Los Escogidos
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Los Escogidos

Elena G. de White, Natalia Jonas, Eduardo Kahl Fichtenberg

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Los Escogidos

Elena G. de White, Natalia Jonas, Eduardo Kahl Fichtenberg

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El enemigo salió como vencedor del Jardín del Edén –así pensaba él. Satanás tuvo éxito en convencer a un tercio de los ángeles celestiales para que se convirtieran en enemigos de Dios. Después logró llevar a los primeros padres a desobedecer a Dios. Estaba teniendo éxito en su empresa. A partir de entonces, el dolor, el sufrimiento y la muerte se diseminarían por el mundo. Sin embargo, no sería así para siempre. Un Redentor tomaría sobre sí la penalidad que los seres humanos merecíamos. El propio Dios se convertiría en "uno de nosotros", pero sin pecado. Jesús pagaría tu pena y la mía para que pudiésemos heredar la vida eterna. ¡Vendría un Redentor! El plan había sido trazado antes de la creación del mundo. Ahora llegaría el momento de ponerlo en acción. Diso escogió algunos seguidores, imperfectos, pero dispuestos a ser enseñados, a fin de llevar el mensaje: Noé, Enoc, Abraham, Jacob, Moisés, David y otros. Desde el primer día en que el pecado entró en nuestro mundo, el amor y la gracia de Dios han guerreado contra él. Lo que Satanás pensó que sería una victoria fue, en verdad, el inicio de la derrota. El primer día del pecado en la Tierra marcó definitivamente el inicio del fin para Satanás y el pecado.

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Información

Año
2019
ISBN
9789877980639

Capítulo 1

El origen del mal

“Dios es amor”. Su naturaleza, su Ley, es amor. Lo ha sido siempre, y lo será para siempre. Cada manifestación del poder creador es una expresión del amor infinito. La historia del gran conflicto entre el bien y el mal, desde que comenzó en el cielo, es también una demostración del inmutable amor de Dios.
El Soberano del universo no estaba solo en su obra de beneficencia. Tuvo un asociado; un colaborador que podía apreciar sus propósitos, y que podía compartir su regocijo al brindar felicidad a los seres creados (ver Juan 1:1, 2).
Cristo, el Verbo, era uno con el Padre eterno en naturaleza, en carácter y en propósito. “Y se le darán estos nombres: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”. “Sus orígenes se remontan hasta la antigüedad, hasta tiempos inmemoriales” (Isa. 9:6; Miq. 5:2).
El Padre obró por medio de su Hijo en la creación de todos los seres celestiales. “Porque por medio de él fueron creadas todas las cosas [...], sean tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por medio de él y para él” (Col. 1:16). Los ángeles son ministros de Dios, que se apresuran a ejecutar la voluntad de Dios. Pero el Hijo, “la fiel imagen de lo que él es”, “el resplandor de la gloria de Dios” y “el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa” (Heb. 1:3), tiene la supremacía sobre todos ellos.
Dios desea de todas sus criaturas el servicio por amor, servicio que brota de un aprecio de su carácter. No halla placer en una obediencia forzada; y a todos otorga libre albedrío para que puedan rendirle un servicio voluntario.
Mientras todos los seres creados reconocieron la lealtad del amor, hubo perfecta armonía en el universo de Dios. No había nota de discordia que echara a perder las armonías celestiales. Pero se produjo un cambio en ese estado de felicidad. Hubo uno que pervirtió la libertad que Dios había otorgado a sus criaturas. El pecado se originó en aquel que, después de Cristo, había sido el más honrado por Dios y el más exaltado en poder y en gloria entre los habitantes del cielo. Lucifer, el “hijo de la mañana” (Isa. 14:12), era santo e inmaculado. “Así dice el Señor omnipotente: ‘Eras un modelo de perfección, lleno de sabiduría y de hermosura perfecta. Estabas en Edén, en el jardín de Dios, adornado con toda clase de piedras preciosas [...]. Fuiste elegido querubín protector, porque yo así lo dispuse. Estabas en el santo monte de Dios, y caminabas sobre piedras de fuego. Desde el día en que fuiste creado tu conducta fue irreprochable, hasta que la maldad halló cabida en ti’ ” (Eze. 28:12-15).
Poco a poco Lucifer llegó a albergar el deseo de exaltarse a sí mismo. Las Escrituras dicen: “A causa de tu hermosura te llenaste de orgullo. A causa de tu esplendor, corrompiste tu sabiduría” (vers. 17). “Decías en tu corazón: [...] ¡Levantaré mi trono por encima de las estrellas de Dios! [...] Seré semejante al Altísimo” (Isa. 14:13, 14). A pesar de ser el ángel que recibía más honores entre las huestes celestiales, se aventuró a codiciar el homenaje que solo debe darse al Creador. Este príncipe de los ángeles aspiraba al poder que solo era un privilegio de Cristo.
Ahora la perfecta armonía del cielo estaba quebrada. Reunidos en concilio celestial, los ángeles debatieron con Lucifer. El Hijo de Dios presentó ante él la bondad y la justicia del Creador, y la naturaleza sagrada e inmutable de su Ley. Al separarse de ella, Lucifer deshonraría a su Creador y acarrearía la ruina sobre sí mismo. Pero la amonestación, hecha con misericordia y amor infinitos, solo despertó un espíritu de resistencia. Lucifer permitió que su envidia hacia Cristo prevaleciese, y se volvió más obstinado.
El Rey del universo convocó a los ejércitos celestiales a comparecer ante él, con el fin de que en su presencia él pudiese manifestar cuál era la verda­dera posición de su Hijo y mostrar cuál era la relación que él mantenía con todos los seres creados. El Hijo de Dios compartió el trono del Padre, y la gloria del eterno, del Único que existe por sí mismo, cubrió a ambos. Alrededor del trono se congregaron los santos ángeles, “millones de millones” (Apoc. 5:11). Ante los habitantes del cielo, el Rey declaró que ninguno, excepto Cristo, podía penetrar plenamente en sus designios y llevar a cabo los grandes propósitos de su voluntad. Cristo aun habría de ejercer el poder divino en la Creación de la Tierra y sus habitantes.

