
- 192 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Tiempo del sur
Descripción del libro
Tiempo del sur (UNIVERSIDAD EAFIT, 2018) nos sumerge en la historia de una familia de Medellín, los Restrepo García, a través del monólogo interior de cuatro de sus mujeres: Manuela, Titi, Elena y Elisa. Estas cuatro mujeres, aunque son muy distintas en edad, personalidad y experiencias, tienen en común el conocimiento de lo que significa, de un modo u otro, sobrellevar una existencia al margen. Elena, madre y abuela de las otras protagonistas, descubre a sus casi setenta años que ha llegado a la viudez sin haber podido expresar sus opiniones o deseos al haber sido silenciada durante décadas por el carácter férreo de su marido, Ignacio. Elisa, la hija mayor de Elena, mantuvo su homosexualidad en secreto hasta que, ya en su madurez, encontró a la mujer de su vida, Laura. Titi, la hija menor de Elena, escapando de las deudas contraídas en Colombia, ha vivido como emigrante ilegal en los Estados Unidos durante once años y, junto a su marido y sus hijos, al no haber conseguido el estatus de refugiados en Canadá, debe enfrentarse al regreso forzoso a Colombia. Manuela, hija de Titi, vive, al igual que sus padres, como ilegal en Estados Unidos y, más tarde, tras su vuelta a Colombia, se vuelve a sentir al margen en Medellín, ciudad que la vio nacer pero con la cual no se identifica. La novela narra la lucha íntima y cotidiana que cada una de estas mujeres para hacerse con las riendas de su vida.
Uno de los elementos que llama la atención de Tiempo del sur es su minuciosa y original estructura. La narrativa está organizada en seis tiempos diferentes ("Tiempo de inicio", "El paso del tiempo", "Los buenos tiempos", "Tiempo de cambio", "Tiempo de respuestas" y "El final de un tiempo") y cada una de esas etapas está formada por cuatro monólogos de las protagonistas. Un total de veinticuatro piezas diseñadas con precisión de orfebre articulan un mosaico detallado, complejo y armónico de los dilemas y los afectos que vertebran la vida de las Restrepo García.
Uno de los elementos que llama la atención de Tiempo del sur es su minuciosa y original estructura. La narrativa está organizada en seis tiempos diferentes ("Tiempo de inicio", "El paso del tiempo", "Los buenos tiempos", "Tiempo de cambio", "Tiempo de respuestas" y "El final de un tiempo") y cada una de esas etapas está formada por cuatro monólogos de las protagonistas. Un total de veinticuatro piezas diseñadas con precisión de orfebre articulan un mosaico detallado, complejo y armónico de los dilemas y los afectos que vertebran la vida de las Restrepo García.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura generalV. TIEMPO DE RESPUESTAS
TITI
ABRIL 24 DEL 2012
Esta mañana, después de casi dos años de espera, nos negaron el estatus de refugiados en Canadá. La juez nos dijo con amabilidad que nuestro caso no mostraba pruebas contundentes de que nuestra vida o integridad pudiera correr peligro en Colombia, por lo que el gobierno canadiense nos exigía regresar a nuestro país.
Santi y yo nos miramos en silencio. Aunque habíamos entendido todo lo que la juez nos había dicho, accedimos al ofrecimiento de que la traductora oficial repitiera el fallo en español, con la ilusión remota de haber entendido mal. Según las autoridades canadienses, y teniendo en cuenta los últimos reportes de las Naciones Unidas, en el 2012 Colombia era un país con una realidad social estable y mucho más pacífica que la que nosotros habíamos vivido antes de emigrar. En conclusión, nos aclaró la traductora, no necesitábamos el refugio, pues ni las pruebas que teníamos ni la situación política y social de nuestro país demostraban que podríamos correr algún riesgo al regresar.
Al escuchar una vez más la sentencia y ver la cara de desilusión de Santi, me puse a llorar. No había nada qué hacer. Después de tantos años y esfuerzos, ahora nos tocaba volver. Me acerqué a Manue y a Migue, que nos esperaban sentados en una banca al final del pasillo. No tuvieron que preguntarme nada, fue obvio para los dos; con mi expresión de preocupación y mis lágrimas, entendieron de inmediato que las cosas no habían salido bien.
