
- 143 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Cristo en su Santuario
Descripción del libro
"El pueblo de Dios debería comprender claramente el tema del Santuario y el juicio investigador. Todos necesitan conocer por sí mismos la posición y la obra de su gran Sumo Sacerdote" (El conflicto de los siglos, pág. 542). "Sé que la cuestión del Santuario, tal cual la hemos sostenido durante tantos años, está basada en justicia y verdad. El enemigo es quien desvía y distrae las mentes. Le agrada cuando los que conocen la verdad se dedican a coleccionar textos para amontonarlos en derredor de teorías erróneas que no tienen fundamente en la verdad. Los pasajes de la Escritura así empleados están mal aplicados; no fueron dados para sostener el error sino para fortalecer la verdad" (Obreros evangélicos, pág. 318).
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Información
Categoría
Teología y religiónCategoría
Teología sistemática y ética1
Cristo en el sistema de sacrificios
El pecado de nuestros primeros padres trajo sobre el mundo la culpa y la angustia, y si no se hubiesen manifestado la misericordia y la bondad de Dios, la raza humana se habría sumido en irremediable desesperación (Patriarcas y profetas, pág. 45).
La caída del hombre llenó todo el cielo de tristeza. El mundo que Dios había hecho estaba mancillado con la maldición del pecado, y habitado por seres condenados a la miseria y la muerte. Parecía no existir escapatoria para quienes habían quebrantado la ley...
Pero el amor divino había concebido un plan mediante el cual el hombre podría ser redimido. La quebrantada ley de Dios exigía la vida del pecador. En todo el universo sólo existía uno que podía satisfacer sus exigencias en beneficio del hombre. Puesto que la ley divina es tan sagrada como Dios mismo, sólo uno igual a Dios podría expiar su transgresión (ibíd., pág. 48).
La primera indicación que el hombre tuvo acerca de su redención la oyó en la sentencia pronunciada contra Satanás en el jardín. El Señor declaró: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Gén. 3:15). Esta sentencia, pronunciada en presencia de nuestros primeros padres, fue una promesa para ellos. Mientras predecía la guerra entre el hombre y Satanás, declaraba que el poder del gran adversario finalmente sería destruido... Aunque habrían de sufrir por efecto del poder de su poderoso adversario, podían esperar una victoria final (ibíd., pág. 51).
Los ángeles celestiales explicaron más completamente a nuestros primeros padres el plan que había sido concebido para su redención. Se les aseguró a Adán y a su compañera que a pesar de su gran pecado, no se los abandonaría al control de Satanás. El Hijo de Dios había ofrecido expiar, con su propia vida, la transgresión de ellos. Se les otorgaría un tiempo de gracia y, mediante el arrepentimiento y la fe en Cristo, nuevamente podían llegar a ser hijos de Dios.
El carácter sagrado de la ley de Dios
El sacrificio exigido por su transgresión reveló a Adán y a Eva el carácter sagrado de la ley de Dios; y vieron, como nunca antes, la culpa del pecado y sus horrorosos resultados (ibíd., pág. 52).
La ley de Dios existía antes que el hombre fuera creado. Los ángeles eran gobernados por ella. Satanás cayó porque transgredió los principios del gobierno de Dios. Después que Adán y Eva fueron creados, Dios les hizo conocer su ley. Esta no estaba escrita entonces, pero les fue repetida por Jehová...
Después del pecado y la caída de Adán, nada fue eliminado de la ley de Dios. Los principios de los Diez Mandamientos existían antes de la caída, y eran de una naturaleza que se ajustaban a la condición de un orden de seres santos (Spirit of Prophecy, t. 1, pág. 261).
Esos principios fueron formulados al hombre más explícitamente después de la caída, y enunciados para satisfacer las necesidades de seres inteligentes caídos. Esto fue necesario a causa de que la mente del hombre había sido cegada por la transgresión (Signs of the Times [Señales de los Tiempos], 15 de abril de 1875).
Entonces se estableció un sistema que requería el sacrificio de animales, con el fin de mantener delante del hombre caído lo que la serpiente había hecho que Eva no creyera: que la paga de la desobediencia es la muerte. La transgresión de la ley de Dios hizo necesario que Cristo muriese como sacrificio, para así proporcionar al hombre una vía de escape de su castigo y al mismo tiempo preservar el honor de la ley de Dios. El sistema de sacrificios debía enseñar humildad al hombre, en vista de su condición caída, y conducirlo al arrepentimiento y a confiar sólo en Dios, por medio del Redentor prometido, para obtener el perdón por las pasadas transgresiones de su ley (Spirit of Prophecy, t. 1, págs. 261, 262).
