinación a observar el tratado es ya muy escasa. Pero ahora el regente de Inglaterra, Somerset, exige en nombre del rey menor Eduardo la entrega a Londres de la novia niña, y como Escocia opone resistencia hace enviar un ejército para que los lores escuchen el único lenguaje que entienden: la violencia. El 10 de septiembre de 1547, en la batalla—o más bien matanza—de Pinkie Cleugh, el poder escocés es aplastado, más de diez mil muertos cubren el campo. María Estuardo aún no ha cumplido cinco años, y ya se han derramado ríos de sangre a causa suya.
Ahora Escocia está abierta, indefensa, para Inglaterra. Pero ya queda poco que robar en el saqueado país; para los Tudor, sólo tiene una cosa de valor: esa niña, que encarna en su persona la corona y sus derechos. Pero, para desesperación de los espías ingleses, María Estuardo ha desaparecido sin dejar rastro del castillo de Stirling; nadie, ni en los círculos de mayor confianza, sabe dónde la tiene escondida la reina madre. Porque el nido protector ha sido escogido de forma insuperable: de noche y en el mayor de los secretos, servidores de entera confianza han llevado a la niña al monasterio de Inchmahome, situado en una pequeña isla en el lago de Menteith, oculto en un lugar inaccesible «dans le pays des sauvages», como dice el embajador francés. Ninguna senda conduce a ese romántico lugar: hay que llevar en un bote la valiosa carga hasta la orilla de la isla, donde la guardarán personas devotas que jamás abandonan el convento. Allí, en total clandestinidad, apartada del agitado e inquieto mundo,...

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