Después de ir a la corte, y ya en privado, el abogado insistió en lo que tantas veces nos había explicado: hoy en día, si bien no es oficial, es a los ciudadanos de Siria, Haití o Nigeria a quienes se les otorga el refugio por la situación de violencia que viven estos países. Por el contrario, cada vez hay más negativas a las peticiones de ciudadanos cubanos o colombianos.
—Ya no es como en los años noventa o en la primera década del siglo XXI, cuando casi todas las peticiones de refugio a ciudadanos colombianos eran aceptadas en Canadá. Los jueces se han vuelto recelosos, conocen ahora demasiadas historias inventadas por colombianos, pruebas creadas. Además, como ustedes deben saberlo de sobra, ya el narcotráfico o el secuestro han dejado de ser un problema mayor en su país. De hecho, se ha comenzado a hablar de los diálogos de paz entre el gobierno y la guerrilla. Por desgracia, no tenemos suficientes pruebas para demostrar que ustedes corren peligro si regresan a Medellín o a otra ciudad de Colombia.
Cuando Santi le preguntó si valía la pena apelar, nos aconsejó no hacerlo:
—Los jueces son muy estrictos en sus requerimientos y los gastos son muy altos, y en la mayoría de los casos, se los digo con honestidad, es dinero perdido.
Ni el gobierno canadiense ni la juez ni el abogado entienden –cómo lo van a entender– que no se trata de que nuestras vidas estén amenazadas. Para nosotros, esta decisión solo constata que estos once años no sirvieron para nada. Desde hace ya unos meses Santi viene reprochándome que en Canadá perdimos todo lo que habíamos conseguido.
—Nada depende de nosotros como en Estados Unidos, Titi. Con ese maldito número nueve en la tarjeta de seguridad social, estamos condenados a quedarnos sin trabajo. Nadie se arriesga a darnos un empleo porque saben que estamos en espera de refugio y nos ven como lo peorcito que llega a esta ciudad. De nada nos ha servido ser legales en este país. En Indianápolis, por lo menos podíamos trabajar, sin que nadie se metiera o pareciera importarle. Aquí esperamos, y seguimos esperando, mientras aprendemos inglés. En clases, sí, como soñabas, pero en esas clases nadie aprende nada. En la calle, con la gente, es la única forma de aprender un idioma. Estoy harto, Titi, no puedo esperar más. Necesito trabajar, por lo que sea, maldita sea. No me aguanto más esta vida así, sin nada, paralizados esperando una hijueputa cita.
Y era verdad, no podía más. Al mes de aquella conversación, Santi, mi Santi, se convirtió en otro que yo no conocía. Sacaba cualquier excusa para no ir a clase: “Tengo que ir al doctor”, “Me duele la cabeza”, “Anoche no dormí nada, no puedo ir a la escuela”, “Tengo una entrevista para preparar mi c.v. con la encargada de los servicios sociales”. Eso me decía al principio, y después de unos meses dejó de darme justificaciones.
—Hoy no voy –me informaba.
Cuando yo le preguntaba si no le daba miedo que nos quitaran la ayuda por su falta de asistencia, me respondía que no me metiera, que ya encontraría él una forma de explicarlo. Me aseguraba, además, que no tenía por qué preocuparme por sus cosas. ¡Claro que me preocupaba! Más que nunca, pues Santi empezaba a convertirse en un hombre que ni los niños ni yo podíamos reconocer. Aunque nunca me culpó de manera directa por haber perdido, según él, todo lo que habíamos conseguido en Estados Unidos, su rabia conmigo se hacía cada día más evidente.
Si pudiera retroceder en el tiempo, estoy segura de que Santi nunca se habría ido de Estados Unidos. La vida allí le dio todo lo que soñaba, y a sus ojos –y a veces, cuando siento culpa, también a los míos– fui yo quien le robó su paraíso.
—¿De qué nos sirve que mi hermana Sofía esté aquí en Canadá? Nunca la vemos, nunca tiene tiempo para nosotros, no me puede ayudar a conseguir trabajo, así sea por debajo de cuerda, y estoy seguro de que preferiría que no estuviéramos aquí –me respondía cuando yo le aconsejaba que fuera a verla, que conversara con ella. En los momentos en que lo veía desesperado, trataba de recordarle que al menos él tenía cerca a alguien de su familia que lo podía ayudar o, por lo menos, abrazar.
