
- 96 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Descripción del libro
Las revueltas estudiantiles de 1968 constituyen uno de los principales acontecimientos históricos del siglo XX y marcan, de algún modo, el fin de un periodo. Siempre bajo la sombra de la controversia, ese mes de mayo abrió para unos las puertas de una anhelada libertad. Para otros, sin embargo, fue el caldo de cultivo de buena parte de la crisis actual.
Cuando se cumplen cincuenta años de las protestas, Josemaría Carabante ofrece aquí una breve explicación sobre las ideas que las impulsaron, en el favorable marco cultural de la posmodernidad. De modo divulgativo, presenta también la galería de pensadores que aportaron el aparato doctrinal a esta revolución cultural, cuyo mensaje aún resuena con fuerza en nuestros días.
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HistoriaCategoría
Historia francesaDE FREUD A DEBORD
PERO ¿CUÁLES FUERON LAS CORRIENTES filosóficas y las ideas que avivaron la contestación universitaria? En la historia del pensamiento, como en la de la cultura, no hay propiamente saltos ni rupturas: todos los movimientos maduran y se van forjando, configurándose como secuelas, en forma de continuidades apenas confesadas o críticas, más o menos explícitas, a tendencias precedentes.
Por otro lado, en todo camino cultural operan influencias lejanas. En el caso del 68, se conoce su relación con las vanguardias artísticas de principios de siglo y se divisan en sus ánimos lúdicos y transgresores los arrebatos del surrealismo. Pero en muchas de las actitudes de sus protagonistas es posible averiguar el influjo de los filósofos de la sospecha y, en concreto, parecen haber sido especialmente importantes en su articulación los postulados de Freud.
Del mismo modo, las obras de intelectuales coetáneos, como Marcuse, Debord o Vaneigem contribuyeron a nutrir el inconformismo que enconó los recintos académicos y los bulevares de París. Las revueltas aprovechan los dos filones, el cultural y el psicológico, que todos ellos ayudaron a entreabrir y que después, a finales de los sesenta y principios de la década siguiente, la filosofía posmoderna continuó explotando. La crítica de Raymond Aron al utopismo político y a la ideologización de la universidad nos servirá de punto de contraste.
EL FILÓN FILOSÓFICO DE LA SOSPECHA
Para Habermas, el posmodernismo que comienza a germinar en la década de los sesenta toma el testigo de Nietzsche y, como él, rechaza radicalmente el proyecto moderno[1]. Pero la alusión sería incompleta si se tienen en cuenta las referencias intelectuales de quienes, ya en la década de los cincuenta, ampliaban el alcance de la emancipación y detectaban el espectro de represiones que sojuzgaban a los apáticos ciudadanos de las democracias liberales.
Así, junto a Nietzsche, habría que situar también a los otros maestros de la sospecha: Freud y Marx. A pesar de las diferencias que existen entre ellos, estos tres filósofos comparten unos mismos presupuestos, y en su filosofía se descubre la misma intención terapéutica y reparadora. Los prejuicios que se acumularon durante la década de los sesenta sobre la autoridad, las tradiciones y las convicciones recibidas emanan, de algún modo, de la suspicacia que aquellos pensadores mostraron hacia el optimismo dogmático de la Ilustración. Y también los tres, con idéntica resolución, buscaron desvelar esa realidad determinante y última que los ilusos relatos sobre la libertad, el progreso, la razón o la verdad, a su juicio, encubrían.
Si Marx desemboza la superestructura capitalista y los espejismos ideológicos que el sistema económico yergue, para Nietzsche es el resentimiento y la pusilanimidad intrínseca a la moral judeo-cristiana lo que aplaca y refrena la frondosa fuerza de la vida y la voluntad de poder. Mientras, Freud reputa la libido como la verdad más profunda del yo, cohibida y doblegada por la estructura de conciencia que lo niega.
Son estos autores los que conjuran, de acuerdo con una posible interpretación de su filosofía, los hechizos y ensueños que oprimían al hombre y lo condenaban irremisiblemente a una existencia alienada; reconocen las patologías que afligen al individuo y a la sociedad contemporánea y asumen la misión de redimirlas. El elitismo que rezuma en las revueltas del 68, su origen en las aulas universitarias y su curso posterior, supeditado a las prescripciones del intelectual, están aquí anticipados, de la misma manera que lo están todas las teorías conspiratorias y los complots universales. Porque, como enseñan estos primeros maestros, el hombre ha estado cautivo y han sido Marx, Freud y Nietzsche quienes han descubierto la auténtica dolencia que camuflan los síntomas: la opresión económica, la represión de los instintos, el rencor que reniega de la vida. Desde entonces, muchas corrientes filosóficas se han acomodado a este estilo curativo y liberador. Principalmente, la posmodernidad, que no duda en presentarse como fármaco emancipador, como remedio para desatar al sujeto y al orden social de las cadenas que en su alienación son incapaces de detectar.
