Venezuela metida en cintura
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Venezuela metida en cintura

(1900-1945)

Elías Pino Iturrieta

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Venezuela metida en cintura

(1900-1945)

Elías Pino Iturrieta

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El siglo XX encontró una Venezuela fragmentada, un Ejecutivo debilitado por los conflictos bélicos presentes durante la mayor parte del siglo recién concluido, un país marcado por el caudillismo local y una economía rural. De ahí que Elías Pino Iturrieta recorra la primera mitad del siglo XX para mostrarnos cómo entró en cintura un país signado hasta entonces por el desorden.'Venezuela metida en cintura' comienza con el castrismo y continúa con Gómez, cuando los pequeños liderazgos locales quedaron totalmente desterrados de la vida política y los sucesores del dictador salieron de sus filas. El desacuerdo pasó factura y sobrevino entonces el golpe de 1945, con el cual los nuevos políticos y los nuevos militares buscaron enterrar la tradición autoritaria. A partir de allí, Pino Iturrieta se adentra en la vida política más significativa de nuestros tiempos para explicar "cómo esa autoridad se encumbra sobre los venezolanos, sin solución de continuidad, en la fábrica de lo contemporáneo".

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Información

Año
2018
ISBN
9788417014605
Edición
1
Categoría
Geschichte

1. Así no era cuando Andrade

El descompuesto gobierno de Ignacio Andrade, que a duras penas puede mantenerse entre febrero de 1898 y octubre de 1899, condensa un modelo de extrema fragilidad. A pesar de los esfuerzos desarrollados en el guzmanato, desde los tiempos de El Septenio, el poder todavía reposa en la zozobra de los nexos amicales y en la privanza de los hombres de presa. Convertidas las instituciones en simples formularios, inexistente la milicia nacional, la agricultura atrasada, con deudas la Hacienda, manchada la reputación del Partido Liberal, el único que puede manejar la situación es Joaquín Crespo, héroe de la Federación, varias veces ministro y designado dos veces primer magistrado, dueño de fincas y prudente administrador de compadrazgos. El Taita de la Guerra resume la ley y el orden, debido a las cargas de machete que produjeron pavores en la Revolución Legalista y a su habitual presencia en las componendas del Ilustre Americano. Crespo ha impuesto al presidente de turno, desconociendo la voluntad de los electores, pero no le alcanzan los días para protegerlo del enemigo alzado. Muere en las primeras escaramuzas de una nueva guerra civil, para que su pupilo y el régimen queden a la deriva.
El deceso del caudillo le alumbra fugazmente el camino a José Manuel Hernández, el Mocho, soldado de mala estrella y candidato derrotado en las elecciones de 1897. Ahora, sin la presencia del zambo gigantesco y con el apoyo de los curas pueblerinos cuya misión es combatir al liberalismo ateo, pretende ganar la primera epopeya de su vida. Le prende una insignia del Corazón de Jesús a la bandera de la revolución, con el objeto de derrocar al usurpador huérfano. Sin embargo, Andrade saca un rey de la manga. Encarga a Ramón Guerra, el Brujo, famoso