Pero Santi tenía razón. Aunque en su familia se adoran, se abrazan y besan de forma exagerada cuando se ven, las cosas son claras entre ellos: cada uno se salva como puede porque ya todos tienen demasiados problemas. Santi me lo dijo, él sabía desde el principio que Sofi no nos ayudaría sino con la entrada a Canadá. No le creí, pero así fue.
Después del choque en Indianápolis, no encontraba otra solución. Según lo que había leído en internet y escuchado de algunas conocidas en Indy, para que una persona procedente de Estados Unidos pudiera cruzar la frontera y pedir el refugio en Canadá, debía contar con un familiar que fuera residente o ciudadano canadiense. Sofi se había hecho residente hacía unos meses y esta pequeña posibilidad se me fue convirtiendo en mi única esperanza de vida.
Lo vamos a conseguir, pensaba. Vamos a poder encontrar una salida legal y llevar una vida normal. Nosotros podíamos intentarlo, buscar una forma de demostrar que la ilegalidad en Estados Unidos había sido solo una consecuencia de la violencia que habíamos sufrido en Colombia. Aunque no fuéramos víctimas de un secuestro o una bomba, ni tampoco desplazados de la guerra, sí habíamos vivido experiencias duras, durísimas. Nadie podía negar las amenazas que le habían hecho al papá, los sufragios, las llamadas a la casa sin que nadie respondiera, el robo de la moto y las vacunas que le habían exigido los paras al papá para que no se le metiera la guerrilla en la finca. Todo eso era verdad, inclusive las boletas que le mandaban a Elisa diciéndole que si no aconsejaba bien al papá, lo matarían. Las evidencias existían, era un hecho que el papá y Elisa habían sido amenazados y, según los sufragios, la vida de cualquier miembro de la familia corría peligro. Pero siendo sinceros, ni a Santi ni a mí nos llegó a pasar algo serio.
Recuerdo que mis papás se aterrorizaban cada vez que Santi y yo salíamos en la moto y nos íbamos a pasear.
—No se expongan más –me pedían muy preocupados–. ¿Quién va a saber si esos locos de verdad nos hacen algo? Y yo les contestaba que no fueran tan cansones, que nosotros sabíamos cuidarnos.
Santi y yo estábamos jóvenes, habíamos crecido en medio de la violencia y sentir el peligro diario era algo que ya llevábamos en las venas. Además, nosotros solo queríamos pasar bueno y disfrutar. Claro, esa tranquilidad solo duró hasta el día en que nos robaron la moto, nos amordazaron y nos quitaron la plata, los papeles y las tarjetas de crédito. Aunque todos en mi familia sabíamos muy bien que fueron otras las razones las que aceleraron nuestra salida de Colombia, oficialmente teníamos la forma de demostrarle al gobierno canadiense que nuestra vida había corrido peligro y habíamos sido amenazados. Juro que nuestros argumentos para solicitar el refugio en Canadá no se basaban ni en una mentira ni en unos documentos falsos. Lo cierto es que sí tratamos que nuestra historia pareciera más dramática de lo que había sido en realidad. Yo sabía que si queríamos tener una posibilidad, necesitábamos saber mostrar las evidencias no solo de una manera ordenada y lógica, sino convincente. Para eso Elisa o uno de sus amigos nos podía ayudar.
—Santi, no vamos a tener problemas, podemos pasar. La amiga de Amparo solo nos cobra dos mil quinientos dólares y se compromete a ayudarnos con todos los papeles y a entrenarnos para las entrevistas. Ella conoce el procedimiento de memoria. Santi, no puedo quedarme aquí. Aunque tengamos esta casa linda y estemos bien ahora. Estoy muerta del miedo, tengo pánico, taquicardias, y todo el tiempo me imagino que nos va a pasar algo, le repetía cada noche después del accidente. Y una noche, después de mucho discutir y rogarle, logré convencerlo.
