Dios en Sarajevo
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Dios en Sarajevo

Memoria de un pacifista

  1. 215 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Dios en Sarajevo

Memoria de un pacifista

Descripción del libro

En diciembre de 1992, Gerardo López Laguna participó en una marcha de 500 personas desarmadas, que atravesaron el cerco de la ciudad sitiada de Sarajevo para llevar un mensaje de paz a las víctimas de la guerra.Unos meses después (verano del 93), Gerardo y algunos compañeros volvieron a entrar en Sarajevo para preparar la entrada de otra marcha más numerosa, que nunca llegó porque quedó retenida en Mostar. El grupo permaneció en Sarajevo conviviendo con la población de la ciudad sitiada.En medio de los disparos de mortero, los francotiradores y los bombardeos, sus armas eran la entrega, la solidaridad en el sufrimiento y el afán de servicio a los demás. Llegando incluso, como le ocurrió a Grabrielle Moreno, a dejarse la vida en su tarea.

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Información

I. Viviendo en Sarajevo
Segundo viaje
Después de aquellos días movidos, en los que veíamos que el tiempo transcurría y el aeropuerto de Sarajevo seguía cerrado, finalmente llegó la noticia de su apertura y la reanudación de los vuelos de UNPROFOR con ayuda humanitaria. La decisión ya estaba tomada desde el principio: había que aprovechar cualquier oportunidad para trasladarse a la ciudad. Como dije antes, el primero que había conseguido el pase de prensa era yo y por tanto debía ser el primero en partir. Iba cargado como un mulo: mi mochila y una gran bolsa de viaje llena de medicamentos y de material escolar que tenían preparado los italianos para entregarlo a alguien que lo pudiera distribuir entre los niños: los del Centro Internacional para la Paz, los franciscanos, caritas...
El día del vuelo había llegado. En el aeropuerto de Split, otra vez papeleos, identificaciones, autorizaciones, cacheos y registros del equipaje. Y, como siempre, la espera. Ese momento —largo— de espera fue providencial: antes de pasar por esos controles y llevando visible en la ropa el pass press que me acreditaba como periodista, vi a unas cuantas personas que paseaban por allí con cara de preocupación y observando con atención a su alrededor. Una de estas personas se me acercó y comenzó a hablarme en su lengua a la vez que gesticulaba: entendí que me preguntaba si volaba a Sarajevo. Le dije que sí y entonces me mostró una bolsa con comida, material de aseo y unas cartas, a la vez que en mal inglés (peor que el mío) me intentaba decir que era para su familia, prisionera en la ciudad sitiada. Tomé la bolsa y, también como pude, le hice saber que lo entregaría todo a sus familiares. El hombre sonrió, me dio la mano e inmediatamente se le acercaron otros que comenzaron a hablar con él en su lengua. Uno tras otro, algunos hombres y mujeres con expresiones de ansiedad, me entregaron un montón de cartas y algún paquete pequeño. A todos intenté tranquilizarles con gestos: ellos entendieron que sus cartas llegarían. Y llegaron.
En esta ocasión no tuve problemas con este asunto del correo. Ninguna autoridad me dijo nada ni en el momento en que me entregaban aquellas personas sus envíos ni a la hora de pasar los controles militares. Aquello realmente era doloroso: gentes que no sabían nada de sus familias, sólo que en la ciudad ya había muchos muertos y heridos, escaseaba la comida alarmantemente y no podían comunicar con sus seres queridos. Estaban en el aeropuerto sin saber a quien dirigirse, esperando una oportunidad y, en definitiva, confiando en cualquier desconocido como yo como única alternativa para intentar ayudar en algo a sus parientes.
Por fin llegó el momento concreto de la partida. Un avión Hércules de carga era nuestro transporte. En la parte delantera, pegados a la carga y justo antes de la entrada de la cabina, había un espacio con asientos laterales llenos de atalajes y correas. Los asientos estaban situados unos frente a los otros, apoyados en los lados del avión. Otros tres periodistas y yo ocupamos nuestros puestos tras amarrar los equipajes, y después despegamos. Durante toda aquella experiencia de varios meses no usamos nunca chalecos antibalas mientras permanecíamos en la ciudad... A la vista de la gente, de los numerosos niños, nos parecía casi un insulto el llevar ese artilugio del que ellos carecían. Pero las normas de UNPROFOR para transportar periodistas u otro personal en sus aviones eran rígidas: sin chaleco no se subía al avión ni, posteriormente, a las tanquetas que nos trasladaban desde el aeropuerto de Sarajevo —controlado por la ONU— hasta los diversos puestos que esas fuerzas tenían en la ciudad. Esto también fue providencial, pues los chalecos nos servirían después para sacar e introducir correo desde Padua hasta Sarajevo y viceversa. Los chalecos que consiguieron los italianos —para cubrir el expediente— eran un asco... un cuerpo de lona con tiras de velcro laterales y con apertura superior por delante y por detrás para insertar las planchas que, se supone, debían frenar los proyectiles. Eran lo más barato que habían encontrado... no sé si pararían una bala disparada con un arma corta, pero todos dudaban jocosamente que tal aparato pudiera frenar una bala de fusil. Para más inri la lona era de color blanco y muy blanco. Un blanco perfecto a kilómetros de distancia. No sé lo que pensarían aquellos soldados de la ONU o los otros periodistas: que éramos memos o, por el contrario, que pensábamos inteligentemente que tal chaleco nos identificaría inmediatamente como no-militares... Ni lo uno ni lo otro: simplemente eran más baratos. La delgadez de los chalecos y el que estuvieran abiertos por arriba para sacar y meter las planchas nos sirvió después para llenarlos de cartas hasta atiborrarlos, de manera que en los posteriores viajes tales chalecos si parecían de verdad antibalas... por el grosor. Lo tuvimos que hacer así porque la ONU, inexplicablemente, prohibió la introducción de este tipo de material invocando no se qué problemas. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», luego, sin cuestionamiento alguno, montamos un verdadero servicio clandestino de correos que llegó a distribuir miles de cartas. Sencillamente aquellas personas tenían ese derecho porque tenían esa necesidad. Necesidad del alma tan importante como la necesidad de agua, comida o calor que sus cuerpos reclamaban.
El viaje fue corto. En algún momento se nos avisó en inglés que entrábamos en territorio de guerra y más tarde también nos avisaron de la proximidad del aeropuerto y de que nos abrocháramos los cinturones de seguridad. Tras el aterrizaje y la recogida de nuestros equipajes, nueva advertencia: que camináramos hasta las instalaciones sin pararnos en la pista. El monte Igman, tomado por las milicias serbias, dominaba toda la zona. El acuerdo de no disparar, en general se cumplió, pero no siempre. Llegados al interior del aeropuerto, nuevos controles y firmas e identificaciones. El aspecto impresionaba al principio: lonas por el techo, sacos terreros por doquier, soldados, paredes de chapa... Después de las formalidades, más tiempo de espera, en una especie de pasillo al aire libre, protegido por ambos lados. Debíamos atravesar la tierra de nadie que nos separaba de la ciudad en el interior de una tanqueta de la ONU que nos dejaría en uno de los lugares de acuartelamiento de cascos azules. Este lugar era conocido como el edificio PTT (algo relacionado con correos y comunicaciones). Desde allí, frente al barrio llamado Alipasino Polje, emprendí una larga caminata de varios kilómetros hasta llegar a una de las direcciones de contacto, cerca del palacio presidencial. Una familia relacionada con la gente del Centro Internacional para la Paz me ofreció alojamiento en la planta alta de un edificio que estaba desalojada: parte de la vivienda estaba destrozada por la explosión de una granada de mortero, y la habitación que yo usé durante bastantes días tenía la peculiaridad de que sólo se podía transitar por ella evitando la ventana y un amplio ángulo del habitáculo, cuya pared tenía bastantes impactos de bala. Así pues, situé la mochila y el saco de dormir en otro ángulo de aquella habitación e instalé allí mi campamento. Lo primero que hice fue entregar el material escolar a las gentes del Centro Internacional para la Paz y pedirles información sobre las direcciones a las que tenía que dirigirme para entregar las bolsas, paquetes y cartas que me habían dado en Split. Al principio me tuve que arreglar con rudimentarios planos trazados a bolígrafo sobre algún papel y mostrando las señas a gente de la calle, hasta que en una de esas correrías un hombre me regaló un viejo plano de la ciudad que me fue de gran utilidad. Esas primeras caminatas fueron valiosísimas. Primero, por el contacto personal: había quien me indicaba, pero había quien me acompañaba hasta entregar el paquete o la carta. Me advertían de las zonas más peligrosas, me enseñaron los rodeos que tenía que dar para llegar a mi destino y, por fin, hablaban con las personas que recibían lo enviado por sus familias. Una ciudad extremadamente alargada en la que lo mismo tenía que dirigirme a Bistrik que a Mojmilo, distantes entre sí 12 o 13 kilómetros... y luego la vuelta, y los rodeos... Durante los meses que estuve allí llegué a hacer una media de más de 30 kilómetros diarios.