La batalla en el corazón de Lucifer

Los ángeles reconocieron gozosamente la supremacía de Cristo y, postrándose ante él, le rindieron su amor y adoración. Lucifer se inclinó con ellos, pero en su corazón se libraba un extraño y feroz conflicto. La verdad, la justicia y la lealtad luchaban contra los celos y la envidia. La influencia de los santos ángeles pareció por algún tiempo arrastrarlo con ellos. Mientras se elevaban himnos de alabanza, el espíritu del mal parecía vencido; indecible amor conmovía su ser entero; su alma se llenó de amor por el Padre y el Hijo. Pero de nuevo volvió su deseo de supremacía, y una vez más dio cabida a su envidia de Cristo. Los altos honores conferidos a Lucifer no produjeron gratitud alguna hacia su Creador. Se jactaba de su esplendor y exaltación, y aspiraba a ser igual a Dios. Los ángeles se deleitaban en cumplir sus órdenes, y estaba dotado de más sabiduría y gloria que todos ellos. Sin embargo, el Hijo de Dios ocupaba una posición más exaltada que él. “¿Por qué –se preguntaba el poderoso ángel– debe Cristo tener la supremacía?”
Lucifer salió a difundir el espíritu de descontento entre los ángeles. Por algún tiempo ocultó sus verdaderos propósitos bajo una aparente reverencia hacia Dios. Comenzó por insinuar dudas acerca de las leyes que gobernaban a los seres celestiales, sugiriendo que los ángeles no necesitaban semejantes restricciones, porque su propia sabiduría bastaba para guiarlos: ellos no eran seres que pudieran acarrear deshonra a Dios; todos sus pensamientos eran santos, y errar era tan imposible para ellos como para Dios mismo. La exaltación del Hijo de Dios como igual con el Padre fue presentada como una injusticia hacia Lucifer. Si este príncipe de los ángeles pudiese alcanzar su verdadera y elevada posición, ello redundaría en grandes beneficios para toda la hueste celestial; pues era su objetivo asegurar la libertad para todos. Tales fueron los sutiles engaños que por medio de las astucias de Lucifer cundían rápidamente por los atrios celestiales.
La verdadera posición del Hijo de Dios había sido la misma desde el principio. Sin embargo, muchos ángeles fueron cegados por los engaños de Lucifer. Había inculcado tan insidiosa­mente en su mente su propia desconfianza y descontento, que su influencia no fue discernida. Lucifer había presentado los designios de Dios torcida y erróneamente con el fin de producir disensión y descontento. Mientras aseveraba tener perfecta lealtad hacia Dios, insistía en que era necesario que se hiciesen cambios para la estabilidad del gobierno divino. Mientras secretamente fomentaba discordia y rebelión, con pericia consumada aparentaba que su único fin era promover la lealtad y preservar la armonía y la paz.
Aunque no había rebelión abierta, imperceptiblemente aumentó la división de opiniones entre los ángeles. Algunos recibían favorablemente las insinuaciones de Lucifer. Estaban descontentos y les desagradaba el propósito de Dios de exaltar a Cristo. Pero los ángeles que permanecieron leales y fieles apoyaron la sabiduría y la justicia del decreto divino. Cristo era el Hijo de Dios; había sido uno con el Padre antes que los ángeles fuesen creados. Siempre estuvo a la diestra del Padre. ¿Por qué ahora debía haber discordia?
Dios soportó por mucho tiempo a Lucifer. El espíritu de descontento era un elemento nuevo, extraño, inexplicable. Lucifer mismo no veía el alcance de su extravío. Para convencerlo de su error, se hizo cuanto esfuerzo podían sugerir la sabiduría y el amor infinitos. Se le hizo ver cuál sería el resultado si persistía en su rebeldía.
