1
ARTE Y NATURALEZA.
EL PAISAJE
España es un continente, un continente en pequeño, pero uno de verdad, con su unidad geográfica bien delimitada y una extraordinaria variedad de paisajes, de flora, de clima y de luz. Situada entre África y Europa y entre un océano y un gran mar interior, sobre España se proyectan los deseos y las ambiciones de los demás. Desde los primeros tiempos, da pie a multitud de leyendas que han ido configurando imágenes fabulosas de lo español que los españoles han hecho suyas, con escepticismo a veces y otras con entusiasmo. El escenario lo propicia, yendo como va de lo más agreste e indómito —para muchos lo más atractivo de España, representado en sus castillos— a lo más matizado y humano, en las vegas y las huertas, hasta culminar en esa recreación ecléctica del paraíso que es el jardín de estilo español. Como si fuera la respuesta a esta variedad única, los españoles han inventado estilos propios: el mudéjar y el plateresco. Ahí dejan la fantasía y la imaginación a su aire, como abandonan la gravedad y la magnificencia para adaptar las grandes corrientes artísticas venidas de fuera, como el gótico y el clasicismo. Eso sí, esta adaptación lleva los estilos que incorporan a una dimensión nueva. Del clasicismo no sale naturalmente El Escorial, ni del gótico la catedral de Sevilla o la de Toledo. Y nadie podría haberse figurado que el modernismo, o el art nouveau, ese estilo decorativo por esencia, se convertiría en España, de la mano de Antonio Gaudí, en una oración de acción de gracias.
Hércules vino a España en busca del jardín donde vivían las amables Hespérides. Eran las ninfas de los árboles frutales, divinidades del Ocaso e hijas del Atardecer. Esta vez el héroe debía robar las manzanas doradas de los árboles, un fruto codiciado que proporcionaba la inmortalidad. Hércules cumplió con la tarea, pero quedó tan enamorado de aquella remota región que al despedirse dejó en ella a su sobrino Espán como gobernador. Espán, o Hispán, fue el primer español, por lo menos de nombre. A él le debemos la denominación los actuales espannoles, es decir, españoles. De paso, Hércules puso los cimientos de Hispalis, la futura Sevilla, que luego sería poblada por Julio César.
Alfonso X recoge la leyenda de Hispán y cuenta cómo los godos decidieron quedarse aquí.
Desde que anduvieron por las tierras de una parte a otra probándolas por guerras y por batallas y conquistando muchos lugares en las provincias de Asia y de Europa, probando muchas moradas en cada lugar y catando bien y escogiendo entre todas las tierras el más provechoso lugar, los godos hallaron que España era el mejor de todos, y lo apreciaron mucho más que a ninguno de los otros, porque entre todas las tierras del mundo España tiene un extremo de abundancia y de bondad más que otra tierra ninguna.
Así es como los godos, después de visitar toda Europa y parte de Asia, decidieron instalarse en España.
Muchos siglos después, los extranjeros seguían viniendo a España. En 1951, por primera vez los visitantes superaron el millón. El aumento fue muy rápido: 2.522.402 en 1955; 6.113.255 en 1960; 14.251.428 en 1965; 24.105.312 en 1970 y 30.122.478 en 1975. En 1980 eran un poco más de 38 millones y en 2000, 74 millones. En 2017, 82 millones de turistas visitaron el país. Acuden por lo mismo que tanto gustó España a los godos y antes a Hércules y a su familia. Y no solo vienen. También vuelven, y muchos de ellos se quedan como Hispán y los godos.
El continente
España es un país único por su naturaleza continental. Partiendo de las sierras alpinas de Guadarrama, en poco más de 600 kilómetros habremos hecho un viaje que cruza los bosques de encinas de Madrid y Toledo y, tras atravesar los huertos, los montes y las dehesas en torno al Tajo, alcanza la llanura de La Mancha, de una infinita variedad de motivos y de colores bajo un cielo sin límites. Vienen luego los imponentes riscos de Sierra Morena, y enseguida llegamos a una vega fértil, alegre y luminosa como es la del Guadalquivir, hasta que atravesamos nuevas sierras, arriscadas en Cádiz, majestuosas en Málaga y alpinas otra vez en Granada. Y cuando hayamos cruzado Sierra Morena y las serranías de Ronda y de Cádiz, desembocaremos de pronto en el mar, tan variado como los paisajes que hemos dejado atrás: los azules grises, profundos de la inmensidad atlántica y, al este, el azul resplandeciente del Mediterráneo.