adalid de buena cabeza para las batallas campesinas, que termine con el movimiento «godo». Antes de que logre el cometido, la guerra se extiende: Antonio Jelambi combate en Carabobo; Gregorio Riera, en Coro; Manuel Guzmán Álvarez, en Barcelona; Espíritu Santo Morales, Juan Araujo, Carlos Rangel Garbiras y Ventura Macabeo Maldonado, en los Andes; Zoilo Bello y Loreto Lima, en los corredores de Cojedes. Otra vez la fauna de los caciques organiza sus tropas particulares, para hacer fortuna en la volada. La convulsión dura unos cuatro meses. En cuanto Ramón Guerra logra derrotar a Hernández, con el auxilio del general Antonio Fernández, la calma reina entonces en la casa de gobierno.
Pasajera tranquilidad, no obstante. La paz deja pendiente un entuerto: ¿quién sucede al caudillo supremo? Andrade, desde luego, pretende agregar a los paramentos presidenciales la investidura de jefe del Partido Liberal, como el Taita fallecido. Buscando continuidad y fortaleza en el mandato promueve la reforma constitucional, cuyo anuncio alarma a las circunscripciones militares y produce la sublevación de Ramón Guerra, ocurrida en febrero de 1899. El primer magistrado y el Brujo quieren ocupar el lugar de Crespo, en un pugilato que conduce a la candela. Gracias al armamento moderno de Augusto Lutowski se le apuntala a Andrade el aporreado trono, pero los hombres de armas no se sienten bien representados por el individuo que lo sigue ocupando. Comienzan a conspirar en Caracas y a comunicarse con los exilados.
Mientras el gobierno se ocupa del conflicto intestino, cuyo seno se mantiene ardiendo por un debate sobre la reforma constitucional, aumentan las dificultades para obtener créditos en el extranjero. Nadie le quiere prestar a un país descabezado y moroso, a un país que solo tiene tiempo para matarse. En breve disminuyen los ingresos por concepto de aduanas y baja el precio del café. Además, sobreviene una epidemia de viruelas que el descontento carga al inventario del oficialismo. Reina, en suma, un desencanto evidente en relación con la conducta de la dirigencia. Se anhela un panorama diverso, la aparición de un fenómeno susceptible de provocar una mutación.
Las contingencias indican el agotamiento del ensayo intentado desde las postrimerías de la Guerra Federal. Ninguna figura de relieve entre los miembros de la clase política parece adecuada para manejar a una muchedumbre de reyezuelos campestres. Del Partido Liberal no surge el mensaje que toque la fibra de los venezolanos. Antes que una organización civil, es el tenderete de los más encontrados apetitos. A través de la prensa los publicistas se pierden en los vericuetos del personalismo menor, sin gastar las neuronas en un esquema capaz de referir los problemas en su médula. Poco espacio se le dedica, en las imprentas y en las oficinas de los ministerios, a la planificación del fomento material. El propio Ignacio Andrade, en una frase que comprime lo crítico del capítulo, dice a la sazón en el Congreso que Venezuela apenas está viviendo «minutos de República». Cualquiera puede, por consiguiente, pescar en río revuelto, a menos que una propuesta disímil genere un cambio a última hora, antes de que se paralice el reloj.