Ahora bien: ¿cómo llegaron las propuestas de estos filósofos hasta mediados del siglo XX? ¿Qué caminos filosóficos recorrieron para prolongar su influencia? La pervivencia del marxismo se explica por su extraordinaria plasticidad para ajustarse a diferentes contextos sociales, culturales y políticos y por el talento con que los epígonos de Marx reinterpretaron su obra y salvaguardaron su vigencia, a pesar de que los pronósticos sobre el inexorable derrumbe del capitalismo no se cumplieron.
La naturaleza cambiante del sistema capitalista, su aptitud para solventar las sucesivas crisis económicas en las que se vio inmerso y su taimada habilidad para pacificar la lucha de clases mediante la inserción del proletariado revolucionario en la dinámica de las prestaciones, las compensaciones y los derechos, obligó a recomponer el marxismo occidental y a invertir la correlación entre la base económica y la superestructura cultural.
Como resulta evidente en la obra de Gramsci, y después con mayor claridad en el 68, el marxismo reparó en que la lucha ya no podía ser económica: la batalla debía presentarse en el ámbito de la cultura, de los valores, de las formas de vida. Es en ese momento, en el contexto de una sociedad opulenta, con las reivindicaciones económicas perdiendo fuste y el sujeto revolucionario disgregándose y distrayéndose en una ingente clase consumista, cuando los pensadores, con más o menos formación marxista, sugieren que la juventud insatisfecha puede convertirse en la nueva esperanza revolucionaria.
Por su parte, el psicoanálisis no tuvo que ser recuperado para contribuir al clima contestatario de los sesenta porque, desde un primer momento, fue fácil adivinar en la concepción freudiana el complemento psíquico del que adolecía el análisis social marxista. La Escuela de Frankfurt se propuso desde su fundación integrar psicoanálisis y marxismo y, ya en los años veinte, al estudiar las raíces sociales y familiares del autoritarismo político, habían interpretado algunos rasgos de las sociedades de entreguerras como patologías. Por otro lado, en la senda abierta por los maestros de la sospecha, los integrantes de la Escuela de Frankfurt detectaron las paradojas e incongruencias del movimiento ilustrado y la dialéctica de un proyecto de liberación que, como ocurrió con el moderno, alumbró nuevas y trágicas formas de dominación[2].
Freud también estaba presente en el ambiente cultural, social y universitario del siglo XX: el erotismo, la desmitificación del sexo y la interpretación de la insatisfacción existencial y las perturbaciones psíquicas a partir de las restricciones impuestas al goce o al placer logran penetrar en la conciencia estudiantil gracias a la obra de autores como William Reich, muy popular en los campus universitarios americanos y europeos durante la época de la posguerra. Reich intentó también unir, pero de un modo más superficial, marxismo y psicoterapia, y su idea de que las perversiones sexuales derivan de las coacciones políticas y sociales que inhiben el libre desarrollo de la sexualidad contribuyó a que, tanto el público universitario como la clase intelectual progresista, se diera cuenta de la naturaleza política, e incluso revolucionaria, del deseo sexual.
Pero si Freud y Marx no fueron redescubiertos repentinamente en el 68, pues nunca desaparecieron del entorno intelectual, ni social ni político, la suerte de Nietzsche fue bien distinta. Aunque, para ser justos y a tenor de su rabiosa actualidad, su éxito puede que sea más duradero y su dominio podría mantenerse en un futuro próximo. Relacionado al principio con el culto a la fuerza y la sangre y estigmatizado con el baldón del nazismo, su obra permanecía vinculada al autoritarismo y la reacción, hasta que, justamente, en los años sesenta se produjo lo que ha dado en llamarse el “Nietzsche-Renaissance”[3]. El nihilismo vitalista del filósofo alemán ayudará a contrarrestar, más tarde, el derrotismo que acontece tras la muerte del hombre y el primado de la contingencia decidido por la filosofía posmoderna.
