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A golpes con el Estado: último acto y caída del telón
La condena a los principales encausados por el delito de sedición recogido en nuestro Código Penal, cometidos en el accidentado decurso del proceso soberanista catalán, cierra el enésimo capítulo en la antología de las crisis catalanas; por más que, parafraseando a Winston Churchill, podamos colegir que la sentencia del Supremo no será el final, y ni siquiera el principio del final, de un problema político que ahora adquiere una dimensión penal que le abre las puertas a su proyección en ámbitos legales supranacionales e insufla aire al renqueante movimiento soberanista. Pero por ahora, nos situamos en un intermedio marcado por la caída del telón tras el último acto en la saga del soberanismo catalán, que en esta ocasión, y a fuer de querer hacer historia merced al filibusterismo legal urdido por el Consell Assessor per a la Transició Nacional, estuvo a punto de haber pasado a ser historia para siempre, sobreactuando antes, durante y después del fátidico 1 de octubre de 2017.
Como dijo Mark Twain, aunque la historia no se repita, acostumbra a rimar; y en el caso catalán, con tintes tragicómicos, que han llevado a la cárcel a políticos profesionales a los que, parafraseando a Felipe González, no les cupo la naturaleza del Estado en la cabeza ni supieron comprender las dinámicas que el instinto de supervivencia del leviatán hobessiano desencadena, lo que les inhabilita políticamente, y ahora también administrativamente. Esta carencia les llevó a utilizar los mismos métodos —basados en el oportunismo coyuntural del golpe a golpe— que otros ilustres predecesores suyos, desde Pau Claris hasta Companys pasando por Macià, sin tener en cuenta que repetir la misma forma de actuar esperando resultados diferentes solo delata debilidad, que les llevó a sortear una confrontación directa y abierta con el Estado, y empleando un aventurismo propio de los corsarios catalanes, cuyas patentes estaban ya reglamentadas en tiempos de Ramón Berenguer IV —allá por el año 1050— y cuyas actividades ayudaron a impulsar la proyección mediterránea de la Corona de Aragón, situando en el terreno de los golpes ventajistas y ocasionales la lucha por el poder contra los competidores genoveses.
Podemos ver lo ocurrido entre los gobiernos de Cataluña y España, hasta la aprobación por parte del Senado de la aplicación del artículo 155 de la Constitu- ción, en estos términos. Una serie de golpes oblicuos contra la maquinaria del Estado, en forma de razzias políticas que buscaban obtener ventajas inalcanzables mediante el uso normal de las urnas. Lo extraordinario de los acontecientos catalanes radica en que los dirigentes del movimiento soberanista convencieron a propios y extraños de que podrían alterar el ordenamiento jurídico español transitando, mutatis mutandis, y sin solución de continuidad, del estadio estético de las movilizaciones populares al estadio ético de una axiología jurídica que habilitara la independicia de Cataluña en el derecho positivo.
Esto provocó el afloramiento de una cierta psicosis entre algunos sectores opuestos al soberanismo, que se expresó mediante una dialéctica de golpe de Estado, elevando así el problema catalán a la categoría de crisis existencial para España y abriendo aún más la brecha entre ambas posiciones.
Sin embargo, tildar los hechos del octubre catalán de 2017 como golpe de Estado equivale a ver gigantes allí donde solo había molinos. Como posiblemente volvería a decir Ortega y Gasset; «no es eso, no es eso». Una parte de la oposición al órdago separatista adoptó el lema usado por el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Fernando I en el siglo xvi, fiat iustitia et pereat mundus, blandiendo las tesis del jurista austriaco Hans Kelsen para justificar una interpretación de la justicia en clave de absolutos morales: la última etapa del proceso soberanista catalán puso de moda Hans Kelsen, un erudito de la filosofía jurídica nacido en Praga en 1881, y que terminó sus días en California en 1973. Su principal legado es la obra Teoría pura del derecho, una suerte de manifiesto del positivismo jurídico, compendio de sus tentativas de concebir un principio transdecental de lo jurídico. Por lo tanto, Hans Kelsen solo puede ser interpretado en términos ideológicos, con arreglo a su condición de filósofo del derecho, esto es, desde una perspectiva nomológica, no legislativa, que ciñe el contenido de su obra al ámbito de las creencias. Lo contrario nos lleva a callejones sin salida.