2. Otro hombre fuerte

Sin embargo, el desenlace viene atado a la peinilla de un hombre, antes que a la forja de un nuevo proyecto nacional. El movimiento que inicia otra estación en la historia de Venezuela, estación cardinal en la fábrica del puente hacia el centralismo redondo mediante el apabullamiento de las facciones y la adopción de actitudes flamantes en el manejo de lo doméstico, así como en el enfrentamiento del panorama internacional, carece de algún peculiar bagaje doctrinario o teórico. Aun de ideas que le sirvan de distintivo y le otorguen especificidad ante los fenómenos antecedentes. No se soluciona el caos por un planteo diferente, sino por la simple substitución de personalismos.
Al sistema individual de gobernar desde 1870, desgastado en tres décadas de negocios y escaramuzas hasta el extremo de llegar a la esterilidad, sin la alternativa de procrear un varón atrayente para las masas, lo reemplaza un autoritarismo vigoroso en cuya cima reside un principal ejemplar de gobernante, con clientela compacta e inédita, quien, si bien puede adeudar a su trayectoria y a su procedencia lo contundente del mando, o la introducción de estilos desconocidos en el palacio presidencial, no poco debe a la flaca presencia de sus rivales, los caudillos del siglo XIX. Un almácigo de jefes en decadencia da paso a uno de sus semejantes, Cipriano Castro, quien es tan fuerte como para oficiar los funerales de la estirpe y, en procura de permanencia, anunciarse como prologuista de la dictadura plena, absoluta, cual jamás se había sentido en Venezuela.
Cipriano Castro es un político relativamente diverso. Lo que tiene de separado o de opuesto frente a sus émulos, le viene de su formación en un teatro distanciado de esa gramática parda que fue la legalidad después de la federación. Los Andes no viven a plenitud las guerras civiles. Más bien las resienten con intermitencia. Exceptuando a Juan Bautista Araujo, los soldados montañeses no figuran en el Estado Mayor de los ejércitos famosos. Pocos civiles han llegado a los ministerios y no han sonado como candidatos ni como designados. Los letrados deben conformarse con escribir en la prensa de las secciones, o con ejercer de folicularios en la publicación más ilustre del Gran Estado, cuyos ecos rara vez se sienten en Caracas. Los propietarios, prósperos en cuanto sus cosechas no sufren a menudo la rapiña de las montoneras, ni se hacen problemas para alimentar a los peones, pocas veces pueden relacionarse con los privilegios aclimatados en el guzmanato. Son una especie de «campesinos decentes» con pocas posibilidades de acceso a los salones de la gran sociedad. Hasta en materia de negocios deben tratar con los reinosos, o con las firmas alemanas que adquieren café en la frontera. Son insólitas sus diligencias con los mercaderes del centro. A lo sumo se vinculan a Maracaibo. Todos habitan un cascarón de bonanza material, en el cual se reitera la política nacional cuando las tiendas domésticas arreglan rencillas que obedecen a motivos parroquiales. Entonces se hacen liberales o godos, amarillos o colorados, gobierno u oposición. Los calificativos reflejan los partidarismos «centranos», pero responden a resortes fundamentalmente locales. Por ello algún remoquete, como el apellido de un gamonal, o ciertos apodos ligados a la toponimia, se le añaden al distintivo de las facciones. Existe, pues, una referencia hacia lo nacional, mas son fuertes en extremo las vivencias de lo próximo. Acaso por el aislamiento físico. Ellas determinan el predominio de los sectores y el repudio de las autoridades que usualmente impone el presidente de la República. A la vez, generan un sentimiento de dependencia y frustración. No son considerados pese a las bondades de la economía. Pese a su talento, a sus cualidades civiles y castrenses, son forasteros quienes los gobiernan.
Ya en 1888 comienza a hablarse en el Táchira de un partido ciprianista. Refleja el tal partido el prestigio que habíase forjado un joven nativo de Capacho, quien dejó el Seminario de Pamplona para hablar de política en la plaza del pueblo. Su lenguaje es el de los liberales de Santander, extremista y enfático, que hizo propio cuando cambió los libros de teología por los folletos de los Gólgotas. Una revuelta local ocurrida en 1886 lo señala como el más prometedor rival del gobiernero moralismo. Las gacetillas divulgan sus hazañas. Frecuenta entonces el despacho conservador del doctor y general Rangel Garbiras, a cuyo lado hace causa para ganar nuevas escaramuzas. Por eso accede a la presidencia de la Sección Táchira y, más tarde, a la comandancia de armas. Orador de discursos prolijos, habla con frecuencia en los actos cívicos y en las ceremonias de los cuarteles. Dice ser portavoz del liberalismo auténtico. En las elecciones de 1891, Cipriano Castro es electo diputado al Congreso Nacional.