Los contactos pronto empezaron a dar fruto. Empecé a conocer a cada vez más gente, más situaciones especialmente dolorosas. De aquellos días son estas primeras impresiones escritas en el cuaderno-diario: «Poco a poco voy comprendiendo lo que puede significar una guerra. Es horrible. Ha habido momentos que me han hecho especialmente daño: ver a ese viejete impedido, ver a ese chico pidiendo por la calle, el mercado vacío con cuatro porquerías del mercado negro, la gente delgada, el centro de chicos deficientes lleno de basura, destruido por las granadas, el hospital con parte desalojada y destruida, la gente yendo y viniendo con carritos para los bidones de agua... y disparos y granadazos constantes. Hoy han caído muchas granadas muy cerca de nosotros. He sido feliz regalándole a ese niño, Mina, la chapa de Martin Luther King, y ayudando a esa señora con el cubo de agua. Yo quiero amar a toda esta gente. La conversación con Yager y con esta gente del Centro Internacional por la Paz... A Yager le decía lo de la gente normal, la gente común... también en Serbia. Y lo entendía. ¿Has visto la cara de tristeza que ha puesto cuando decía “peace, peace, peace...poetic”? Señor, eres bueno. Hoy paraba delante de mezquitas y pensaba, ya lo sabes, cómo los hombres te buscan y te dan gracias (...) Purifica todo lo oculto y no oculto que aquí haya y que no es bueno, o sea, que no es Tuyo. Y en mi misión aquí, haz lo mismo. Ayúdame a amar. Ayúdame en estas cosillas concretas que debo hacer: llevar esas cartas, esos alimentos. Parece que es peligroso, por las zonas por las que debo ir. Pero sé que Tú vas conmigo. No para que no me ocurra nada, sino para amar ocurra lo que ocurra» (26-7-1993).
Pronto comenzaron a llegar los compañeros y hermanos de la organización italiana. No tenía medio para comunicarme con ellos y el encuentro fue, sencillamente, en plena calle. Era el primer grupo (3 o 4, no recuerdo bien) y se dirigían al que sería el primer centro de Beati i costruttori di pace en la ciudad: el hotel Stari Grad, en gran parte tocado por disparos y granadas y en aquel momento desalojado. Estaba situado en la calle Marsala Tita, haciendo esquina con la intermitentemente peligrosa plaza de Bascarsija. Un edificio viejo de tres plantas, creo recordar. El bajo tenía un salón grande que nos sirvió como lugar de reuniones y acogida, de entradas y salidas, de estancia habitual donde teníamos nuestros materiales, se comía (latas de atún sobre todo, y arroz y pasta), etc. En las diversas habitaciones de la primera planta (sucias, desastradas y alguna peligrosa por la situación de las ventanas) se alojaron los integrantes de la comisión internacional. Más arriba no se podía subir: las estancias estaban destrozadas y el lugar era peligroso. En principio yo seguí utilizando, sólo para dormir, el alojamiento que había conseguido, hasta que aquella familia decidió utilizarlo para alguien y me trasladé al hotel con los demás. Los pocos días en que estuve allí solo, me sirvieron para ir conociendo gran parte de la ciudad y cuando llegaron los italianos, con un chico de Praga y dos norteamericanas, vinieron con más recados que dar a diversas personas de la ciudad así como con algunas cartas más. Así, de manera espontánea, me convertí en una especie de cartero y guía, con puesto fijo y eventuales acompañantes que se iban turnando.
Ahora soy incapaz de ordenar cronológicamente todas las impresiones, vivencias, conversaciones que tuvieron lugar. Es mejor reproducir algunas de las cosas que escribí entonces y, al hilo de esas oraciones, intentar recordar... Muchas de las cosas que vivimos allí no fueron registradas en su día en este cuaderno. Unas veces no escribí, otras escribía lo que me suscitaba el momento, pero como decía antes, los recuerdos que nunca se fueron afloran ahora con mucha nitidez en la mayoría de los casos, aunque otros están un poco desdibujados en sus detalles por el tiempo transcurrido. La transcripción, sin embargo, sí va a ser cronológica, no temática. Por eso hay situaciones y sentimientos que, tal como quedaron reflejados aunque incompletos, aparecen aquí repetidos.