LA CULTURA COMO REPRESIÓN
El psicoanálisis nunca fue considerado solo un método psiquiátrico puntero, y sus orígenes coinciden con la época en que comienzan a resquebrajarse los primeros tabúes sexuales. También las vanguardias intuyeron en las alusiones al inconsciente y lo instintivo la fuerza creativa de lo irracional, las transgresiones que deparaba lo onírico y ayudaron a transmitir, más allá de sus límites terapéuticos y no siempre con exactitud, las enseñanzas freudianas. Por esta razón, el psicoanálisis, con independencia de su aplicación médica, rebasó las fronteras disciplinarias y se propagó en otros muchos ámbitos del saber. Se infiltró en los recovecos sociales y se coló hasta en los sepultados recónditos de la identidad personal, logrando de algún modo generalizar su concepción filosófica y antropológica.
A diferencia de Marx, que subestimó el alcance de los fenómenos culturales, Freud interpretó la oposición entre instintos y represión en el marco de la cultura, y la dotó de un sentido moral. Vislumbró de ese modo el antagonismo entre la vida —la libertad— y la razón —las prohibiciones normativas—. Atisbó la destructiva dinámica de “eros” frente a ““tánatos”, una dinámica que no operaba, desde su punto de vista, exclusivamente en la psique individual, sino también en la conciencia colectiva. Es esto lo que hizo posible la transformación del psicoanálisis en instrumento de crítica política y social, y lo que sirvió para incardinar en el yo el espíritu contestatario.
Con independencia de la valoración que nos merezca la sociedad modernista y lo justificada que puede aparecer a nuestros ojos la crítica de la hipocresía burguesa —tan bien retratada en la sátira inglesa de finales del XIX y principios del XX—, lo cierto es que Freud alcanzó a convertirse en una especie de quintacolumnista porque, aunque nació y logró el éxito en el seno de esa sociedad, dio también la última estocada —y tal vez la más definitiva, a juzgar por su persistencia— a la cultura y civilización modernas, marcadas ante todo por los logros económicos.
Como es frecuente en quienes se inician en la escuela de la sospecha, en Freud aparecen estructuras manifiestas y latentes, apariencias ideológicas y engaños, disimulos y ficciones utópicas, que su enfoque médico interpreta como causas o detonantes de trastornos psíquicos y desórdenes de personalidad. Pero se decantó por otra dimensión para referirse a la base que determinaba la existencia individual y colectiva: para Freud, la economía no es el factor decisivo, como ocurriría en Marx, sino el instinto. De ese modo, cuando las profecías económicas del marxismo comenzaban a cuartearse, las objeciones que Freud presentaba a la cultura de su tiempo pudieron interpretarse en un sentido intrínsecamente revolucionario.
Pero ¿cuál fue en concreto la aportación principal de Freud? ¿Por qué resultaban tan sugestivas las tesis del padre del psicoanálisis, en el clima intelectual y educativo de los sesenta? Lo fueron porque indicaban que las enajenaciones más persistentes se originan en el ámbito de la cultura y de la psique individual. De ahí que las revueltas estudiantiles deban valorarse en función de las secuelas culturales e individuales que dejaron, como hemos apuntado, es decir, por sus consecuencias en la transformación de los estilos de vida y los valores personales, por su repercusión cultural y psicológica. El psicoanálisis enseñaba que la cultura estaba indisociablemente asociaba a la represión, y que era su condición represiva lo que aseguraba la reproducción y la continuidad de la sociedad.
La cultura, según Freud, equilibra y compensa las tendencias eróticas y las destructivas. Encauza y domeña la agresividad del hombre e interviene represivamente en la medida en que la morigeración de la libido hace posible las actividades productivas y la satisfacción de las necesidades más básicas. El trabajo constituye, en la concepción freudiana, el mecanismo a través del cual el ser humano se enfrenta a un entorno hostil y lo domina, el asiento de la civilización, pero el desarrollo de esta última requiere colocar dispositivos de naturaleza represiva en la psique de los individuos. Aparecen entonces las instancias represoras, que instauran los tabúes sobre el placer y decretan la prohibición del goce, ultrajando los itinerarios del deseo sexual e implantando las normas y los criterios que constituyen el germen de la perversión. Si no fuera así, aclara Freud, la impetuosa fuerza del principio de placer, el persuasivo atractivo del hedonismo, no hubiera dejado disponible la energía necesaria...
Índice
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- CRÉDITOS
- CITA
- ÍNDICE
- NOSTALGIA DEL 68
- GEOGRAFÍAS DE LA REVUELTA
- DE FREUD A DEBORD
- CONSTELACIONES POSMODERNAS
- BRECHAS Y ESPERANZAS
- JOSEMARÍA CARABANTE