Para la segunda fotografía me pides que me pare desnuda frente a la ventana. Tu voz suena ligeramente más grave. Me rehúso a volver la mirada por temor a encontrarme con alguien distinto, pero te acercas y una de las lámparas te ilumina el rostro. Busco entre las sombras. Siento que alguien más mira, aunque no hay nadie en el altillo además de nosotros. Tomas el libro de tapas rojas y me muestras el signo de la portada, un ideograma formado por dos líneas abiertas como las patas de una A, una línea horizontal que atraviesa el conjunto por el centro como brazos de una estrella pitagórica y una tilde en lo alto. Me pides que empañe el vidrio para trazar el signo con el índice sobre el cristal.
Ensayo varias veces la figura sobre la palma. Me esfuerzo por sacudirme el pudor al tiempo que abandono el frágil abrigo de la muselina blanca. Me quito también la pantaleta y voy hacia la ventana. Te veo clavar el ojo en el visor de la cámara para estudiar la toma. Mientras tanto, la piel se me eriza de frío, puedo ver las cumbres hirsutas, mis pezones duros y apretados como una cresta dorada de pan. Siento un leve temblor en el centro del cuerpo. Te demoras en cambiar el rollo, en ajustar las lámparas y los antirreflectores. No debe ser fácil tomar una foto frente a una ventana con la oscuridad de fondo. Me doy la vuelta y recargo las nalgas desnudas en el alféizar. Trato de abrigarme el pecho con los brazos.
—¿De qué se trata la novela? —te pregunto para no pensar en el frío, para llamar tu atención.
—¿Cuál novela?
—Esta, la de las fotos.
—Es… —vas a la mesa por el fotómetro y lo acercas al perímetro de la luz, lees las cifras, alejas más una de las lámparas—. No es que trate de algo en específico.
—¿Cómo?
—Es como si varias imágenes se empalmaran en un mismo instante, pero en realidad no sucede nada.
—¿Cómo puede no suceder nada? Es una novela.
—O sea, sí ocurren cosas, pero de forma hipotética, como variaciones en torno a una sola imagen, y lo que estamos representando acá son esas variaciones…
Me haces una seña de que estás listo, me doy la media vuelta y empaño el vidrio con mi aliento.
—Digamos que es algo así como una interpretación gráfica de la factualidad de la novela —dices con el índice suspendido sobre el obturador.
—¿Cómo que de la factualidad, si se supone que no sucede nada?
Trazo el ideograma sobre la mancha opaca. Arrastro la yema del índice sobre la superficie húmeda para dibujar los tres trazos más la línea horizontal: las cinco puntas de una estrella. Escucho su respiración pausada a mis espaldas, el chasquido del obturador. En la fotografía aparecerá la línea de mi espalda recortada contra el cristal de la ventana oscurecida por la noche. Las ramas del tulipanero sumergen sus flores en el cielo espeso de la madrugada. Mi cara y mis pechos se reflejan en el vidrio. Imagino a alguien oculto allá abajo, viéndome entre la maleza, alguien que desde la calle mira una mujer desnuda, apoyada en el alféizar, dibujando un ideograma chino en el cristal empañado, aunque llueve y me parece difícil que con este clima, a esta hora, haya alguien caminando allá afuera.
—¿Te acuerdas de la fotografía que estaba en el baúl?
—¿La del hombre que está siendo despedazado?
—Ajá.
—¿No vas a cortarme en pedacitos, verdad?
—No digas estupideces, Min, por supuesto que será una representación. Un fotomontaje, con efectos y sangre de utilería.
—Uy, ya me estoy volviendo a poner nerviosa.
—Espera. Necesito una serie más…
De pronto la puerta se abre de golpe con una ráfaga, azota contra el muro y yo volteo contrahecha, cubriéndome los pechos y el pubis con cara de vergüenza y pasmo.
Las monedas caen del mismo lado, tres yang es igual a yang, nueve en tercer lugar. Dibujo una línea entera sobre las dos anteriores: se presentan ciertas discordias y una ligera causa de remordimiento.