En última instancia, quienes se aferran a las tesis de Kelsen, por su aparente justificación de que el Estado no es otra cosa que la materialización de su orden legal, y que por lo tanto, todas las problemáticas de un estado pueden reducirse a problemas legales, están defendiendo una opinión metafísica presentada como ciencia; cualidad esta que el también filósofo Karl Popper refutó calificando al positivismo jurídico kelsiano de ser una pseudociencia a la par con otros marcos ideológicos como el marxismo.
Al sostener que la fuerza normativa de la ley no emana de la moralidad, sino que la legalidad se deriva de la legitimidad, y esta de probar su grado de eficacia ([...]«la eficacia es condición de la validez en aquella medida en que la eficacia debe aparecer en la imposición de la norma jurídica»[...]), Kelsen nos retrotrae al mítico conflicto entre Antígona y Creonte, a la dicotomía entre normativismo y moralismo.
Irónicamente, el propio Kelsen se preguntó retóricamente que qué era la justicia, haciendo pública su defensa de una posición relativista y escéptica en materia legal, elaborando una teoría subjetivista y emotivista de la justicia, en la que destacó que «[…] los verdaderos juicios de valor son subjetivos, siendo por lo tanto posible que existan juicios de valor contradictorios entre sí […]», lo que le lleva a resaltar su convicción de que «[…] un sistema positivo de valores no es la creación arbitraria de un individuo aislado, sino que siempre constituye el resultado de influencias individuales recíprocas dentro de un grupo dado bajo determinadas condiciones […]. Todo sistema de valores, especialmente el orden moral, con su idea predominante de justicia, configura un fenómeno social que, por lo tanto, será diferente según el tipo de sociedad en que se genere. El hecho de que ciertos valores sean generalmente aceptados dentro de una sociedad dada no es incompatible con el carácter subjetivo y relativo de los valores que afirman esos juicios. Que varios individuos coincidan con un juicio de valor, no prueba de ningún modo que ese juicio sea verdadero, es decir, que tenga validez en sentido objetivo […]».
Como podemos ver en las citas precedentes, Kelsen defiende una concepción relativista de la democracia, que nos aconseja ser cautelosos a la hora de subcontratar a la justicia para que resuelva conflictos que nacen emotivamente de la subjetividad política y cultural. Una vez puesta en marcha, la maquinaria de la justicia no se detiene en consideraciones políticas, por lo que puede llegar a curar la enfermedad acabando con la vida del paciente, o, como diría Fernando I, hacer que se pare el mundo. Partiendo de la premisa de que la democracia es ante todo un sistema para la resolución ordenada de los conflictos civiles, haríamos bien en saber leer correctamente lo que pasó en Cataluña antes de la aplicación del artículo 155 de la Constitución española, sin caer en la tentación de flexibilizar la interpretación de nuestras leyes para que la aplicación de la justicia sea políticamente ejemplarizante.
En un estado de derecho como el nuestro, el Tribunal Supremo no podía emitir otra sentencia que la que ha producido, porque los magistrados que integran la Sala Segunda se ataron bien al mástil de nuestro ordenamiento jurídico para burlar los cantos de sirena de un juicio político. Ni la hipérbole ni la creatividad arbitraria forman parte de nuestro sistema legal, por lo que era imposible que se vieran cumplidas las expectativas de aquellos que habían apostado fuertemente por que el Tribunal Supremo diese un doble salto mortal otorgándole carta de naturaleza normativa a las opiniones vertidas en la teoría de golpe de Estado de Hans Kelsen.
