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- Spanish
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Cristo, justicia nuestra
Descripción del libro
¿Es la justicia en algún grado inherente a la naturaleza humana? Si lo es, ¿cómo puede cultivarse y desarrollarse? Si no, ¿hay alguna manera de obtenerla? Si la hay, ¿por qué medios y cuándo? Para la mente que no ha sido instruido ni iluminada por la Palabra de Dios, estas preguntas constituyen un problema grande, sombrío y desconcertante. En su esfuerzo por hallar las respuestas a estos interrogantes, no cabe duda de que el hombre "se ha complicado la vida" (Ecl. 7: 29, DHH). Sin embargo, la incertidumbre y la confusión en cuanto a nuestra relación con la justicia de Dios son del todo innecesarias, porque la verdadera situación es definida con claridad en las Escrituas.
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Información
Categoría
Teología y religiónCategoría
Teología sistemática y éticaCristo, justicia nuestra
Cristo, justicia nuestra es el mensaje más sublime de las Sagradas Escrituras. Con independencia de cuáles sean las formas y las frases con las que pueda aparecer y presentarse este mensaje, el imponente tema central, desde cualquier punto del círculo, siempre es, no obstante, CRISTO, JUSTICIA NUESTRA.
El relato de la Creación revela la sabiduría y el poder maravillosos de Cristo, por quien todas las cosas fueron creadas (Col. 1:14-16). Se narra el pecado del primer Adán, con todas sus horribles consecuencias, para que en Cristo, el postrer Adán, podamos conocer al Redentor y Restaurador (Rom. 5:12-21). La muerte, con todos sus pavores, es puesta ante nosotros para que Cristo pueda ser exaltado y glorificado como Dador de la vida (1 Cor. 15:22). Se relatan los desengaños, las penas y las tragedias de esta vida para que busquemos a Cristo como gran Consolador y Libertador (Juan 16:33). Se presenta con colores chillones nuestra naturaleza pecaminosa y corrupta, para que podamos apelar a Cristo en pos de purificación, y para que verdaderamente sea para nosotros “Jehová, justicia nuestra” (Jer. 23:6; 33:16).
Así es en toda la Biblia: toda fase de verdad desplegada apunta de alguna manera a Cristo, justicia nuestra.
La justicia, como tema de vital importancia, diferenciado y perfectamente definido, ocupa un lugar fundamental en la Palabra de Dios. Su fuente, su naturaleza, la posibilidad de que sea obtenida por los pecadores y las condiciones mediante las que puede alcanzarse, son presentadas con gran claridad en ese libro de texto original y cargado de autoridad sobre la justicia.
De la fuente de la justicia leemos: “Tuya es, Señor, la justicia” (Dan. 9:7). “Justo es Jehová en todos sus caminos” (Sal. 145:17). “Tu justicia es como los montes” (Sal. 36:6). “Tu justicia es justicia eterna” (Sal. 119:142). “Jehová es justo y ama la justicia” (Sal. 11:7). “En él no hay injusticia” (Sal. 92:15).
En cuanto a la naturaleza de la justicia, las Escrituras son sumamente explícitas. Se presenta como algo diametralmente opuesto al pecado y está asociada con la santidad o la piedad. “Volved, como es justo, a la cordura y no pequéis” (1 Cor. 15:34, NC). “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está corrompido por los deseos engañosos, renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efe. 4:22-24). “El fruto del Espíritu es en toda bondad, justicia y verdad” (Efe. 5:9). “Sigue la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre” (1 Tim. 6:11). “Toda injusticia es pecado” (1 Juan 5:17).
Quizá la afirmación más hermosa y estimulante de toda la Palabra de Dios en cuanto a la justicia sea la siguiente, referida a Cristo: “Has amado la justicia y odiado la maldad, por lo cual te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros” (Heb. 1:9). Esto presenta la justicia como la antítesis de la iniquidad o el pecado, lo directamente opuesto a ello.
Así, la Palabra declara que Dios es la Fuente de la justicia, y que esta es uno de sus santos atributos. La cuestión fundamental en cuanto a la justicia de Dios, objeto de interés y trascendencia de enorme alcance para nosotros, es nuestra relación personal con esa justicia. ¿Es la justicia, en algún grado, inherente a la naturaleza humana? Si lo es, ¿cómo puede cultivarse y desarrollarse? Si no, ¿hay alguna manera de obtenerla? Si la hay, ¿por qué medios y cuándo?
Para la mente que no ha sido instruida ni iluminada por la Palabra de Dios, este es un problema grande, sombrío y desconcertante. En su esfuerzo por resolverlo, no cabe duda de que el hombre “se ha complicado la vida” (Ecl. 7:29, DHH). Sin embargo, la incertidumbre y la confusión en cuanto a nuestra relación con la justicia de Dios son del todo innecesarias, porque la verdadera situación es definida con claridad en las Escrituras.