Lucifer quedó convencido de que se hallaba en el error. Vio que “justo es Jehová en todos sus caminos, y misericordioso en todas sus obras” (Sal. 145:17); que los estatutos divinos son justos, y que debía reconocerlos como tales ante todo el cielo. De haberlo hecho, podría haberse salvado a sí mismo y a muchos ángeles. Si hubiese querido volver a Dios, reconociendo la sabiduría del Creador y conformándose con ocupar el lugar que se le asignara en el gran plan de Dios, habría sido restablecido en su cargo. Había llegado el momento de hacer una decisión final; debía someterse completamente a la soberanía divina o colocarse en abierta rebelión. Casi decidió volver sobre sus pasos, pero el orgullo se lo impidió. Era un sacrificio demasiado grande, para quien había sido honrado tan altamente, tener que confesar que había errado.
Lucifer señaló la longanimidad de Dios como una prueba evidente de su propia superioridad, una indicación de que el Rey del universo aún accede­ría a sus exigencias. Si los ángeles se mantenían firmes de su parte, dijo, aún podrían conseguir todo lo que deseaban. Se dedicó de lleno al gran conflicto contra su Creador. Así fue como Lucifer, el “portaluz”, se convirtió en Satanás, el “adversario” de Dios y de los seres santos.
Rechazando con desdén los argumentos y las súplicas de los ángeles leales, los tildó de esclavos engañados. Nunca más reconocería la supremacía de Cristo. Había decidido reclamar el honor que se le debía haber dado; y prometió a quienes entrasen en sus filas un gobierno nuevo y mejor, bajo el cual todos gozarían de libertad. Gran número de ángeles manifestó su decisión de aceptarlo como su líder. Esperaba atraer a su lado a todos los ángeles, hacerse igual a Dios mismo y ser obedecido por toda la hueste celestial.
Los ángeles leales volvieron a ­instar a Satanás y a sus simpatizantes a some­terse a Dios; les presentaron el resultado inevitable en caso de rehu­sarse. Advirtieron y aconsejaron a todos que hiciesen oídos sordos a los razonamientos engañosos de Lucifer, e instaron a él y a sus seguidores que buscaran sin demora la presencia de Dios y confesaran el error de cuestionar la sabiduría y la autoridad divinas.
Muchos estuvieron dispuestos a arrepentirse de su deslealtad, y a pedir que se les admitiese de nuevo en el favor del Padre y del Hijo. Pero Lucifer declaró entonces que los ángeles que se le habían unido habían ido demasiado lejos para retroceder; Dios no los perdonaría. En cuanto a él se refería, estaba dispuesto a no reconocer nunca más la autoridad de Cristo. La única salida que les quedaba era declarar su libertad, y obtener por medio de la fuerza los derechos que no se les había querido otorgar.
Dios permitió que Satanás siguiese con su obra hasta que el espíritu de descontento resultara en una rebelión activa. Era necesario que sus planes se desarrollasen en toda su plenitud, para que su verdadera naturaleza pudiera ser vista por todos. El gobierno de Dios incluía no solo los habitantes del cielo, sino también los de todos los mundos que había creado; y Lucifer llegó a la conclusión de que si pudiera arrastrar a los ángeles celestiales en su rebelión, también podría arrastrar a todos los mundos. Todo cuanto hacía estaba tan revestido de misterio que era muy difícil exponer la verdadera naturaleza de su obra. Aun los ángeles leales no podían discernir bien su carácter, ni ver a dónde se encaminaba su obra. Cubría de misterio todo lo sencillo, y por medio de astuta perversión ponía en duda las declaraciones más claras de Dios. Y su elevada posición daba mayor fuerza a sus pretensiones.