De las tablas lugareñas accede al foro más encumbrado, pero no se contenta con ser uno más entre los parlamentarios. Habla con desenfado contra Guzmán, contra los ladrones del erario y contra Inglaterra que desea más territorios en el Esequibo. A poco frecuenta la casa de gobierno y visita los prostíbulos con el presidente. A Raimundo Andueza Palacio le queda corto el bienio y orquesta la reforma constitucional, para permanecer en el poder. El diputado Castro no solo lo apoya en el cuerpo deliberante, sino que también le ofrece tropas en caso de necesidad. Mientras la prensa habla del anduecismo alzado contra las instituciones, nuestro personaje descuella por su entusiasmo continuista. En breve debe cumplir el ofrecimiento, por el desarrollo de la Revolución Legalista que encabeza Crespo como reacción ante las manipulaciones del gobierno. Pierde Andueza la guerra, pero sale con bien el andino advenedizo. En San Cristóbal organiza contingentes frescos y marcha en triunfo hacia Trujillo. Derrota a Eliseo Araujo, heraldo de una blasonada parentela de caudillos, para llegar victorioso hasta Mérida. Allí se entera del derrumbe de una causa que ha guardado sin fracasar con las armas. El soldado que parte al exilio ya se ha labrado un liderazgo amplio, respetable, no solo en la cordillera.
Va a establecerse en una finca de la frontera cercana a Cúcuta, donde cría reses y estimula a los amigos políticos. El Táchira se llena entonces de comités castristas. Se imprimen periódicos que lo proponen como gobernador del estado y hasta lo sugieren como candidato presidencial. El exiliado, quien se muestra como limitado administrador de ganaderías y diligente redactor de correspondencia a los liberales de todo el país, vive un momento estelar. Ocurre lo contrario con los vencedores. El gobierno de Crespo es un desastre. La variopinta asociación de caudillos que lo secundó en la «Legalista» quiere cobrar el botín. Un verano fulminante pierde las cosechas. Campea el desempleo, mientras ocurren violentas manifestaciones en Caracas y los liberales se disputan la sucesión presidencial, sin atender a los requerimientos del pueblo muerto de hambre. Surge un alboroto de grandes proporciones en torno a un empréstito con la banca alemana que salpica a las altas esferas. Ante lo desolado del panorama se eleva la figura de José Manuel Hernández, el Mocho, un desconocido de la víspera en quien cifra sus esperanzas el descontento, especialmente en las ciudades. Ante el malestar de la cúpula liberal el presidente impone la candidatura de Ignacio Andrade, quien fracasa en la justa electoral frente a la postulación «goda» de Hernández, quien había inaugurado una campaña moderna en la cual copió consignas y banderines como los de los Estados Unidos. Es aclamado por el pueblo antes de las votaciones. Con gran escándalo las mañas del Taita tuercen el resultado. Va a gobernar el delfín sin más soportes que la voluntad del caudillo dominante.
Inquietudes, incoherencia, tumultos y desvergüenzas en Caracas, alrededor del poder. Cohesión en la montaña, alrededor de Cipriano Castro. Es la diferencia que se advierte cuando este anuncia, sin mayores explicaciones, la restauración del liberalismo a través de un plan dependiente de «nuevos hombres, nuevos ideales y nuevos procedimientos». Una simple fórmula cuyo objetivo es, únicamente, darle una bandera a la invasión de Venezuela ocurrida el 23 de mayo de 1899. Para entonces ya Crespo ha muerto y el país está pendiente de un nuevo jefe que no es capaz de producir la dirigencia tradicional en mengua. Gracias a tal mengua, susceptible de impedir un comando homogéneo y un movimiento razonable de los ejércitos oficiales, mejor dotados de hombres y armamento, Castro libra con fortuna los combates de Cordero, Tononó, Las Pilas, Parapara y Tovar, así como encuentros de mayor envergadura en El Zumbador y Nirgua. El 15 de septiembre de 1899 derrota en Tocuyito a un ejército de 4600 hombres, cuyos comandos dirigen las acciones sin comunicarse recíprocamente debido a viejas rencillas. Don Cipriano cuenta apenas con 1600 soldados, pero nadie discute sus órdenes transmitidas por una red de oficialidad leal. La coherencia da al traste con el desacoplamiento cuyo último cabecilla en el poder, Ignacio Andrade, traicionado a continuación por su vicepresidente y por el nuevo jefe de sus tropas, resigna la poca autoridad el 19 de octubre de 1899. Le dicen «el último tirano», mientras comienzan a calificar de «Siempre vencedor, jamás vencido» al paladín venido de los montes.