La primera habitación estaba ordenada y en calma, suspendida en el silencio. Aunque los muebles eran los de una recámara de matrimonio, primaba un gusto femenino: el tocador junto a la entrada, la cama con dosel hacia el poniente, dos burós a cada lado con sendas lámparas de pantalla de seda, un espejo de cuerpo entero en el rincón del fondo y dos sillones junto al ventanal que daba al balcón. La alfombra color palo de rosa apagaba el sonido de mis pasos. Gruesas borlas de polvo lanudo se habían acumulado en los rincones, entre la bisutería, sobre el raso de las almohadas y al pie de las cortinas a juego con la alfombra y el papel tapiz floreado, entre las botellitas de perfume y los frascos de crema alineados frente al espejo del tocador, sobre el alhajero de laca michoacana, entre los cepillos, los tubos y las horquillas, en la canasta de prendedores y peinetas y brochitas de maquillaje, sobre los estuches de sombras y los labiales carmín, sobre la caja de jaboncitos Maja con su altiva flamenca dibujada en la contratapa, y la talquera nácar y el rosario, y la cajetilla abierta de cigarros Parisienne que tenía dentro un encendedor de metal con diseño de flores.
En la esquina del tocador había un gastado monedero de bolillos de metal lleno de billetes y monedas antiguos, un boleto de autotransporte, una llave y pastillas de menta. El alhajero estaba repleto de perlas y brillantes falsos que daban forma a elaborados diseños de época. Tomé un enorme arete de piedras tornasol apiñadas en racimo, pesado y horrendo. Se sujetaba del lóbulo con un broche de presión que al ponérmelo, me produjo una dolorosa palpitación en la oreja. Me lo quité de inmediato. Abrí el estuche de sombras con forma de cola de pavorreal: cada pluma una pastilla de un color distinto. Tallé la punta del dedo sobre el rosa, me apliqué el color iridiscente sobre los pómulos y me nació la risa de cuando jugaba a escondidas con las cosas de mi madre. Recordé sus manos bruscas restregándome la cara en el chorro de agua. Los perfumes ya olían rancio, pero la manteca bermellón de los labiales era todavía muy suave.
Era evidente que la habitación había quedado intacta desde el momento en que cerraron la puerta, mientras el tiempo seguía transcurriendo para el polvo y para la materia que se deterioraba en el lento palpitar de sus partículas. Lo natural hubiera sido que los objetos se dispersaran por el mundo, que los vestidos poco a poco salieran libres a buscar suerte, que se regalaran o heredaran los abrigos, que los zapatos de tacón alto fueran cediendo lugar a calzado más sobrio y cómodo, mocasines de señora mayor, pantuflas. Si el motivo del abandono hubiera sido una enfermedad, existirían incluso borradas las huellas de la convalecencia. Sin embargo los remedios no alcanzaron a ocupar el lugar de los perfumes, ni la cama daba señal alguna de postración. Era como si un día cualquiera la dueña de esta habitación hubiera salido de la casa y se hubiera echado a andar sin detenerse hasta desaparecer; sin monedero, sin bolso, sin maleta, sin ropa de viaje, sin neceser. Como si alguien, al cerrar aquella puerta, cerrara de golpe también su existencia.