Por qué Dios no destruyó a Satanás

Dios podía emplear solo aquellos medios que fuesen compatibles con la verdad y la justicia. Satanás podía valerse de medios que Dios no podía usar: la adulación y el engaño. Por tanto, era necesario demostrar ante los habitantes del cielo y de todos los mundos que el gobierno de Dios es justo, y su Ley, perfecta. Satanás había fingido que procuraba fomentar el bien del universo. El verdadero carácter del usurpador y su verdadero objetivo debían ser comprendidos por todos. Debía dársele tiempo suficiente para que se revelase por medio de sus propias obras inicuas.
Todo lo malo, decía, era resultado de la administración divina. Alegaba que su propósito era mejorar los estatutos de Jehová. Por consiguiente, Dios le permitió demostrar la naturaleza de sus pretensiones para que se viese el resultado de los cambios que él proponía hacer en la Ley divina. Su propia labor habría de condenarlo. El universo entero debía ver al engañador desenmascarado.
Aun cuando Satanás fue arrojado del cielo, la Sabiduría infinita no lo aniquiló. La lealtad de sus criaturas debe basarse en la convicción de su justicia y benevolencia. Los habitantes del cielo y de los mundos no podrían haber discernido la justicia de Dios en la destrucción de Satanás. Si se lo hubiese suprimido inmediatamente, algunos habrían servido a Dios por temor más bien que por amor. La influencia del engañador no habría sido destruida totalmente, ni se habría extirpado por completo el espíritu de rebelión. Por el bien del universo entero a través de los siglos sin fin, era necesario que Satanás desarrollase más ampliamente sus principios, para que todos los seres creados pudiesen reconocer la naturaleza de sus acusa­ciones contra el gobierno divino, y para que la justicia y la misericordia de Dios y la inmutabilidad de su Ley quedasen establecidas para siempre más allá de todo cuestionamiento.
La rebelión de Satanás habría de ser una lección para el universo a través de todos los siglos venideros; un testimonio perpetuo acerca de la naturaleza del pecado y sus terribles consecuencias. De esta manera la historia de este terri­ble experimento de rebelión iba a ser una perpetua salvaguardia para todos los seres santos, para prevenirlos de ser engañados acerca de la naturaleza de la transgresión.
“Él es la Roca, sus obras son perfectas, y todos sus caminos son justos. Dios es fiel; no practica la injusticia. Él es recto y justo” (Deut. 32:4).

Capítulo 2

La Creación

Este capítulo está basado en Génesis 1 y 2.
“Por la palabra del Señor fueron creados los cielos, y por el soplo de su boca, las estrellas [...]. Porque él habló, y todo fue creado; dio una orden, y todo quedó firme” (Sal. 33:6, 9).
Cuando salió de las manos del Creador, la tierra era sumamente hermosa. La tierra fértil producía por doquiera una exuberante vegetación verde. No había repugnantes pantanos ni desiertos estériles. Agraciados arbustos y delicadas flores saludaban la vista por dondequiera. El aire era claro y saludable. El paisaje entero sobrepujaba en hermosura los adornados jardines del más suntuoso palacio.
Una vez que la tierra con su abundante vida vegetal y animal fuera llamada a la existencia, se introdujo en el escenario al hombre, corona de la obra del ­Creador. “Y dijo: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza. Que tenga dominio sobre [...] los animales [...]’. Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó” (Gén. 1:26, 27).
Aquí se expone con claridad el origen de la raza humana. Dios creó al hombre a su propia imagen. No existe fundamento alguno para la suposición de que el hombre llegó a existir mediante un lento proceso evolutivo de las formas inferiores de la vida animal o vegetal. En la Palabra inspirada, los orígenes de nuestra raza no se remontan al desarrollo de gérmenes, moluscos o cuadrúpedos, sino al gran Creador. Aunque Adán fue formado del polvo, era “hijo de Dios” (Luc. 3:38).
Las categorías de seres más inferiores no pueden comprender ni reconocer la soberanía de Dios; sin embargo, estos fueron creados con la capacidad de amar y servir al hombre. “Lo entronizaste sobre la obra de tus manos, todo lo sometiste a su dominio; [...] todos los animales del campo, las aves del cielo” (Sal. 8:6-8).
Solo Cristo es “la fiel imagen” del Padre (Heb. 1:3); pero el hombre fue formado a semejanza de Dios. Su naturaleza estaba en armonía con la voluntad de Dios. Su mente era capaz de comprender las cosas divinas. Sus afectos eran puros; sus apetitos y pasiones estaban bajo el dominio de la razón. Era santo y se sentía feliz de llevar la imagen de Dios y de andar en perfecta obediencia a la voluntad divina.
Cuando el hombre salió de las manos de su Creador, su semblante brillaba con la luz y el regocijo de la vida. La estatura de Adán era mucho mayor que la de los hombres que habitan la Tierra en la actualidad. Eva era algo más baja de estatura que Adán; no obstante, su forma era noble y plena de belleza. La inmaculada pareja no llevaba vestiduras artificiales; estaban vestidos con una envoltura de luz y gloria, como la que llevan los ángeles.