«Escribo bajo el estampido de las granadas. Eres Bueno. Ayer me diste estar en tu eucaristía. Luego la noche fue terrible. Vaya batalla... Yo quiero amar a la gente. Hoy he sido feliz llevando ese paquete de comida y esa carta a esa familia... Dios de la Paz, Dios Justo... ¿has visto cómo vive esta gente? Qué miseria y qué destrucción. Y esas semillas de odio que lógicamente ocupan su corazón. Hace falta un gran milagro... y saber que sólo Tú puedes hacer nuestro trabajo. Por esto sé con tristeza que, posiblemente, esta tentativa de paz está contaminada desde el principio. Aunque también sé que Tú estás en las tentativas, en las intuiciones buenas de los corazones humanos. Me ha ayudado la gente desinteresadamente, y por zonas de peligro en las que había que correr. Cuánta gente buena. Esta mañana me ha hecho daño ver las lágrimas de esa chica. Le acababan de dar la noticia de la muerte de un amigo. Llévalo contigo, Señor. Da fruto bueno a esta violencia, a esta guerra. No olvides mi corazón, ni mi fragilidad» (27-7-1993).
Releyendo aquellos escritos sí recuerdo con detalle muchas cosas. Los estampidos, tremendos, que provocaban la sensación de temblor en la cara, en las orejas. Con el añadido de la ignorancia de cuándo y dónde estallarían las granadas. No sé la experiencia que hayan tenido otros en aquella ciudad: yo recuerdo que en el único lugar en que oíamos el silbido de la granada antes de estallar era en el barrio de Bistrik; ignoro por qué. En los demás barrios comenzaban las explosiones de modo absolutamente sorpresivo y minutos más tarde de haber comenzado el bombardeo sonaban las sirenas de alarma. Las explosiones llegaron a ser habituales, cotidianas. Unos días pocas: incluso durante periodos de tregua a causa de conversaciones y negociaciones internacionales, caían algunas granadas; la impresión era que se trataba de un mensaje: seguimos aquí, cuidado... Otros días, continuadas y numerosas durante horas; lejanas, cercanas, y muy cercanas, hasta contemplar la explosión, y, pegados a una pared, ver saltar y caer cascotes y pedazos de fachada. Humaredas, retumbar del suelo, fogonazos nocturnos... Todo esto se nos hizo normal, como a los habitantes de la ciudad.
La alusión en el cuaderno-diario a la eucaristía se repetiría en muchas de sus páginas: fue un gran regalo de Dios. Podía asistir diariamente a misa en la catedral. Ajustaba el horario de las caminatas postales para poder estar físicamente presente en aquel momento privilegiado. En alguna ocasión, pocas veces, no pude llegar a tiempo, pero casi todos los días pude asistir. Aquella comunión diaria, comunicación del mayor Amor concebible donado a los hombres, tenía allí un sabor especial. En varias ocasiones, el sacerdote tenía que interrumpir algunos minutos la celebración, porque, sin electricidad, no podía usar el micrófono, y los estampidos impedían que lo pudiéramos oír. Naturalmente yo no entendía lo que decía, pero seguía la estructura litúrgica de la misa sin problema, y contestaba en voz baja en español. Otra nota simbólica de especial intensidad era que las cristaleras decoradas que veíamos los fieles en el ábside, detrás del presbiterio, se nos mostraban llenas de agujeros y roturas: un Cristo crucificado pintado allí era visible casi en totalidad... pero el cuerpo estaba roto, atravesado por la metralla y los disparos...
La relación cotidiana con las gentes de la ciudad era ocasión de innumerables detalles mutuos de respeto y ayuda. En aquel cuaderno consigné algunos, pero no todos. Recuerdo a uno de los familiares de las personas que me dejaron aquel piso como alojamiento. Un hombre relativamente joven que sufría mucho. No hablaba más que su propia lengua y por tanto no se podía comunicar conmigo. Pero inventó un método: el dibujo. Con pequeños dibujos me contó la noche en que bombardearon aquella casa, los muertos y heridos que hubo, la huida primera, el miedo. Me dio a entender que era pintor; luego me mostró algún cuadro suyo. También me pudo comunicar la necesidad que tenía, en aquellas circunstancias, de poder volver a pintar. No tenía material. Ese fue precisamente uno de los encargos que traje conmigo con ocasión de una de la salidas que hice para volver a España. Cuando retorné a Sarajevo, días después, además de una montaña de cartas y más medicamentos, también llevé tubos de óleo, barnices, pinceles y algo más para regalarlo a aquel hermano que sufría. Nadie puede imaginar la cara que puso, y el llanto, cuando le entregué aquello. Y la sonrisa.
«Ayer fue un día bonito... y duro. Llevar mensajes de su familia a esta joven pareja... ella embarazada...; y la visión de esta miseria. Miseria de antes de esta...

Índice

  1. Portadilla
  2. Créditos
  3. Dedicatoria
  4. Contenido
  5. Autor
  6. Contexto histórico
  7. Introducción
  8. I. La marcha de los quinientos
  9. II. Mir sada (Paz ahora)
  10. III. Viviendo en Sarajevo
  11. IV. Una reflexión
  12. Epílogo
  13. Documentos y fotografías
  14. Notas