Saludos, mis generosos lectores:
¿Es posible ser generoso con lo ajeno? Por cierto que no. Pero, ¿qué es lo propio en sentido estricto? En el mejor de los casos, solo el tiempo de nuestras vidas. ¿Qué otro sentido básico pudiera tener la propiedad privada? Este concepto, en los últimos dos siglos y medio, permitió el “progreso de la opulencia”. Su entendimiento requiere una urgente reformulación para adecuarlo a la actual “era digital”. Por eso califico de “generosos” a quienes tomáis de vuestro tiempo para leer lo que sigue.
Este librito está basado en una conferencia que dicté el nueve de enero de este año titulada “Origen y TRANSfiguración de la universidad chilena entre 1622 y 2019”. Ahora lo ofrezco a un público más amplio y en términos que ubican la reflexión sobre sus transformaciones, logros y posverdades que difunde en un marco que es también más amplio: una elucidación desde el pluralismo del fin, objetivo o propósito de toda educación. Pretendo contribuir a superar la principal limitación que estimo sufre la institución universitaria en el mundo actual: el sonambulismo. Y a mitigar sus terribles consecuencias en la población que recibe educación formal en todos los niveles.
Agradezco al señor Rector de la Universidad de Chile y, también, a su predecesor por alentarme en este trabajo, que comenzó en 2006, cuando el Senado Universitario (cuyos primeros integrantes lo eligieron a él como vicepresidente y a mí como secretario), persuadido de no es posible normar una universidad sin conocer su historia, acordó crear una comisión para investigar acerca del origen de la corporación. Y, también, por haber hecho posible la publicación de este librito. Reconozco el aporte de múltiples conversaciones, sugerencias e informaciones que, a lo largo de los años, hicieran mis colegas (en particular el profesor Patricio Aceituno Gutiérrez, antiguo decano de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas), quienes intentan también vivir el pluralismo como principio orientador nuestro, según ordena la ley. Y las ácidas pero certeras observaciones de mis alumnos ayudantes ad honorem. Así pude “desempeorar” mucho dicho texto (voz que introduzco para señalar una mejoría en algo que, sin embargo, seguirá siendo susceptible de mejoría).
Las universidades están hoy a cargo, por resumir mi tesis en una metáfora, de la academia sonámbula. Este fenómeno va más allá de los ámbitos chileno, latinoamericano e iberoamericano. Aflige incluso a las dos universidades occidentales de habla inglesa con las más largas y fructíferas trayectorias. Según el diccionario, el sonámbulo, a pesar de no estar en vigilia, es capaz de ejecutar “algunas funciones correspondientes a la vida de relación exterior”.
¿Y cuáles son las funciones de la institución universitaria? Las universidades se presentan ante las sociedades que sirven como responsables de preservar, transmitir y aumentar el conocimiento con el propósito tácito de formar personas honestas, documentadas, rigurosas, imaginativas, agradecidas y generosas al tiempo que certifican el nivel alcanzado por cada uno de sus alumnos con grados académicos y títulos profesionales.
Sin embargo, las corporaciones universitarias hoy, en el mejor de los casos, ejercen solo dos de estas funciones: transmiten el conocimiento gracias a la información que entregan en sus actividades docentes, así como con la curiosidad y el rigor analítico que éstas despiertan en (al menos algunos de) los alumnos. Y también incrementan el conocimiento, gracias a los logros de (al menos algunos de) sus profesores en investigación. Pero la academia sonámbula está inmersa por completo en tibias aguas que adormecen. Esto es, las crecientes exigencias burocráticas que asuelan la vida de los profesores (la programación, ejecución y rendición de cuentas de múltiples actividades de docencia e investigación, para no hablar de la búsqueda de financiamiento para proyectos). Por ese y otros motivos de corte histórico que he examinado en un librito anterior, han olvidado que la educación supone también preservar el conocimiento. Los profesores universitarios, en general, no cultivan ni valoran ni la filosofía ni la historia, ni siquiera la historia de las instituciones particulares a las que dicen consagrar sus vidas (laborales).
¿Qué hay de sorprendente aquí? Nada, al menos en el caso del 90% de las universidades chilenas, las “novísimas” universidades privadas (recojo el término de mi colega Bernardino Bravo Lira, Premio Nacional de Historia). Para comenzar, por dos motivos. Porque tales corporaciones tienen, las más antiguas, poco más de treinta años. Es decir, tienen aún una historia incipiente. Y, también, por la entumecedora precariedad contractual de la mayoría de sus profesores, que solo genera un sentimiento de comunidad frágil entre ellos y gran indiferencia en sus relaciones con los estudiantes.
Respecto del interés en la historia de las universidades, la situación es aún peor en las dos corporaciones que sí cuentan con trayectorias más que centenarias. Pero, antes de exponer por qué, debo despejar un asunto previo. Porque hay una tercera sede de la institución universitaria chilena que, a partir de la última década del siglo 20, y por causas de las que “no quiero acordarme”, comenzó también a reclamar para sí una historia más que centenaria, situación que corresponde despachar de inmediato.