El sistema de sacrificios fue trazado por Cristo mismo, y dado a Adán para que tipificara al Salvador que habría de venir (Signs of the Times, 15 de julio de 1880).
El hombre ofrece su primer sacrificio
Para Adán, el ofrecimiento del primer sacrificio fue una ceremonia muy dolorosa. Tuvo que alzar la mano para quitar una vida que sólo Dios podía dar. Por primera vez iba a presenciar la muerte, y sabía que si hubiese sido obediente a Dios no la habrían conocido el hombre o las bestias. Mientras mataba a la inocente víctima tembló al pensar que su pecado haría derramar la sangre del inmaculado Cordero de Dios. Esta escena le dio un sentido más profundo y vívido de la enormidad de su transgresión, que nada sino la muerte del querido Hijo de Dios podía expiar. Y se maravilló de la infinita bondad que daba semejante rescate para salvar a los culpables. Una estrella de esperanza iluminó el oscuro y terrible futuro, y lo libró de una completa desesperación (Patriarcas y profetas, pág. 54).
A Adán se le encomendó que enseñara a sus descendientes a temer al Señor y, por su ejemplo y humilde obediencia, les enseñase a tener en alta estima las ofrendas que tipificaban al Salvador que habría de venir. Adán atesoró cuidadosamente lo que Dios le había revelado, y lo transmitió verbalmente a sus hijos y a los hijos de sus hijos (Spirit of Prophecy, t. 1, pág. 59).
A la puerta del Paraíso, guardada por querubines, se manifestaba la gloria de Dios, y allí iban los primeros adoradores. Allí levantaron sus altares y presentaron sus ofrendas (Patriarcas y profetas, pág. 70).
En los sacrificios ofrecidos en cada altar se veía al Redentor. Con la nube de incienso se elevaba de cada corazón contrito la oración de que Dios aceptara sus ofrendas como una muestra de fe en el Salvador venidero (Review and Herald, 2 de marzo de 1886).
El sistema de sacrificios confiado a Adán... fue pervertido por sus descendientes. La superstición, la idolatría, la crueldad y el libertinaje corrompieron el sencillo y significativo servicio que Dios había establecido. A través de su larga relación con los idólatras, el pueblo de Israel había mezclado muchas costumbres paganas con su culto; por consiguiente, en el Sinaí el Señor les dio instrucciones definidas tocante al servicio sacrificial (Patriarcas y profetas, pág. 380).
PREGUNTAS PARA ESTUDIAR
1. ¿Por qué sólo uno igual a Dios podía expiar la transgresión de la ley divina?
2. ¿Qué significado tuvo la declaración de Génesis 3:15 para Satanás? ¿Y para Adán y Eva?
3. ¿Por qué se les otorgó un tiempo de gracia?
4. ¿Cuál fue el propósito del sistema de sacrificios?
5. ¿Por qué razón el primer sacrificio realizado por Adán fue una ceremonia dolorosa?
6. ¿Dónde levantaron Adán y Eva sus primeros altares? ¿Qué significa esto?
2
El santuario celestial en miniatura
Mientras Moisés estaba en el monte, Dios le ordenó. “Harán un santuario para mí, y yo habitaré en medio de ellos” [Éxo. 25:8]; y le dio instrucciones completas para la construcción del tabernáculo. A causa de su apostasía, los israelitas habían perdido el derecho a la bendición de la Presencia divina, y por el momento hicieron imposible la construcción del Santuario de Dios entre ellos. Pero después que les fuera devuelto el favor del cielo, el gran líder procedió a ejecutar la orden divina.
Hombres escogidos fueron especialmente dotados por Dios con habilidad y sabiduría para la construcción del edificio sagrado. Dios mismo dio a Moisés el plano de esa estructura, con instrucciones detalladas acerca de su tamaño y forma, los materiales que debían emplearse y todos los objetos y muebles que debía contener. Los dos lugares santos hechos a mano habían de ser “figura del verdadero”, “figuras de las cosas celestiales” (Heb. 9:24, 23); una representación en miniatura del templo celestial donde Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, después de ofrecer su vida como sacrificio, habría de ministrar en favor de los pecadores. Dios presentó ante Moisés en el monte una visión del Santuario celestial, y le ordenó que hiciera todas las cosas de acuerdo con el modelo que se le había mostrado. Todas estas instrucciones fueron escritas cuidadosamente por Moisés, quien las comunicó a los líderes del pueblo.
Para la construcción del santuario fue necesario hacer grandes y costosos preparativos; se requería una gran cantidad de los materiales más preciosos y caros; no obstante, el Señor sólo aceptó ofrendas voluntarias. “Di a los hijos de Israel que tomen para mí ofrenda; de todo varón que la diere de su voluntad, de corazón, tomaréis mi ofrenda” [Éxo. 25:2]; tal fue la orden divina que Moisés repitió a la congregación. La devoción a Dios y un espíritu de sacrificio fueron los primeros requisitos para construir la morada del Altísimo.
