¿Por qué ha fracasado el liberalismo?
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¿Por qué ha fracasado el liberalismo?

Patrick Deneen

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¿Por qué ha fracasado el liberalismo?

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Escrito antes de la victoria de Trump, o del Brexit, señala los síntomas de una crisis del orden liberal, que podría cuajar en alternativas peligrosas. El liberalismo ha fracasado... porque ha triunfado. Por eso, la solución a los males de nuestro tiempo no está en "más liberalismo", aunque tampoco en una vuelta nostálgica al pasado. El New York Times o The Economist han puesto a Deneen en el centro de este debate porque dibuja en trazos certeros los fundamentos de la visión del hombre y de la sociedad propia de la filosofía liberal, su individualismo y su estatismo. Se abordan los problemas de la democracia liberal, pero también la crisis de las humanidades, el vigente paradigma tecnocrático y su impacto en la ecología, los retos de una economía injusta, etc., y algunas pautas para lograr un liberalismo genuino.

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1.
EL LIBERALISMO INSOSTENIBLE
EL MÁS HONDO COMPROMISO DEL LIBERALISMO queda recogido en su propio nombre: la libertad. Si el liberalismo se ha mostrado tanto atractivo como sólido ha sido gracias a este compromiso nuclear con ese anhelo de libertad tan profundamente radicado en el alma humana. El auge histórico y el atractivo global del liberalismo no es precisamente fruto del azar: ha apelado desde siempre y especialmente a las personas más sometidas al dominio de lo arbitrario, a la desigualdad y la injusticia, y a la pobreza más contumaz. Ninguna otra filosofía política ha probado en la práctica que podía contribuir a la prosperidad, proporcionar una relativa estabilidad política con tanta regularidad y predictibilidad. Existía pues una base plausible para que, en 1989, Francis Fukuyama pudiese declarar que el largo debate sobre qué régimen era el ideal había terminado, y que el liberalismo era la estación de llegada de la historia.
El liberalismo no descubrió, por supuesto, ni inventó el anhelo humano de libertad: la palabra libertas tiene un origen antiguo, y su defensa y realización ha sido uno de los objetivos primarios desde las primeras incursiones en la filosofía política en las antiguas Grecia y Roma. Los textos fundacionales de la tradición política occidental se concentraban especialmente en la cuestión de cómo contener la propensión a la tiranía y sus casos reales; la respuesta característica incluía el cultivo de la virtud y el autodominio como las claves correctivas contra la tentación tiránica. Los griegos, en especial, contemplaban el autogobierno como una continuo que iba del individuo a la polis, y que ambos prosperasen dependía de que las virtudes de la templanza, la sabiduría, la moderación y la justicia se sustentaran y promovieran entre sí. El autogobierno en la ciudad solo era posible si la virtud del autogobierno se instalaba en el alma de los ciudadanos; y el autogobierno de los individuos solo podía materializarse en una ciudad que entendiese que la propia ciudadanía era en sí una especie de habituación a la virtud, alcanzada a través de la ley y la costumbre. La filosofía griega subrayó que la paideia, o educación en la virtud, era la vía esencial para prevenir el establecimiento de la tiranía y proteger la libertad de los ciudadanos, aunque estas conclusiones coexistían (si bien a veces con complicaciones) con justificaciones de la inequidad ejemplificada no solamente por llamadas a que mandase un gobernante sabio entre sabios, sino también por la pervivencia de la esclavitud.
La tradición filosófica romana, y después la medieval cristiana, conservó el énfasis de los griegos en el cultivo de la virtud como una defensa central contra la tiranía, pero también desarrolló formas institucionales que buscaban verificar el poder de los líderes mientras abría rutas (a varios niveles) para la expresión informal y a veces formal de la opinión popular acerca de la norma política. Muchas de las formas institucionales de gobierno que hoy asociamos con el liberalismo fueron concebidas y desarrolladas, al menos en sus aspectos básicos, durante los siglos que precedieron a la era moderna, incluyendo el constitucionalismo, la separación de poderes, la distinción entre las esferas de la Iglesia y el Estado, los derechos y la protección frente a las arbitrariedades, el federalismo, el imperio de la ley y el gobierno limitado[1]. La protección de los derechos de los individuos y la creencia en la inviolabilidad de la dignidad humana, si bien no han sido siempre consistentemente reconocidas y practicadas, han sido, pese a todo, logros de la Europa medieval premoderna. Algunos académicos ven al liberalismo simplemente como un desarrollo natural, como la culminación de un pensamiento y una serie de hitos protoliberales alcanzados durante este largo periodo de desarrollo, y no como alguna clase de quiebra radical frente a la premodernidad[2].