Todo ocurrió en cuestión de un par de meses, inclusive mucho más rápido que cuando dejamos Colombia. Sin darnos cuenta, abrimos los ojos y allí estábamos, en aquel puente, justo delante de la frontera entre Estados Unidos y Canadá, esperando en la fila de carros a que llegara nuestro turno.
Recuerdo el momento en que le dijimos a Manue que debíamos irnos y que no podría estar ni en su presentación de ballet ni en su grado de Middle School. Fue la primera vez que vi un reproche real en su mirada. Intenté permanecer inquebrantable, insensible, devolverle la mirada como si estuviera viendo a una desconocida. Mirarla con esa frialdad y afirmarle que no había otra salida fue casi tan cruel como vivir aquellos días horribles en el pabellón de quemados del Hospital San Vicente.
“No tenemos otra salida, hija, verdad que no, no te imaginas el lío en que estamos metidos desde hace ya casi diez años. Si no nos vamos ahora de Estados Unidos, tú y Migue no podrán estudiar en la universidad. Tus posibilidades de bailar, pese a tu talento, serán solo un sueño”, quería decirle. Pero permanecí callada, hermética. Estaba segura de que no lo entendería, no podría entenderlo, nunca la preparamos para ese momento.
—No resisto ver a Manue tan triste y brava con nosotros –me repetía Santi.
—Lo hacemos por ellos. Debemos ser firmes, aunque no entiendan. Tenemos que luchar ahora por su educación, para que sean legales, y evitar que en un futuro sufran más –le contestaba mostrándome segura de mí misma, pero por dentro me estaba muriendo de susto, de terror a equivocarme.
Tal vez solo lo hacía por mí, y no por ellos, yo qué sé. Estaba harta, aturdida, y no aguanté más. De todas formas, cuando veo el estado depresivo en que está Santi, el cargo de conciencia me quita el alivio y la poca felicidad que he sentido de estar en este país con un permiso oficial.
Indianápolis, Estados Unidos, había sido nuestro salvavidas en el momento del naufragio. Canadá era nuestro futuro, el futuro de nuestros hijos, y me concentré en hacer de nuestra petición de refugio un caso verosímil, sólido, del que el papá se sintiera orgulloso. Lo único que me importó desde que tomamos la decisión de irnos fue buscar todos los papeles y demostrarles a las autoridades canadienses que merecíamos la oportunidad de vivir en su país.
La fila en la frontera duró casi una hora. Santi y yo permanecimos callados casi todo el tiempo, mirando por las ventanillas. Manue y Migue contaban los carros que faltaban para que llegáramos a la caseta oficial, hacían comentarios sobre la fila que se estaba moviendo más rápido o sobre alguna familia o pareja que iba en otro carro. Cuando llegamos al semáforo en rojo, Santi tomó mi mano, luego bajó la ventanilla y dijo:
—Que sea lo que Dios quiera –y luego se persignó.
Mis manos sudaban y sentía un frío interno que solo se calmó seis horas después, cuando nos dejaron pasar.
—Sus pasaportes –nos pidió el oficial.
—Venimos a pedir refugio –le contestó Santi con una voz recia y bastante calma, entregándole nuestros pasaportes.
—Esperen un momento, por favor –nos respondió y un momento después, por el teléfono de su caseta de seguridad, se comunicó con uno de sus superiores.
Seguimos cada una de las instrucciones que los diferentes oficiales nos iban dando. Nos hicieron entrar a un salón con muchas sillas y taquillas. Esperamos casi media hora antes de que nos llamaran. En aquel salón frío no había mucha gente y casi todos los que esperaban tenían familias con dos o tres niños como nosotros. Recuerdo que había una pareja musulmana –lo sé porque la mujer llevaba burka– con cuatro niñas pequeñas, que se veían muy cansadas, a la que no habían llamado pese a que llevaban en la espera mucho más tiempo que nosotros. También había una pareja de italianos que hablaban durísimo y cuatro chicas estadounidenses que estaban esperando a dos de sus amigas latinas. Migue iba al baño cada diez minutos; Santi no podía quedarse quieto, se levantaba, iba al baño, regresaba, tomaba agua, se volvía a sentar; Manue escuchaba música en su iPod y yo revisaba cada dos por tres mi cartera para cerciorarme de que tuviéramos todos los papeles.