Todo el pueblo respondió unánimemente. “Y vino todo varón a quien su corazón estimuló, y todo aquel a quien su espíritu le dio voluntad, con ofrenda a Jehová para la obra del tabernáculo de reunión, y para toda su obra, y para las sagradas vestiduras. Vinieron así hombres como mujeres, todos los voluntarios de corazón, y trajeron cadenas y zarcillos, anillos y brazaletes y toda clase de joyas de oro; y todos presentaban ofrenda de oro a Jehová.
“Todo hombre que tenía azul, púrpura, carmesí, lino fino, pelo de cabras, pieles de carneros teñidas de rojo, o pieles de tejones, lo traía. Todo el que ofrecía ofrenda de plata o de bronce traía a Jehová la ofrenda; y todo el que tenía madera de acacia la traía para toda la obra del servicio.
“Además todas las mujeres sabias de corazón hilaban con sus manos, y traían lo que habían hilado: azul, púrpura, carmesí o lino fino. Y todas las mujeres cuyo corazón las impulsó en sabiduría hilaron pelo de cabra.
“Los príncipes trajeron piedras de ónice, y las piedras de los engastes para el efod y el pectoral, y las especias aromáticas y el aceite, para el alumbrado, y para el aceite de la unción, y para el incienso aromático” (Éxo. 35:21-28).
Mientras se llevaba a cabo la construcción del santuario, el pueblo –ancianos, jóvenes, adultos, mujeres o niños– continuó trayendo sus ofrendas hasta que los encargados de la obra vieron que ya tenían lo suficiente, y aun más de lo que podrían usar. Y Moisés hizo proclamar por todo el campamento: “Ningún hombre ni mujer haga más para la ofrenda del santuario. Así se le impidió al pueblo ofrecer más” [Éxo. 36:6]. Como advertencia para las futuras generaciones se registraron las murmuraciones de los israelitas y cómo Dios castigó sus pecados. Y son un ejemplo digno de imitar su devoción, celo y liberalidad. Todo el que ama el culto de Dios y aprecia la bendición de su santa presencia mostrará el mismo espíritu de sacrificio en la preparación de una casa donde él pueda reunirse con ellos. Deseará traer al Señor una ofrenda de lo mejor que posea. La casa que se construya para Dios no debe quedar endeudada, pues con ello Dios sería deshonrado. Debiera darse voluntariamente una cantidad suficiente para llevar a cabo la obra, para que los que la construyen puedan decir... “No traigan más ofrendas”.
El tabernáculo y su construcción
El tabernáculo fue construido desarmable, de modo que los israelitas pudieran llevarlo en su peregrinaje. Por consiguiente, era pequeño, de sólo 55 pies de largo por 18 de ancho y de alto.4 No obstante, era una construcción magnífica. La madera que se empleó en la construcción y en sus muebles era de acacia, la menos susceptible al deterioro de todas las que había en el Sinaí. Las paredes consistían en tablas colocadas verticalmente, fijadas en basas de plata y aseguradas por columnas y travesaños; y todo estaba cubierto de oro, lo cual hacía aparecer al edificio como de oro macizo. El techo estaba formado de cuatro juegos de cortinas; el de más adentro era “de lino torcido, azul, púrpura y carmesí; y... querubines de obra primorosa” [Éxo. 26:1]; los otros tres eran de pelo de cabras, de cueros de carnero teñidos de rojo y de cueros de tejones, respectivamente, arreglados de tal manera que ofrecían completa protección.
La estructura estaba dividida en dos secciones mediante una bella y rica cortina, o velo, suspendida de columnas doradas; y una cortina semejante a la anterior cerraba la entrada de la primera sección. Tanto estos velos como la cubierta interior que formaba el cielo raso, eran de los más magníficos colores –azul, púrpura y escarlata– bellamente combinados, y tenían, recamados con hilos de oro y plata, querubines que representaban la hueste de los ángeles asociados con la obra del Santuario celestial, y que son espíritus ministradores del pueblo de Dios en la tierra.
La tienda sagrada estaba colocada en un espacio abierto llamado atrio, rodeado por cortinas de lino fino que colgaban de columnas de bronce. La entrada a este recinto se hallaba en el extremo oriental. Estaba cerrada con cortinas de riquísima tela hermosamente trabajadas, aunque inferiores a las del santuario. Como estas cortinas del atrio eran sólo de la mitad de la altura de las paredes del tabernáculo, el edificio podía verse perfectamente desde afuera. En el atrio, y cerca de la entrada, se hallaba el altar de bronce del holocausto. En este altar se consumían todos los sacrificios que debían ofrecerse por fuego al Señor, y sobre sus cuernos se rociaba la sangre expiatoria. Entre el altar y la puerta del tabernáculo estaba la fuente, también de bronce, hecha con los espejos donados voluntariamente por las mujeres de Israel. En la fuente los sacerdotes debían lavarse las manos y los pies cada vez que entraban en el departamento santo, o cuando se acercaban al altar para ofrecer un holocausto al Señor.