Por más que esta postura merezca una consideración respetuosa, dadas las pruebas evidentes de que se dio una conti­nuidad, no dejan de existir posturas adversas, también con un importante aval, que aducen que se produjo una fractura significativa entre la modernidad y la premodernidad; específicamente, afirman que surgió una filosofía política novedosa respecto al modelo anterior premoderno. Por lo demás, las mismas continuidades institucionales y hasta semánticas que se dieron entre la modernidad clásica y cristiana y el periodo moderno, que resultaron en el nacimiento del liberalismo, pueden ser engañosas. La consecución del liberalismo no fue simplemente una enmienda a la totalidad de los esquemas precedentes, sino que, en muchos casos, este alcanzó sus fines redefiniendo términos compartidos y conceptos y, a través de esa redefinición, colonizando instituciones existentes que partían de supuestos antropológicos fundamentalmente distintos.
La libertad fue, en esencia, reconcebida, aunque conservase su nombre. Durante mucho tiempo se pensó que la libertad era la condición para el autogobierno que prevenía contra la tiranía, tanto en el alma de la polis como en la del individuo. De ahí que se pensase que la libertad comprendía disciplina e instrucción en la autolimitación de los deseos, y los correspondientes ajustes sociales y políticos con el fin de inculcar las correspondientes virtudes que fomentasen las artes y el autogobierno. El pensamiento político clásico y cristiano era, según confesión propia, más un «arte» que una «ciencia»: dependía ampliamente de la suerte de ciertas figuras fundacionales inspiradoras, transformadas en hombres de Estado que podían generar ciclos políticos virtuosos que se retroalimentaban, de ahí que reconociese la alta probabilidad de que el declive y la corrupción fuesen una etapa inevitable por la que había de pasar toda institución humana.
Una de las marcas distintivas de la modernidad fue el rechazo de esta perspectiva política que tanto había perdurado. Los ajustes sociales y políticos fueron vistos simultáneamente como inefectivos e indeseables. Las raíces del liberalismo nacen precisamente del intento de superar una variedad de supuestos antropológicos y normas sociales que se había creído que eran fuentes de patologías, esto es, tanto el germen de diversos conflictos como un obstáculo para la libertad individual. Los cimientos del liberalismo fueron establecidos por una serie de pensadores cuyo propósito central era desmontar lo que a su juicio eran normas sociales y religiosas irracionales, con el fin de que se alcanzase la paz social que a su vez promovería la estabilidad y la prosperidad, y eventualmente la libertad de conciencia y acción.
Tres factores principales afianzarían esta revolución en el pensamiento y los actos. Primero, la política se basaría en la fiabilidad de «lo bajo» en vez de en la aspiración de «lo elevado». La apuesta clásica y cristiana por promover la virtud fue rechazada bajo la acusación de ser inefectiva y paternalista, tendente al abuso y digna de toda sospecha. Fue Maquiavelo quien rompió con la aspiración clásica y cristiana de neutralizar las tentaciones tiránicas a través de una educación en la virtud, considerando la tradición filosófica premoderna como una serie ininterrumpida de fantasías poco realistas y fiables acerca de «repúblicas y principados imaginarios que nunca han existido en la práctica y nunca podrían existir; y ello porque la distancia entre cómo se comporta realmente la gente y cómo debería comportarse es tan grande que cualquiera que ignore la realidad diaria para vivir según un ideal descubrirá enseguida que ha sido instruido para destruirse a sí mismo, y no para preservarse[3]». En lugar de promover estándares de conducta que no resultan realistas —especialmente, ponerse límites a uno mismo— y que solo podrían alcanzarse, en el mejor de los casos, del modo más precario, Maquiavelo proponía una filosofía política que tomase pie en conductas humanas tan palmarias y observables como el orgullo, el egoísmo, la avaricia y el afán de gloria. También argumentaba que la libertad y la seguridad política resultarían más accesibles enfrentando unas clases sociales a otras, alentándolas para que se limitasen entre sí a través de un «feroz conflicto» que tuviese por fin proteger sus propios intereses, en vez de apelar noblemente al «bien común» y la concordia política. Reconociendo que el egoísmo y el deseo de bienes materiales de los seres humanos no pueden erradicarse, pueden concebirse maneras de explotar estas motivaciones, en vez de tratar de constreñir o moderar estos deseos.