Si viniendo de Sierra Nevada y las Alpujarras bajamos desde Nerja hasta Algeciras y luego seguimos hasta Tarifa, la ciudad fortificada donde España se enfrenta a su destino eterno, habremos recorrido una de las carreteras más hermosas de la tierra, entre la sierra de Málaga y el mar, con la mole de Gibraltar enfrente y el Atlas marroquí del otro lado, como si lo pudiéramos tocar por encima del mar de Alborán, antesala del Mediterráneo. Siguiendo el camino al oeste, llegaremos a los alcornocales y las playas de Cádiz, a la desembocadura del Guadalquivir y a la exuberancia de Doñana. Al fondo, siempre, Huelva y la promesa de libertad del Atlántico, gris, batido por vientos frescos y húmedos, siempre en movimiento.
Si recorremos el camino opuesto, hacia al norte, desde Gredos nos adentraremos en los infinitos campos de cereales de Castilla, verdes y cubiertos de flores en primavera. Alcanzaremos más tarde, cerca del Duero, un paisaje suave de viñedos, abrupto de pronto cuando nos damos casi de bruces con la monumental cordillera que nos separa del mar, con picos vertiginosos, valles estrechos pero llenos de luz y aldeas de una placidez eterna: uno de los lugares de nacimiento de España en la cueva y el santuario de Covadonga. Pronto alcanzamos el Atlántico, puro y bravío en Galicia por mucho que el paisaje se remanse en bosques y en rías, o rompiéndose, nunca del todo dócil, en las inmensas playas anchas y doradas de Asturias, Santander y el País Vasco.
Al emprender desde aquí viaje hacia el este, dejaremos atrás la dramática costa vasca y el verdor eterno de sus valles y sus bosques de hayas para llegar a la suavidad opulenta de Navarra y La Rioja. Dejando a la izquierda la masiva cordillera de los Pirineos, otra cordillera intratable, allí donde se levanta el monasterio de San Juan de la Peña, seguiremos el Ebro, cada vez más caudaloso y, tras atravesar el desierto de los Monegros, llegaremos a las huertas de Aragón y luego a un país cuidado con mimo, Cataluña, que nos lleva con suavidad hasta el más puro Mediterráneo.
De un salto, podemos volver a las dehesas extremeñas, cubiertas de encinas, con las sierras de Gata y de Béjar al fondo, allí donde se esconden valles plantados de cerezos. Desde aquí atravesaremos Andalucía para llegar a los olivares de Jaén, combinación de plata, ocres y verdes que trepan hasta lo alto de los picos más inhóspitos —el paisaje más español que se puede imaginar—, hasta la sierra de Cazorla, con el correr del agua siempre de fondo, o al sistema Ibérico y sus estribaciones salvajes, que se desploman en Cuenca o se prolongan, hasta casi el Mediterráneo, en el atormentado y adusto Maestrazgo, paisaje romántico como ninguno. Y después de este trayecto de leyenda, que evoca un mundo de libertad sin límite, nos encontraremos otra vez con los naranjales de Valencia, la serenidad de la Albufera y las extensiones líquidas de arrozales, un mundo oriental, casi chino, y la transparencia de las olorosas sierras alicantinas cubiertas de almendros, el cabo San Antonio y el peñón de Ifach, que parecen salidos de un canto de la Odisea, los palmerales africanos de Elche y la huerta murciana, a la medida de lo humano, que nos conducirán hasta Almería, allí donde el desierto pedregoso y rojizo se precipita en un mar de azul inextinguible. Más allá, se elevan las islas Baleares, cada una de ellas un mundo por sí mismo: imprevisible en Mallorca, batido por todos los vientos en Menorca, luminoso y transparente en Ibiza y en Formentera.
Anclada en el subcontinente europeo, España también llega hasta las fronteras del actual Marruecos, la antigua Mauritania Tingitana, con las ciudades de Ceuta y Melilla. Hay una España africana, que se prolonga en las islas Canarias, de origen volcánico, cumbres vertiginosas con un clima casi tropical. Las islas Canarias, etapa obligada del viaje trasatlántico, destacan en el conjunto del paisaje español, pero también lo prolongan naturalmente, como un eslabón más en un país variado e imprevisible.
Tal vez la naturaleza continental de España contribuya a explicar la ambición imperial que tan bien se percibe en ciudades como Madrid, Toledo y Sevilla, por no hablar de México, Lima y Nápoles, capitales todas del Imperio español. Para eso, sin embargo, hacía falta algo más, que España también posee de forma natural. Y es que España, aislada como está al norte por los Pirineos, es —casi— una isla. Esta realidad va evocada en el escudo nacional con el detalle de las ondas azules sobre las que se alzan las columnas de Hércules. El héroe las levantó a los dos lados del estrecho de Gibraltar para señalar los límites del mundo conocido, en recuerdo de la gesta que abrió el Mediterráneo al Atlántico y planteó un nuevo reto.