En el primer departamento, o Lugar Santo, estaban la mesa para el pan de la proposición, el candelero o la lámpara y el altar del incienso. La mesa del pan de la proposición estaba al norte. Así como su cornisa decorada, estaba revestida de oro puro. Sobre esa mesa los sacerdotes debían poner cada sábado doce panes, arreglados en dos pilas y rociados con incienso. Por ser santos, los panes que se quitaban debían ser comidos por los sacerdotes. Al sur estaba el candelero de siete brazos, con sus siete lámparas. Sus brazos estaban decorados con flores exquisitamente labradas y parecidas a lirios; el conjunto estaba hecho de una pieza sólida de oro. Como no había ventanas en el tabernáculo, las lámparas nunca se extinguían todas al mismo tiempo, sino que ardían día y noche. Exactamente frente al velo que separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo, y de la inmediata presencia de Dios, estaba el altar de oro del incienso. Sobre ese altar el sacerdote debía quemar incienso todas las mañanas y todas las tardes; sobre sus cuernos se aplicaba la sangre de la víctima de la expiación, y en el gran Día de la Expiación era rociado con sangre. El fuego que estaba sobre ese altar fue encendido por Dios mismo, y se mantenía como sagrado. Día y noche, el santo incienso difundía su fragancia por los recintos sagrados del tabernáculo y, fuera, por sus alrededores.
Más allá del velo interior estaba el Lugar Santísimo, centro del servicio de expiación e intercesión, el cual constituía el eslabón que unía el cielo y la tierra. En este departamento estaba el arca, que era un cofre de madera de acacia, recubierto de oro por dentro y por fuera, y que tenía una cornisa de oro encima. Era el repositorio de las tablas de piedra, en las cuales Dios mismo había grabado los Diez Mandamientos. Por consiguiente, se lo llamaba arca del testamento de Dios, o arca de la alianza, puesto que los Diez Mandamientos eran la base de la alianza hecha entre Dios e Israel.
La cubierta del arca sagrada se llamaba “propiciatorio”. Estaba hecha de una sola pieza de oro, y encima tenía dos querubines de oro, uno en cada extremo. Un ala de cada ángel se extendía hacia arriba, mientras la otra permanecía plegada sobre el cuerpo [ver Eze. 1:11], en señal de reverencia y humildad. La posición de los querubines, con la cara vuelta el uno hacia el otro y mirando reverentemente hacia abajo sobre el arca, representaba la reverencia con la cual la hueste celestial mira la ley de Dios y su interés en el plan de la redención.
Encima del propiciatorio estaba la Shekinah, o manifestación de la Presencia divina; y desde en medio de los querubines Dios hacía conocer su voluntad. A veces los mensajes divinos eran comunicados al sumo sacerdote mediante una voz que salía de la nube. Otras veces caía una luz sobre el ángel de la derecha, para indicar aprobación o aceptación, o una sombra o nube descansaba sobre el ángel de la izquierda, para revelar desaprobación o rechazo.
La ley de Dios, guardada como reliquia dentro del arca, era la gran regla de justicia y juicio. Esa ley determinaba la muerte del transgresor; pero encima de la ley estaba el propiciatorio, donde se revelaba la presencia de Dios y desde el cual, en virtud de la expiación, se otorgaba perdón al pecador arrepentido. Así, en la obra de Cristo en favor de nuestra redención, simbolizada por el servicio del santuario, “la misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron” (Sal. 85:10).
No hay palabras que puedan describir la gloria de la escena que se veía dentro del santuario: las paredes doradas reflejando la luz de los candeleros de oro, los brillantes colores de las cortinas ricamente bordadas con sus relucientes ángeles, la mesa y el altar del incienso re...
Índice
- Tapa
- 1 - Cristo en el sistema de sacrificio
- 2 - El santuario celestial en miniatura
- 3 - El evangelio en tipos y antitipos
- 4 - El mensaje del juicio conmueve a Estados Unidos
- 5 - Daniel 8:14 y la providencia de Dios
- 6 - El fin de los 2.300 días
- 7 - El glorioso templo del cielo
- 8 - Nuestro Sumo Sacerdote en el lugar santísimo
- 9 - El ministerio final de Cristo en el santuario celestial