Segundo, el énfasis que ponían el mundo clásico y el cristianismo en la virtud y el cultivo de la autolimitación y el autodominio descansaba sobre el refuerzo de normas y estructuras sociales ampliamente extendidas en la vida política, religiosa, económica y social. Lo que era visto como un apoyo esencial para el aprendizaje de la virtud —y, por lo tanto, una precondición para que uno estuviese libre de toda tiranía— pasó a contemplarse como una fuente de opresión, arbitrariedad y limitaciones. Descartes y Hobbes, por su parte, sostuvieron que plegarse al gobierno de la irracional costumbre y la tradición no sometida a escrutinio —especialmente a las creencias y prácticas religiosas— daba pie a un dominio arbitrario y a improductivos conflictos intestinos, siendo así pues un obstáculo para que fraguase un régimen estable y próspero. Los dos propusieron contrapesar la presencia de la costumbre y la tradición introduciendo «experimentos mentales» que reducían a las personas a su esencia natural: desnudaban conceptualmente a los seres humanos, despojándolos de aquellos atributos accidentales que nos impiden ver nuestra verdadera naturaleza, con el fin último de que la filosofía y la política pudieran basarse en premisas razonadas y razonables. Ambos expresaron su confianza en una racionalidad más individualista que pudiera desechar las normas sociales y costumbres que se habían mantenido durante tanto tiempo en tanto guías para la acción, y ambos creyeron que las potenciales desviaciones de la racionalidad podían corregirse mediante las prohibiciones legales y las sanciones impuestas por un Estado centralizado.
Tercero, si los fundamentos políticos y las normas sociales necesitaban correctivos para forjar estabilidad y predictibilidad y (en su caso) para ampliar el campo de la libertad individual, la sujeción humana al dominio y los límites de la naturaleza también necesitaba ser superada. Esta «nueva ciencia política» tenía que ser acompañada de una nueva ciencia natural; en particular, de una ciencia que buscaría aplicaciones prácticas destinadas a proporcionar a los seres humanos una oportunidad en su guerra contra la naturaleza. Quien una vez fuese patrono de Hobbes, Francis Bacon, propició una nueva forma de filosofía natural que aumentaría el imperio de los humanos sobre el mundo natural, aportando un «alivio al dominio de la naturaleza» a través de la expansión de las aplicaciones útiles del conocimiento humano[4]. Así pues, la revolución de la ciencia moderna apelaba igualmente a la superación de tradiciones filosóficas como la estoica y la cristiana, debido al énfasis que hacían en la otra vida en favor de la creencia en la creciente y potencialmente ilimitada capacidad humana para controlar las circunstancias y materializar los deseos humanos sobre el mundo.
Aunque ninguno de estos pensadores era liberal, dadas sus respectivas reservas frente a la norma popular, su concepción revolucionaria de la política, la sociedad, la ciencia y la naturaleza, estuvieron entre los fundadores del moderno liberalismo. En las décadas y siglos subsiguientes, toda una serie de pensadores erigirían el modelo desde las tres revoluciones esenciales del pensamiento que hemos mencionado, redefiniendo la libertad como la liberación de los humanos de la autoridad establecida, la emancipación de la cultura y la tradición arbitrarias, y la expansión del poder y dominio humanos sobre la naturaleza a través de los avances y descubrimientos científicos y la prosperidad económica. La ascensión y triunfo del liberalismo necesitó de esfuerzos continuos para socavar el modo en que los clásicos y el cristianismo entendían la libertad, para desmontar normas, tradiciones y prácticas que estaban muy extendidas, y tal vez, por encima de todo, para introducir un nuevo concepto: la primacía del individuo definido como aislado de los accidentes arbitrarios del nacimiento, quedando el Estado como el protector principal de los derechos y libertades individuales.
La adopción liberal de estas revoluciones en el pensamiento y en la práctica propició una apuesta titánica, consistente en que una comprensión completamente nueva de la libertad podía ser perseguida y realizada mediante la superación de la tradición filosófica y religiosa precedente y las normas sociales que estas conllevaban, e introduciendo una nueva relación entre los se...

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