Al describir por qué le gusta tanto pasear por el Grao de Valencia, un personaje de Lope de Vega solo sabe decir que el mar es como la música. Esa música, que se escucha por todas partes en España, también en las soledades de Soria y en las sierras esteparias de Teruel y Albaicín, contribuyó en su tiempo a llevar a los españoles a dominar el Mediterráneo occidental, el Atlántico y el Pacífico. Ahí están las muchas ciudades abiertas al mar, desde La Coruña hasta Cádiz, levantada sobre el agua, o bien otras mediterráneas, más prudentes, como Alicante, un poco retranqueadas del agua, pero al cabo comunicadas con la orilla gracias a sus ramblas y sus paseos. Así es como los peninsulares fueron los primeros en dar la vuelta al mundo, con la expedición del portugués Fernando de Magallanes y del español Juan Sebastián Elcano.
La exposición al mar explica también la llegada de pueblos y naciones a España. Los griegos, interesados solo en el comercio, fundaron puertos como Ampurias y Rosas con un paisaje de la más estricta pureza clásica. De los demás, ninguno se dejó atemorizar por los montes imponentes que se alzan casi en la misma costa, como si cerraran con una muralla infranqueable el acceso al interior. Más parecen haber sido un desafío que un obstáculo y quien no ha visto España desde el mar, en el norte y en el Mediterráneo, no se hace una idea de lo misteriosa y soberana que aparece, llena de promesas sin formular. Más aún les atraería, claro está, la riqueza legendaria del territorio. Riqueza minera que subsistió mucho tiempo y ha dejado cicatrices brutales en el paisaje, como en Las Médulas de León, donde Roma ejerció su autoridad como luego los españoles hicieron en América. También riqueza agrícola, con las fértiles vegas andaluzas, la banda costera valenciana, las huertas de Murcia y la campiña catalana. Los ríos, además, llevaban oro… Y por si todo esto fuera poco estaba la abundancia de pesca, inagotable en la apertura española al Atlántico; dio pie a una industria global que continúa hoy en día con la segunda flota pesquera más importante del mundo.
Leyendas
Cuenta el Antiguo Testamento que el rey Salomón «tenía la flota de la mar en Tarsis (o Tarshish) y una vez cada tres años venía la flota de allí y traía oro, plata, marfil, simios y pavos» (Reyes 10:22). Puede que Tarsis sea la ciudad, hoy en día turca, donde nació san Pablo. (También hay una Iberia en Oriente, al este del mar Negro, que fue luego el reino de Georgia, próximo a la región hasta donde viajaron los argonautas en busca del vellocino de oro, el mismo que da nombre al Toisón, la más alta distinción de la Corona de España). Hay quien cree que Tarsis es una forma de hablar de Cartago, la ciudad fenicia del norte de África que se enfrentó a Roma por el control del Mediterráneo. Y según otras versiones, Tarsis es Tartessos, el reino mítico de la vega del Guadalquivir y la más antigua civilización de Europa. Tartessos era de una riqueza fabulosa y fue gobernado, en sus últimos tiempos, por el sabio rey Argantonio (Hombre de Plata) que vivió 300 años.
En España, o un poco más allá, en alguna isla del océano, vivió Gerión, rey monstruoso, con tres cuerpos, dueño de un fabuloso rebaño que le fue arrebatado por Hércules, quien, de paso, se hizo, como ya sabemos, con las manzanas del jardín de las Hespérides. Como era astuto, además de fuerte, se sirvió de Atlas, el gigante condenado a sostener el peso del cielo tras su rebelión contra los dioses. Atlas robó para el griego las manzanas, aunque luego se dejó engañar otra vez por él y ahí sigue, en el estrecho, sosteniendo el peso del mundo. Hasta tal punto es estratégico el sur de España.
Durante la misma aventura, Hércules separó África de Europa. Así dio lugar al estrecho y a la cuenca mediterránea, que tendría su origen en España. Al norte del territorio, los Pirineos deben su nombre a Pirene, joven amante de Hércules, muerta de horror tras haber dado a luz a una serpiente. El fuego de su pira funeraria provocó un incendio tal que devastó los montes e incluso fundió las minas de metales preciosos que escondían.
Y no acaban aquí las leyendas. De vuelta otra vez al sur, fue aquí mismo o muy cerca, en el océano, donde se levantó la Atlántida, el reino mítico que Platón evocó en dos de sus diálogos. Luego la Atlántida fu...