Recuerdo bien lo que sucedió cuando nos hicieron entrar en una de las oficinas. Un oficial más viejo que el otro nos invitó a tomar asiento y de ahí en adelante empezó a interrogarnos y transcribir nuestras respuestas en su computador. El tiempo pasó rápido y, aunque las preguntas no parecían tener fin, todo lo que ocurrió en aquella oficina fue bastante relajado. Durante el interrogatorio fue Santi quien respondió a casi todas las preguntas. A veces el oficial me miraba y me pedía que le entregara alguno de los papeles. Cuando terminamos, dos horas después, el oficial nos pidió que siguiéramos esperando, pues era el turno de hacer los trámites de entrada del carro, y pronto llamarían a Santi.
Cuando el proceso terminó eran casi las seis de la tarde, y todos teníamos hambre y estábamos agotados. El momento que tanto había esperado llegó cuando el oficial nos dijo:
—Mr. and Mrs. Botero, this is a provisional permit to stay in Canada. You have one week to complete the papers that are required by Canada’s Government. Have a good night, and welcome to Canada.
Después de besar a Santi y a los niños, antes de subir al carro, sentí que toda la adrenalina del día se iba a mis pies. Por primera vez en diez años era libre. En una hoja membretada del gobierno canadiense, con sellos y números, se podía leer que mi familia y yo teníamos permiso oficial para vivir en Canadá. Cuando Santi empezó a manejar, primero a sesenta, luego a ochenta, hasta llegar a cien, como indicaban los paneles de velocidad, cerré los ojos y pensé en el papá. Tal vez, desde alguna parte, me estaría viendo.
—Lo logramos –le dije–. Lo logramos de una manera legal –volví a decir, esta vez en voz alta, y tomando la mano de Santi.
Habíamos olvidado por completo llamar a mi mamá, a Elisa, a la familia de Santi. Todos estarían esperando nuestras noticias. Pero yo no tenía ganas de hablar en aquel momento. Quería disfrutar de ese segundo que había soñado por años.
La cara de Manue y Migue ya no tenían la expresión de rabia, desilusión, tristeza y temor con la que habíamos viajado desde Indiana hasta cruzar la frontera. Ahora veía en ellos asombro y una sonrisa, y ese cambio recompensaba todas mis dudas y desvelos de los últimos meses.
—Applebee’s, Dad –gritó Migue sorprendido, como si viera a uno de sus mejores amigos de Indy.
—Walmart, Office Depot, Pier 1 Import –señaló Manue con la misma alegría desprevenida de Migue–. It’s like home, Mom.
—It will be like home –les prometió Santi sonriendo y mirándome con aprobación–. Canada will be our home.
Nunca olvidaré la sensación de libertad de aquella primera noche en Canadá. Después de tantos años, por fin estaba en Norteamérica de una manera legal. Dejé que Santi llamara a Elisa y a mi mamá y les contara que todo había salido bien. Aunque estaban ansiosas por escucharme, él les prometió que yo las llamaría al día siguiente. Por ahora necesitaba disfrutar mi logro, lo merecía. No me importaba que después tuviéramos que hacer miles de trámites, llenar formularios, empezar nuestra vida desde cero. Cada lugar que veía me parecía el más hermoso que jamás había visto. Nadie podía robarme ahora aquella certeza de que yo, Cristina Restrepo García, había dejado de ser una indocumentada.
Es difícil que alguien que no haya vivido una situación como la nuestra pueda siquiera imaginar lo que es vivir un cambio así. Había pasado diez años de mi vida sintiendo que nadaba a contracorriente, como los salmones. Muchas veces despertaba en las noches con la sensación de estar viviendo bajo la superficie en un lago de agua estancada, donde alguien hundía mi cabeza cada vez que intentaba salir a respirar. Así viví todo ese tiempo, sin aire o nadando a contracorriente y dándome ...
Índice
- Cubierta
- Portada
- Créditos
- Contenido
- I. Tiempo de inicio
- II. El paso del tiempo
- III. Los buenos tiempos
- IV. Tiempo de cambio
- V. Tiempo de respuestas
- VI. El final de un tiempo
- Agradecimientos
- Contracubierta