Las Escrituras declaran que “todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom. 3:23). Que somos “carnal[es], vendido[s] al pecado” (Rom. 7:14). Que “no hay justo, ni aun uno” (Rom. 3:10). Que en nuestra carne “no habita el bien” (Rom. 7:18). Y, por fin, que estamos “atestados de toda injusticia” (Rom. 1:29). Esto responde con claridad a la pregunta de si la justicia es inherente en alguna medida a la naturaleza humana. No lo es; al contrario, la naturaleza humana está llena de injusticia.
Sin embargo, en esta misma Palabra encontramos la grata buena nueva de que Dios nos ha provisto una vía mediante la cual podemos ser limpiados de nuestra injusticia y quedar revestidos y colmados de su justicia perfecta. Descubrimos que esa vía se creó para Adán, y le fue revelada inmediatamente después de caer de su estado elevado y santo. Los seres humanos, caídos e injustos, han echado mano de esa misericordiosa vía desde el comienzo mismo del fiero y desigual conflicto con el pecado. Esto lo aprendemos de los siguientes testimonios consignados en las Escrituras:
- En uno de sus sermones, Cristo se refiere al segundo hijo de Adán y lo llama “Abel, el justo” (Mat. 23:35). Y Pablo declara que Abel “alcanzó testimonio de que era justo” (Heb. 11:4).
- “Dijo luego Jehová a Noé: ‘Entra tú y toda tu familia en el arca, porque solo a ti he visto justo delante de mí en esta generación’ ” (Gén. 7:1). Y añade: “Noé era un hombre justo y honrado entre su gente. Siempre anduvo fielmente con Dios” (Gén. 6:9, NVI).
- “Creyó Abraham a Dios y le fue contado por justicia” (Rom. 4:3).
- “Pero libró al justo Lot, abrumado por la conducta pervertida de los malvados, (pues este justo, que habitaba entre ellos, afligía cada día su alma justa viendo y oyendo los hechos inicuos de ellos)” (2 Ped. 2:7, 8).
- En el tiempo inmediatamente anterior al nacimiento de Cristo, se dice de Zacarías y Elisabet: “Ambos eran justos delante de Dios y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor” (Luc. 1:6).
- El apóstol Pablo declara que los gentiles a los que había predicado el evangelio habían “alcanzado la justicia” (Rom. 9:30; 6:17-22).
Se ve, así, que desde la promesa hecha a Adán hasta la conclusión de los tiempos apostólicos, siempre hubo personas que se aferraron de la justicia de Dios y que tuvieron la demostración de que su vida contaba con el agrado divino.
¿Bajo qué condiciones?
¿Cómo se logró? ¿Con qué condiciones se realizó esta maravillosa transacción? ¿Fue porque los tiempos y las condiciones en que vivieron resultaron favorables para la justicia? ¿O fue debido a las cualidades especiales y superiores inherentes a aquellos que alcanzaron los elevados altiplanos de la piedad?
Todos los anales históricos y personales dan una respuesta negativa a tales interrogantes. Ellos eran gente con naturaleza como la nuestra, y su entorno abrumaba su alma justa día a día (2 Ped. 2:7, 8). Obtuvieron la maravillosa bendición de la justicia de la manera –la única manera– que ha sido posible para cualquier ser humano obtenerla desde que Adán pecó.
El Nuevo Testamento da gran prominencia a la manera en que los seres humanos somos justificados. La exposición más clara y más plena se encuentra en la Epístola de Pablo a los Romanos. Al comienzo mismo de su presentación, el apóstol declara: “No me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree […], pues en el evangelio, la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: ‘Mas el justo por la fe vivirá’ ” (Rom. 1:16, 17).
El evangelio, precisamente, nos revela la perfecta justicia de Dios. El evangelio también pone de manifiesto la manera en que la justicia puede ser obtenida por los pecadores: por la fe. Esto se presenta con mayor detalle en la siguiente declaración: “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él, ya que por medio de la ley es el conocimiento del pecado. Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la Ley y por los Profetas: la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él” (Rom. 3:20-22).
En la primera parte de esta declaración, el apóstol muestra el papel que desempeña la Ley: “Por medio de la ley es el conocimiento del pecado”; el conocimiento del pecado, no la liberación del pecado. La Ley señala el pecado. Al hacerlo, declara culpable ante Dios al mundo entero (Rom. 3). Pero la Ley no puede librar del pecado. Ningún esfuerzo del pecador por obedecer la Ley puede cancelar su culpa ni hacerlo merecedor de la justicia de Dios.
Esa justicia, declara Pablo, es “por medio de la fe en Jesucristo, […] a quien Dios puso como propiciación [sacrificio expiatorio] por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Rom. 3:22-25).