El clóset corría a todo lo ancho del muro frente a la cama. Guardaba un aroma intenso y muy humano que se mezclaba con el olor a cuero y humedad. Los zapatos naufragaban en un mar de pelusa que la ropa había soltado sobre ellos de forma paulatina como escamas de piel. En sendas bolsas de plástico languidecían los vestidos de telas estampadas en rojo, naranja y café, verde aguacate y negro, ocre, chedrón, verde lima. Algunos tendían a la sicodelia, otros eran más elegantes y conservadores, cortes tipo Chanel de telas gruesas y sin estampado, pero con una textura sólida que el tiempo no había dañado en absoluto. La tercera parte de la ristra estaba ocupada por abrigos de diferentes pieles, no hubiera sabido nombrar la presa de la que formaron parte, pero algunas conservaban la cola o la cabeza disecada. Con todo y el horror, mis manos no se resistieron al tacto y descolgué el primero. Sentí su peso animal sobre los hombros, abrazo lánguido, tacto de aire en la nuca, olor a tegumento y restos de un perfume y de un cuerpo muy lejanos. En los compartimentos del clóset había toda clase de espléndidos accesorios, gafas para el sol, mascadas, guantes, sombreros, tocados con velo, carteras para combinar con los zapatos. Necesitaba cubrirme la cabeza para que el pelo no se me llenara de polvo. Elegí entre las sedas una modesta pañoleta de vaquero que estaba en el compartimento superior. Acerqué el taburete y tiré de ella, pero una de sus puntas estaba atorada. Al meter la mano descubrí que la punta estaba atorada en la ranura del mueble, lo que delataba la movilidad de la pieza. El sistema de la trampilla era muy simple: presionar y soltar. Hice a un lado las bufandas y los guantes apilados con descuido y fue así como descubrí el fondo falso que ocultaba la caja fuerte. Accioné la manija solo para comprobar que estaba asegurada. Supuse que los parientes de Zuri le darían la combinación, pero me causaba una curiosidad enorme ver lo que había dentro. Quizá yo misma podía dar con la clave, y si lo lograba, contarle del hallazgo y mostrárselo intacto como prueba de integridad.
Tomé la pañoleta y volví a poner las cosas en su sitio. Pasé revista a los vestidos. Eran más o menos de mi talla, aunque me sorprendió lo acentuado de la cintura, como si las mujeres de antes tuvieran una forma distinta, cortadas al molde de las fajas color carne y los petos de liguero que se fabricaban entonces; había un cajón repleto de ellos. Me miré en el espejo presentando frente a mí un vestido negro y otro color lima y un traje Chanel con hombreras de esponja. Me desnudé frente al espejo divertida con el juego de ser otra. Aventé mi ropa a la cama y me probé el primero.
La mujer se estiró las medias hasta el muslo y atoró la orilla en los broches. El fondo de nylon que acababa de quitarse escurrió por el borde del colchón y cayó sobre la falda de cuadros sesgados y el suéter café arrebujados en el suelo. Se puso un juego de falda recta color crema y blusa de organza, pero el conjunto no tenía contrastes, era como una cucharada de merengue. Se puso la falda negra de pliegues y pensó que ese largo no le favorecía, hacía que se le vieran cortas las piernas cortas. Probó con un vestido de flores, pero era demasiado sencillo, los invitados eran gente culta, sofisticada, no quería parecer una mujer pueblerina, una simple ama de casa. Probó con un traje sastre, pero se sintió acalorada solo de sentir sobre el cuerpo la tela de lana. Se probó un vestido de noche, pero el brillo del bordado de cuentas le pareció exagerado para una cena en su propia casa. Volvió a la blusa de organza, esta vez con los botones desabrochados en el escote, una falda lápiz color negro y zapatos negros de tacón alto. Le sonrió a su propio reflejo. El conjunto era discreto, pero marcaba la figura que tanto le había costado recuperar después del parto de las gemelas. Fue hasta el tocador y se levantó el tupé, lo sujetó con varias horquillas, rectificó el envoltorio tras la nuca y volvió a aplicarse perfume en las muñecas y en el cuello. Por último, el toque bermejo en los labios.
Cuando sonó el timbre, la mujer estaba en la cocina, todavía en fachas, con aquella falda de cuadros sesgados y su viejo suéter café, con las mangas subidas hasta el antebrazo como colegiala; para colmo, llevaba el delantal más feo y más sucio, quemado de una orilla. Le gritó a Oralia para que abriera, pero no estaba segura de que la hubiera oído porque debía estar terminando de acostar a las niñas. De nuevo sonó el timbre. Se acercó al comedor para volver a llamar a Oralia, o que Eligio, que se había encerrado en la biblioteca, se diera cuenta de que estaban ocupadas e hiciera favor de abrir. La crema de espárragos levó hasta el borde y ell...