1. El temor a liderar
En la sociedad posmoderna, la presión y la ansiedad se han hecho muy comunes en los ámbitos laborales. Con frecuencia, los trabajadores sufren relaciones de sumisión y de explotación, agravadas por la crisis y por la precariedad ambiental.
Es difícil hallar personas dispuestas a liderar organizaciones, especialmente si este liderazgo no va acompañado de un gran incentivo económico. Es difícil encontrar personas dispuestas a gobernar y a gestionar la complejidad en contextos de incertidumbre social, política y económica y de una gran vulnerabilidad de los sistemas.
Faltan líderes, personas dispuestas a tomar el timón de las organizaciones. Se observa un temor a liderar, especialmente a aquellas instituciones más expuestas a la luz pública en las que el líder fácilmente es objeto de crítica o incluso de escarnio.
Este temor a liderar conduce a la inactividad o bien al seguimiento inercial. Se espera que el otro tome la iniciativa y se está atento al mínimo error para criticarlo; pero, cuando a alguien se le da la posibilidad de tomar el timón, renuncia a asumir responsabilidades. Esta resistencia a liderar obedece a una moral indolente y autocomplaciente de quien está a la expectativa y prefiere jugar el papel de espectador más que de actor.
Formar líderes es imprescindible, pero esto significa formarlos para vencer el miedo a liderar, es decir, a fracasar, a no conseguir el propósito de hacer realidad la misión de la organización. Más allá de los conocimientos, de las técnicas y de las habilidades comunicativas básicas para poder liderar grupos se necesita la formación del carácter, del ethos, como decían los filósofos griegos, de aquel recurso intangible que mueve a la persona a asumir responsabilidades en situaciones de gran volatilidad.
La circunstancia que vivimos no ayuda a adoptar el rol de líder. De la era líquida hemos transitado a la era de la volatilidad. Los sistemas, las instituciones y los proyectos son volátiles. No solo se licua, a gran velocidad, todo lo que parecía sólido, sino que desaparece, se esfuma y se dispersa en mil partículas suspendidas en el aire. Al mismo tiempo emergen nuevas realidades que también son tan volátiles e inconsistentes como las que acaban de desaparecer.
Si el aroma del tiempo, utilizando la bella expresión de Byung-Chul Han, es la volatilidad, liderar es más difícil que nunca en el presente, porque siempre presupone temporalidad, narración, persistencia en la misión, capacidad de cohesionar personas en un solo proyecto y de mantenerlo cohesionado a lo largo de un período.
En una gran parte de organizaciones culturales, educativas, sociales y cívicas existe una clara falta de líderes. En algunos casos, esta situación se resuelve prolongando a regañadientes la vida del líder actual, lo cual es negativo para la organización, porque falta el impulso y el entusiasmo de las ideas nuevas, pero también para la misma persona que se ve obligada a proseguir al frente de una comunidad cuando, de hecho, querría dedicarse a otros quehaceres.
En la motivación a liderar existe una constelación de elementos difícil de separar. Hay motivaciones que se mueven en el plano consciente, pero algunas quedan en el plano inconsciente. Hay motivaciones altruistas, como el espíritu de servicio y la voluntad de contribuir objetivamente a la mejora de una comunidad humana, de un pueblo, de un colegio, de un hospital o de una residencia geriátrica. También hay motivaciones no altruistas que tienen que ver con el reconocimiento, con el prestigio, con la ruptura del anonimato o bien con la vanidad y con el poder.
En ética no es legítimo elaborar juicios de intenciones, porque solamente uno mismo es capaz, y con mucho esfuerzo, de averiguar qué lo conduce a liderar una comunidad, a asumir los sacrificios personales y familiares que supone tomar el timón de una organización.
Desde fuera es difícil emitir juicios, porque no llevamos las motivaciones escritas en la frente y, aunque pudiéramos vestirlas de seda y presentarlas con gran altisonancia, los demás no saben exactamente lo que nos mueve a liderar.
Cuando reflexionamos sobre el liderazgo ético, no nos referimos solo a la forma de liderar, la causa formalis, en lenguaje aristotélico, a cómo se ejerce el gobierno de una comunidad humana, sino también al plano de las intenciones, a lo que mueve a alguien a liderar, a tomar el timón de la barca, la denominada causa finalis.
En el mejor de los casos debería ser la voluntad de servicio y de donación, pero, aun en el caso de que fuera esta la motivación, ello no garantiza per se un buen liderazgo, porque la forma de ejercerlo, las prácticas relacionales y las destrezas comunicativas y las habilidades al hacerlo efectivo son decisivas para poder valorar si se trata de un buen o mal liderazgo.