Nuestro vigente Código Penal no recoge el delito de golpe de Estado per se, y apenas sí algunos tipos susceptibles de relacionarse con él, un poco como con fórceps, lo que en el caso del proceso soberanista catalán hubiera requerido que los magistrados del Tribunal Supremo incurrieran en un activismo judicial subjetivo que necesariamente tendría que haber ido más allá de la estricta subsunción. Tanto es así, que el propio redactor del delito de rebelión, el por entonces diputado Diego López Garrido, incluyó una enmienda explícita para que la rebelión hubiera de ser violenta, por lo que siempre sostuvo que no había encaje penal por rebelión por los hechos del octubre catalán de 2017. El Tribunal presidido por Manuel Marchena le ha dado la razón.
Porque, efectivamente, un componente violento es el elemento esencial del delito de rebelión en el artículo 472 del Código Penal, y por consiguiente no es directamente aplicable a un proceso secesionista pacífico, con o sin una efímera, «simbólica e ineficaz» declaración unilateral de independencia. Para más inri, el delito de sedición está supeditado a ser público y tumultuoso y no hace referencia explícita a la Constitución, sino a los altercados contra el orden público, y esto es precisamente lo que la sentencia ha certificado.
Persistir en etiquetar los hechos de octubre de «mero» golpe de Estado es un reduccionismo que subestima la gravedad del problema, que es, a todas luces, mucho más complejo, poliédrico y preocupante que un vulgar alzamiento.
Dicho de otro modo: aunque lo acontecido en Cataluña tenga objetivamente componentes característicos de un golpe de Estado, los elementos subyacentes en el fenómeno catalán exigen un análisis más amplio. Vayamos por partes.
¿Qué es, de entrada, un golpe de Estado? Parafraseando al juez del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Potter Stewart, podríamos decir que «sabemos lo que es cuando lo tenemos delante»: nadie dudó por un instante de lo que estaba haciendo Antonio Tejero, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados en 1981. Y es que en España tenemos una larga tradición de golpes de Estado clásicos, iniciada en 1814 con protagonistas como Elío, Prim, Pavía, Primo de Rivera y Franco, entre varios otros.
Esta tipología golpista se ajusta como un guante tanto a la teoría del golpe de 1639 de Gabriel Naudé, como a la más reciente definición de Norberto Bobbio:
«[…] el golpe de Estado es un acto llevado a cabo por parte de órganos del mismo Estado […] en la gran mayoría de los casos quienes se adueñan del poder político a través del golpe de Estado son los titulares de uno de los sectores claves de la burocracia estatal: los jefes militares […]».
Pero esta definición, en su literalidad, no nos resulta útil en el caso que nos ocupa. Podemos encontrar una mejor aproximación al problema catalán en las tesis más matizadas, volviendo de nuevo a Hans Kelsen:
«[…] una revolución, en el sentido amplio de la palabra, abarca también el golpe de Estado, y es toda modificación no legítima de la Constitución —es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales—, o su reemplazo por otra […]. Es indiferente que esa modificación de la situación jurídica se cumpla mediante un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo, o efectuado por miembros del mismo gobierno; que se trate de un movimiento de masas populares, o sea cumplido por un pequeño grupo de individuos».
La desconcertante introducción por parte de Kelsen de la variable revolucionaria, nos permite acercarnos a la verdadera dimensión del problema, aunque paradójicamente, tal tesis invalide en la práctica la posibilidad de usarla para calificar de golpe de Estado lo acontecido en Cataluña. El calificar de golpe de Estado cualquier cambio constitucional al margen del proceso de reforma establecido por la constitución vigente conduce por la vía de la reducción al absurdo a banalizar el concepto de golpe de Estado, una categoría que bajo la doctrina kelsiana es de tal amplitud que obliga a incluir en ella los procesos de formación de las naciones latinoamericanas, y hasta la proclamación de la Segunda República española, que en 1931 promulgó un orden jurídico diferente al de la Constitución vigente desde 1876, sin seguir los procedimientos de reforma contemplados en la misma. El que Kelsen atribuya legalidad, basada en el principio de efectividad (i.e. su doctrina de los hechos consumados), a toda revolución...