Si bien la raíz más antigua de dicha corporación es la Escuela de Artes y Oficios de Santiago, que fundó el presidente Manuel Bulnes Prieto en 1848 en el entonces camino de Chuchunco (hoy avenida Ecuador), solo un siglo más tarde, una vez amalgamada con otras escuelas técnicas por el presidente don Gabriel González Videla, que ésta se transformó en la Universidad Técnica del Estado, recién en 1947. Es decir, más allá de los sucesivos cambios de nombre, solo corresponderá a la actual Universidad de Santiago de Chile celebrar su primer siglo de existencia como universidad en 2047.
Ahora bien, en las dos corporaciones que sí tienen más de un siglo concediendo grados académicos y títulos profesionales en el Valle Central, según mostraré en el ensayo que sigue, la inmensa mayoría de los profesores se contenta con burdas “noticias falsas” respecto de su propia historia. Noticias que han surgido (como todas las demás noticias falsas) de motivaciones políticas que, en este caso, han ido quedando sepultadas en el olvido desde que en 1925 la República de Chile y la Iglesia Católica Apostólica Romana acordaran divorciarse.
Quien desconoce el pasado –es decir, quien no está familiarizado con los textos que informan, interpretan y debaten acerca de lo que ya ha ocurrido y que defienden los diversos puntos de vista– nunca podrá ser agradecido, que es el primer rasgo de la persona educada. A saber, la disposición a conocer, reconocer y agradecer, para comenzar, lo que debemos a quienes nos precedieron en la existencia (como se dice en inglés, los elders and betters, esto es, los mayores y mejores) y luego los coetáneos e instituciones de quienes uno también recibió beneficios. Las más antiguas sociedades humanas, aún antes de la invención de la escritura hace seis mil años, ya lo sabían.
¿Quién no ha oído hablar del culto de los muertos o de los antepasados? Estos rituales renovaban el lazo, forjado por la gratitud, entre las personas que entonces estaban vivas con quienes vivieron antes y que crearon las condiciones que permitían a sus descendientes disfrutar de una vida mejor. En el Talmud, el tratado jurisprudencial rabínico escrito en arameo, encontramos encontramos un relato, una historia, un “cuento de hadas” que ilumina este punto.
Un anciano planta un tamarindo, un árbol frutal de muy lento crecimiento. Al verlo, un pasante le pregunta para qué lo hace, si él no alcanzará a cosechar sus frutos. El anciano responde sonriendo que, durante toda su vida, comió la fruta cosechada de árboles que no plantó. ¿Qué imagen podría hacer mejor justicia que ésta al sentido de la educación? La academia sonámbula hace clases e investiga, pero está dormida. Desprecia la historia y la filosofía. No quiere mirar atrás. ¿Será por temor de convertirse en un pilar de sal, como ocurrió con la mujer de Lot?
¿Cuáles son las causas últimas de este fenómeno? Tengo para mí que, como se decía en tiempos de la guerra fría, estamos frente a una troika. Primero, la inédita creación de riqueza material propia de la modernidad (el tiempo histórico que ya pasó) y propia también del tiempo que estamos viviendo a partir de 1989, al que, con otros, prefiero denominar la era digital, un asunto que abordé por primera vez hace algo más de un lustro y en un librito anterior, Enriquecerse tampoco es gratis. Educación, modernidad y mercado.
He aquí la paradoja en el corazón de nuestros tiempos: la coincidencia de la mayor creación y concentración de riqueza material en la historia humana (la profecía de Marx que sí acertó) con la mayor pobreza espiritual, intelectual o educacional en los sectores dirigentes de las sociedades más ricas en términos materiales. La segunda causa del sonambulismo en la academia es la indiferencia casi completa entre los profesores por elucidar cuál sea, en un sentido abstracto pero capaz de orientar los distintos ámbitos y niveles, el objetivo último de la educación. ¿Cómo pudiera alguien liderar la formulación de políticas públicas en educación y evaluar su ejecución o, aún más importante en mi concepto, formar a la juventud, sin tener luces respecto de este asunto?
Por último, la academia sonámbula surge de una tercera causa: la creciente “profesionalización” de las actividades universitarias, esto es, su sometimiento al lecho de Procusto, un artilugio diseñado por ingenieros comerciales ignorantes, sádicos e insolentes que administran el actual modelo economicista cuantitativo. Esto es, quienes homologan la producción académica indexada con la producción material, como si la actividad universitaria tuviera una esencia comercial. Esta tendencia, la creciente comercialización de las relaciones humanas (incluida la actividad académica), se agudizó a partir de la segunda mitad del siglo 20. Fue la consecuencia última de un triunfo bélico, seguido de otro “frío” o...