Cuenta la intención, pero la intención es secreta y, con frecuencia, está guardada en el fondo del corazón. Desde fuera, lo que podemos evaluar son las prácticas, las formas de conjuntar al equipo, de progresar en la misión, de distribuir roles, de delegar funciones y, sobre todo, de velar por la unidad del equipo.
No es necesario que todo ser humano esté dispuesto a liderar una comunidad, una colectividad o bien una institución, pero sí que todo ser humano esté llamado a liderar su propia vida, a conducirla de forma responsable, de darle un sentido y una orientación.
Por autoliderazgo entendemos esa capacidad de gobernar la vida propia, de autodeterminarse en la existencia, de proponerse incluso buscar los mecanismos y las sendas para hacerlos realidad, mientras que por liderazgo entendemos la capacidad de gobernar un conjunto de personas para alcanzar conjuntamente una misión que de forma aislada, separada, desmembrados, sería imposible de alcanzar.
No solo observamos miedo al liderazgo, también un cierto temor al autoliderazgo. El progreso integral de una sociedad depende en gran parte de estas dos capacidades. Solo si hay personas que tienen la iniciativa de tomar el timón de las instituciones que existen en el cuerpo social, de dinamizarlas, de darles vida y de aportar nuevas ideas y nuevas orientaciones para que cobren nuevos impulsos, estas instituciones permanecen vivas y dan un servicio al conjunto.
Solamente si hay personas dispuestas a liderar, nacerán nuevas organizaciones para responder a nuevas necesidades y explorar así nuevas posibilidades en el cuerpo social. Todo ello imprime dinamismo a la sociedad, vida a los cuerpos intermedios, riqueza intangible que, a la larga o a la corta, se traduce en riqueza tangible.
2. Cínicos al poder
La llegada de los cínicos a los lugares de poder ha tenido como consecuencia una gravísima crisis de confianza, pérdida de credibilidad hacia todos los líderes y el crecimiento del desánimo y el escepticismo entre la ciudadanía.
No nos referimos al cinismo griego, a la escuela filosófica que adoraba el perro como ejemplo de autenticidad y defendía una vida en comunión con la naturaleza, partidaria de la sobriedad y de la austeridad y crítica con la hipocresía social y el intelectualismo.
El cinismo moderno tiene otra factura, otra finalidad y otras consecuencias. Es el cinismo que explora y critica con lucidez el filósofo alemán Peter Sloterdijk (1947), autor de la Crítica de la razón cínica. Es este el cinismo que ha destruido la confianza en las organizaciones y ha demolido la credibilidad de los líderes. No solo es la incompetencia, es el cinismo el que ha minado gravemente la credibilidad de las instituciones, especialmente de las políticas, económicas y bancarias.
Este filósofo alemán explora con minuciosidad el fenómeno del cinismo moderno y sus múltiples expresiones en la cultura contemporánea. Lo que aquí nos interesa es fijar la atención en el liderazgo de los cínicos, en el efecto devastador que ha tenido y sigue teniendo tanto para las organizaciones como para el cuerpo social.
La cualidad más destacada de un cínico moderno es precisamente que no se note que lo es. Un cínico, en la versión actual, es un gran comediante que ejecuta un papel que no se cree, pero que le da beneficios y que, justamente porque busca estos beneficios, lo desarrolla con la máxima entrega y entusiasmo. Hasta tal extremo lo representa bien que los demás tienen la impresión de que se cree el papel que ejecuta, que es realmente auténtico, que verdaderamente es de fiar, y por ello creen en él, depositan su confianza en esa persona.
El cínico moderno no persigue ningún ideal ni ninguna visión; solo busca su conservación personal y el bienestar de los suyos, pero tiene la capacidad de hacer ver que los ideales importan, que la visión de la comunidad es su razón de ser, y precisamente por eso es seguido y reconocido.
No es fácil cazar a un cínico moderno, captar al comediante que se esconde detrás de un discurso bien articulado. Solo en la trastienda es posible captar un acto fallido, un desahogo inoportuno, una contradicción que lo revela como gran comediante; pero si es un buen cínico sabe cuidar de los detalles hasta el último extremo, de tal forma que sus seguidores creerán que es auténtico, coherente y fiel a la visión de la organización como el que más.
El cínico moderno es un calculador. Articula el discurso que beneficia más a sus intereses particulares. Cambia de discurso cuando conviene y adopta el relato que más beneficio...