A través de la fe en la sangre de Cristo, todos los pecados del creyente quedan cancelados y la justicia de Dios ocupa su lugar en el haber del creyente. ¡Oh, qué maravillosa transacción! ¡Qué manifestación del amor y la gracia divinos! Partimos de un ser humano nacido en el pecado. Como dice Pablo, está atestado “de toda injusticia” (Rom. 1:29). Su patrimonio de maldad es de lo peor que podamos imaginar. Su entorno está en las más hondas profundidades conocidas a los malvados. De alguna manera, el amor de Dios que resplandece desde la cruz del Calvario alcanza el corazón de esa persona. Cede, se arrepiente, confiesa, y por la fe reivindica a Cristo como Salvador. En el instante en que lo hace, ese ser humano es aceptado como hijo de Dios. Todos sus pecados son perdonados, su culpa queda cancelada, es contado entre los justos y se yergue, aprobado y justificado, ante la Ley divina. Y este cambio asombroso y milagroso puede darse en tan solo un instante. Esto es la justificación por la fe.
Habiendo ofrecido estas claras y contundentes declaraciones en cuanto a la forma en que una persona es justificada, el apóstol ilustra entonces la verdad declarada mediante un caso concreto. Toma la experiencia de Abraham como ejemplo.
“¿Qué, pues, diremos que halló Abraham, nuestro padre según la carne?” (Rom. 4:1).
Adelantándonos a su respuesta, contestamos: Abraham había encontrado la justicia. Pero ¿cómo, con qué método? Pablo nos dice: “Si Abraham hubiera sido justificado por las obras, tendría de qué gloriarse, pero no ante Dios” (Rom. 4:2).
Ser justificado por las obras es una sugerencia, una propuesta: si tal cosa pudiera hacerse. ¿Es esa la forma de obtener la justicia? “¿Qué dice la Escritura? Creyó Abraham a Dios y le fue contado por justicia” (Rom. 4:3). Esta afirmación deja zanjada para siempre la cuestión de la forma en que Abraham obtuvo la justicia de Dios. No fue por las obras; fue por la fe.
La vía de Abraham es la única
Habiendo sentado la cuestión de cómo obtuvo Abraham la justicia de Dios, Pablo pasa a mostrar que esa es la única manera en que cualquier otra persona pueda obtener la justicia.
“Al que no trabaja, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Rom. 4:5).
¡Qué bondad! ¡Qué gran compasión! El Señor, que “es justo en todos sus caminos” (Sal. 145:17, NVI), ofrece su propia justicia perfecta a cualquier pecador desdichado, débil, desamparado y sin esperanza que crea lo que Dios dice. Leámoslo de nuevo: “Al que no trabaja, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia”.
Tan importante, tan fundamental, es esta vía de justicia que en todo ese capítulo el apóstol sigue reformulando, reiterando y recalcando a todos lo que ha dejado tan claro con pocas palabras. He aquí algunas de sus afirmaciones:
“Por eso también David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras” (Rom. 4:6).
“Decimos que a Abraham le fue contada la fe por justicia” (Rom. 4:9).
“[Abraham estaba] plenamente convencido de que [Dios] era también poderoso para hacer todo lo que había prometido. Por eso, también su fe le fue contada por justicia. Pero no solo con respecto a él se escribió que le fue así acreditada, sino también con respecto a nosotros, a quienes igualmente ha de ser contada, es decir, a los que creemos en aquel que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro, el cual fue entregado por nuestras transgresiones, y resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4:21-25).
Esta nítida y constructiva declaración revela a todas las almas perdidas de todos los tiempos el único camino que conduce del pecado, la culpa y la perdición a la justicia y a la liberación de la perdición y la muerte. Con esto concuerdan todas las demás afirmaciones de las Escrituras en cuanto a este gran tema de la justificación.
Las cuatro palabras “justificación por la fe” expresan la más maravillosa transacción en este mundo material que pueda captar el intelecto humano. Expresan el mayor don que Dios, en su plenitud infinita, podía otorgar a la humanidad. El gran hecho expresado por esa frase de cuatro palabras ha sido estudiado, se ha escrito de él largo y tendido, y ha sido objeto de regocijo de millones en el pasado. Y continúa siendo un tema del más sublime interés e importancia para la familia humana.
Repasando estas declaraciones, descubrimos que la Ley de Dios demanda la implementación de la justicia a todos los que estén bajo su jurisdicción. Sin embargo, por causa de la transgresión, todos nos hemos vuelto incapaces de satisfacer la justicia que la Ley demanda. Entonces, ¿qué ha de hacer el pecador? Su transgresión de la justa Ley de Dios lo ha hecho injusto. Esto lo ha puesto bajo la condenación de la Ley. Estando condenado, debe pagar el castigo de su transgresión. La penalidad es la muerte. Tiene una deuda que exige su vida. Está bajo una condena que nunca podrá eliminar. Afronta un castigo del que nunca podrá escapar. ¿Qué puede hacer? ¿Hay alguna salida de esa situación tenebrosa y desesperada? Sí, la hay.
“Aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la Ley y por los Profetas: la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él” (Rom. 3:21, 22).
Esto revela la manera de satisfacer las exigencias de la Ley y afirma contundentemente que la única forma de hacerlo es por la fe. Para la mente natural, no iluminada, esta solución del oscuro problema es un misterio. La Ley requiere obediencia; exige obras justas en las actividades de la vida. ¿Cómo pueden ser satisfechas tales exigencias por la fe, en vez de por las obras? Se da la respuesta en palabras sencillas: los seres humanos somos “justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación [sacrificio expiatorio] por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados” (Rom. 3:24, 25).
¡Qué maravillosa solución al horrible problema del pecado! Solo nuestro Padre infinito, omnisciente y compasivo podía aportar tal solución; y solo él habría querido hacerlo. Solo los escritos inspirados podían revelarlo. Y esta forma de justificar al pecador se encuentra únicamente en el evangelio inmaculado de Cristo.
“Por fe [el pecador, que ha agraviado y ofendido tan gravemente a Dios] puede presentar a Dios los méritos de Cristo, y el Señor coloca la obediencia de su Hijo en la cuenta del pecador. La justicia de Cristo es aceptada en lugar del fracaso del hombre”.–Review and Herald, 4 de noviembre de 1890; Mensajes selectos, t. 1, p. 430.
Cristo vino a este mundo como nuestro Redentor. Se convirtió en nuestro sustituto. Tomó nuestro lugar en el conflicto con Satanás y con el pecado. Fue tentado en todos los puntos tal como nosotros, pero nunca pecó. Amó la justicia y odió la iniquidad. Su vida de perfecta obediencia satisfizo las más elevadas exigencias de la Ley. Y, ¡oh, el prodigio y la maravilla de ello es que Dios acepta la justicia de Cristo en lugar de nuestro fracaso, de nuestra injusticia!
En esta transacción divina, “Dios recibe, perdona y justifica al alma creyente […] y la ama como ama a su Hijo” (ibíd.). No es de extrañar que Pablo proclamase al mundo entero que el amor de Cristo lo constreñía en sus arduas labores, y que consideraba un gran privilegio y un gozo sufrir la pérdida de todas las cosas para poder ganar a Cristo y estar revestido de su justicia, que es imputada al pecador por la fe (ver 2 Cor. 5:14; Fil. 3:7-9).
Así se explica exactamente cómo la fe ocupa el lugar de las obras y cómo se atribuye la justicia. Esta verdad maravillosa debería ser inestimable para todo creyente, y debe convertirse en una experiencia personal. Debería permitirnos abandonar nuestras propias obras, nuestros esfuerzos y nuestras luchas, y desarrollar una fe firme, confiada y viviente en los méritos, la obediencia y la justicia de Cristo. Estos podemos presentárselos a Dios en lugar de nuestros fracasos. Deberíamos aceptar gozosamente el perdón y la justificación concedidos, y ahora deberíamos experimentar la paz y el gozo que tan maravillosa transacción es capaz de procurar a nuestro corazón.
“Justificados [considerados justos], pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo” (Rom. 5:1).
Muchos han errado el camino
¡Qué extraño, y qué triste, resulta que esta senda de justicia, simple y hermosa, parezca tan difícil de encontrar y aceptar para el corazón natural y carnal! Era motivo de gran dolor para Pablo que Israel, sus parientes según la carne, errase el camino con tal fatalidad. Afirmó: “Israel, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó. ¿Por qué? Porque iban tras ella no por fe, sino dependiendo de las obras de la ley” (Rom. 9:31, 32).
Por otro lado, “los gentiles, que no iban tras la justicia, han alcanzado la justicia, es decir, la justicia que es por fe” (Rom. 9:30).
Y ahora el apóstol revela el auténtico secreto del fracaso de Israel: “Ignorando la justicia de Dios y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios, pues el fin de...
Índice
- Tapa
- Prefacio
- 1 - Cristo, justicia nuestra
- 2 - Un mensaje de importancia suprema
- 3 - Mensajes preparatorios
- 4 - El mensaje presentado en el Congreso de Mineápolis
- 5 - 1888 y el mensaje del tercer ángel
- 6 - El mensaje del tercer ángel en verdad
- 7 - Una verdad fundamental que todo lo abarca
- 8 - El peligro mortal del formalismo
- 9 - La gran verdad perdida de vista
- 10 - Provisión de una restauración plena y completa
- 11 - Adentrarse en la experiencia
- Apéndice