3. Los primeros golpes

Cuando Castro llega al gobierno, el país sigue dividido en multitud de parcelas que no le rinden obediencia al poder central. Todavía reinan los caciques en breves jurisdicciones de autarquía política, mientras que en ámbitos más dilatados ejercen el control los gamonales mayores y su descendencia, cuya relación con el Ejecutivo se produce cuando le sopla buena brisa a los señoríos lugareños. Si les conviene, aceptan de buen grado una preeminencia. O si lo deben hacer por fuerza. De lo contrario, dirigen el lance de la inestabilidad en espera de mejores dividendos. Para eso cuentan con los compadres y con los ahijados, con los prebendados y con los plumarios, con la peonada que ve en ellos amparo ante la indiferencia secular de los presidentes. Se apellidan Araujo y Baptista, en Trujillo; Riera y Colina, en Coro; Monagas, Velutini, Ducharne y Rolando en el oriente, por ejemplo. Han movido la vida de Venezuela desde 1860, más o menos, pero ahora, con el «Siempre vencedor, jamás vencido», les toca la de perder.
El inicial capítulo en el desastre del caudillismo es realizado por Castro en el campo de batalla durante el primer año de su gestión. Mediante el lúcido manejo de las hostilidades y la selección de los comandos adecuados para cada acontecimiento, los bate al menudeo sin inconvenientes. Primero se ocupa del Mocho Hernández, líder en ascenso, y ordena que lo encierren en el Castillo de San Carlos. En octubre de 1900 liquida un movimiento autonomista en Guayana, capitaneado por Nicolás Rolando. A los dos meses derrota a Celestino Peraza en el llano. En febrero de 1901 el Ejército Restaurador acaba con el alzamiento de Pedro Julián Acosta, en oriente, para marchar luego hacia Carabobo tras Juan Pietri, fácil presa en el primer encontronazo. Ocurre en julio la invasión de Venezuela desde Colombia a través de la frontera tachirense, efectuada por Carlos Rangel Garbiras. Viene con 36 batallones oriundos del «reino», con buen pertrecho en fusiles e ideales conservadores, pero una nueva tribu de capitanes que dirige puntualmente el telégrafo presidencial lo detiene a sangre y fuego.
¿Qué novedades ocurren en estos pleitos madrugadores del siglo XX? Al lado del presidente, un repertorio de hombres de armas que poco habían participado en batallas y nunca en política grande ayudan en el entierro de tanto guapo alzado. Como nunca habían estado en el candelero, desconocen el secreto de las combinaciones antiguas y, por consiguiente, solo saben leer un manual de instrucciones. Como apenas están saliendo del cascarón, observan con suspicacia a los veteranos. Gómez, Pratos, Ramírez, Castros, Omañas, Colmenares, Cárdenas, Pachecos, Galavises, Olivares... son sus apellidos hasta entonces inéditos. Ahora constituyen un destinatario infalible de las disposiciones de un solo comando resumido en la persona del jefe de Estado, quien, así como los encauza en clave de Morse, los dota de recursos materiales. Lo que no tienen los rivales, precisamente, debido a que siguen dependiendo de la fragilidad de las alianzas con los semejantes que inspiran recelo, de la sorpresa sin planificación y de fortuitos auxilios económicos. Son la incertidumbre del siglo XIX, ante los signos que anuncian otra época.
De cómo esos signos no traducen un episodio superficial, encontramos evidencias en los proyectos del gobierno sobre milicia nacional. En Venezuela no ha existido ejército, dice Castro en 1901, sino un cuartel de mala muerte entendido por la sociedad como correccional, como refugio de indeseables y como vínculo de aventureros. Por consiguiente, propone crear la carrera de las armas en cuya estación elemental aumenta el pie de la fuerza controlada por él mismo, compra nuevo parque para oficiales y tropa, mejora el rancho y el vestuario, funda una maestranza general e importa trenes y artillería de montaña. Más adelante anuncia la creación de una Escuela de Marina de Guerra, con arsenal y almirantazgo; y la futura construcción del edificio para la Academia Militar. En la cabeza del Restaurador las guerras no son incumbencia de los chopos de piedra, sino de una estructura capaz de mudanzas trascendentales.
Y la políti...

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