La primera boda

Después de la creación de Adán, “Dios el Señor dijo: ‘No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada’ ” (2:18). Dios mismo dio a Adán una compañera. Le proveyó de una “ayuda adecuada”, una persona apropiada para ser su compañera y que podría ser una sola cosa con él en amor y simpatía. Eva fue creada de una costilla tomada del costado de Adán. Ella no debía dominarlo como cabeza, ni tampoco debía ser pisada bajo sus pies como inferior, sino que debía estar a su lado como su igual, para ser amada y protegida por él. Ella era su segundo yo, lo que dejaba en evidencia la unión ínti­­ma que debía existir en esa relación. “Pues nadie ha odiado jamás a su propio cuerpo; al contrario, lo alimenta y lo cuida” (Efe. 5:29). “Por eso el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos se funden en un solo ser” (2:24).
“Honroso es en todos el matrimonio” (Heb. 13:4, RVR). Es una de las dos instituciones que, después de la caída, llevó Adán consigo al salir del paraíso. Cuando se reconocen y obedecen los principios divinos en esta relación, el matrimonio es una bendición: salvaguarda la felicidad y la pureza de la raza, y eleva su naturaleza física, intelectual y moral.
“Dios el Señor plantó un jardín al oriente del Edén, y allí puso al hombre que había formado” (2:8). En ese huerto había árboles de toda variedad, muchos de ellos cargados de fragantes y deliciosas frutas. Había vides hermosas, plantas trepadoras, que presentaban un aspecto agradable y hermoso con sus ramas inclinadas bajo el peso de tentadora fruta. El trabajo de Adán y Eva consistía en adaptar las ramas de las vides para formar glorietas, haciendo así su propia morada con árboles vivos cubiertos de follaje y frutos. En medio del huerto estaba el árbol de la vida, que superaba en gloria a todos los demás árboles. Sus frutos tenían el poder de perpetuar la vida.
“Así quedaron terminados los cielos y la tierra, y todo lo que hay en ellos”. “Dios miró todo lo que había hecho, y consideró que era muy bueno” (2:1; 1:31). Ninguna mancha de pecado o sombra de muerte desfiguraba la bella Creación. “Alababan todas las estrellas del alba, y se regocijaban todos los hijos de Dios” (Job 38:7, RVR).

La bendición del sábado

La gran obra de la Creación fue realizada en seis días. “Al llegar el séptimo día, Dios descansó porque había terminado la obra que había emprendido. Dios bendijo el séptimo día, y lo santificó, porque en ese día descansó de toda su obra creadora” (2:2, 3). Todo era perfecto, digno de su divino Autor, y él descansó, no como quien estuviera fatigado, sino satisfecho con los frutos de su sabiduría y bondad.
Después de descansar el séptimo día, Dios lo apartó, como un día de descanso. Siguiendo el ejemplo del Creador, el hombre debía reposar durante ese día sagrado, para que pudiese reflexionar sobre la grandiosa obra de la Creación de Dios y su corazón se llenase de amor y reverencia hacia su Hacedor.
El sábado fue confiado a toda la familia humana. Su observancia debía ser un acto de agradecido reconocimiento de que Dios era su Creador y su legítimo Soberano; de que ellos eran la obra de sus manos y los súbditos de su autoridad.
Dios vio que el sábado era esencial para el hombre, aun en el paraíso. Necesitaba dejar a un lado sus propios intereses y actividades durante un día de cada siete. Necesitaba el sábado para que le recordase de Dios y despertase su gratitud, pues todo lo que disfrutaba procedía de la mano del Creador.
Dios diseñó el sábado para que dirija la mente de los hombres hacia la contemplación de sus obras creadas. La belleza que viste la tierra es una demostración del amor de Dios. Las colinas eternas, los árboles corpulentos, los capullos que se abren y las delicadas flores, todo nos habla de Dios. El sábado, señalando hacia el que lo creó todo, manda a los hombres que abran el gran libro de la naturaleza y escudriñen allí la sabiduría, el poder y el amor del Creador.
Nuestros primeros padres, a pesar de que fueron creados inocentes y santos, no fueron colocados fuera de la posibilidad de pecar. Dios los hizo entes morales libres, y les dejó plena libertad para prestarle o negarle obediencia. Pero antes de darles segu­ridad eterna, era necesario que su lealtad fuese probada. En el mismo principio de la existencia del hombre se le puso freno al egoísmo, la pasión fatal que fue el fun...

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