
- 168 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
La tortura del silencio
Descripción del libro
Los años de gobierno de Ceaucescu en Rumanía (1967-1989) fueron también de persecución. A las afueras de los pueblos, como una advertencia, quedan entonces los huesos de las víctimas asesinadas por la Securitate , la temible policía política rumana. Numerosos obispos y sacerdotes greco-ortodoxos fueron encarcelados y martirizados.
Marius Oprea, investigador de crímenes durante el régimen y disidente en esos años, relata al autor historias hasta ahora desconocidas, que contribuyen a entender Europa y muestran, una vez más, la locura del totalitarismo.
"Conozco a Marius Oprea por su lucha contra los residuos del totalitarismo en Rumanía, y lo apoyo públicamente para que pueda continuar investigando sobre los crímenes del comunismo". (Harta Müller, premio Nobel de Literatura).
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Información
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HistoriaCategoría
Historia del mundoVI.
LOS SABLES DE AIUD
Cuatro mosqueteros y un tesoro escondido. Si Marius Oprea es D’Artagnan, Athos, Portos y Aramis son Gheorghe Petrov, Paul Scrobată y Horatiu Groza, todos arqueólogos, todos nacidos y residentes en Transilvania, tierra orgullosa y complicada, encrucijada de pueblos, culturas y religiones diversas. Y el tesoro está precisamente allí, en Transilvania. Un tesoro manchado de sangre, escondido bajo tierra en dos fosas excavadas dentro de una fábrica corriente que, sin embargo, no es precisamente normal. Porque se trata de la fundición que había dentro de la cárcel de Aiud, ciudad del distrito de Alba Julia. Aquí, a una hora en automóvil al sur de Cluj, en esta ciudad donde, como en toda Transilvania, no falta una vivaz minoría húngara (Nagyenyed es su nombre magiar), estaban recluidos durante los años más duros del régimen los exponentes de la elite cultural y religiosa del país. Hoy en la penitenciaría están «hospedados» delincuentes comunes y en su área se encuentra aún un cobertizo que era la fundición y que hoy es una estructura abandonada, invadida por las hierbas y con los cristales rotos. Aquí dentro, pues, aquí abajo, se escondieron al menos un centenar de sables pertenecientes a los altos oficiales del Ejército real rumano, sables de desfile, con la empuñadura ricamente trabajada, con frecuencia ornamentada con piedras preciosas. Y están aún allí, sepultados bajo el pavimento de un cobertizo en ruinas, en espera de ser sacados a la luz y quizá expuestos en algún museo.
Pero falta el dinero para financiar la búsqueda, una búsqueda que no es imposible porque, como en todos los tesoros escondidos, hay también un mapa, dibujado antes de morir por uno de los presos políticos que excavó las fosas y que luego se lo entregó a su hijo. El hijo es el hombre que se lo entregó a los «cuatro mosqueteros». Ya habían entrado en el cobertizo, pero ahora querrían excavar de manera precisa para devolver estos sables de uniforme de gala a la memoria colectiva de su país.
Gheorghe Petrov (Ghiza para todos) tiene buenos ojos serenos. Sus gafas transparentan una timidez que es al tiempo la fuerza de este hombre templado, de barbita negra moteada de blanco aquí y allá. La fuerza tranquila del que es consecuente, de la determinación, de la incapacidad de resignarse. Esa fuerza tranquila que le ha llevado a repetir tres veces el examen de ingreso en la universidad, después de un primer fracaso, para poder estudiar lo que siempre había querido, historia, los cursos admitían entonces apenas a 75 alumnos en toda Rumanía. Esa fuerza tranquila, un poco ingenua y un poco inconsciente, que lo llevó en 1987 a realizar su propia resistencia antirrégimen escribiendo cartas filomonárquicas directamente a Ceaușescu. Obviamente, lo descubrieron enseguida, pero, como no tenían pruebas, lo acusaron inicialmente de cambio ilegal de divisas con un estudiante griego. Un modo para tener algo escrito por él y obtener un peritaje caligráfico. Le registraron la casa, le requisaron libros y cuadernos de apuntes, lo interrogaron durante horas y horas, y al final, cuando le hicieron ver que se arriesgaba a la expulsión de la universidad, confesó. Aquellas cartas las había escrito él. No le fue del todo mal, el régimen estaba entonces en sus últimos meses. Su condena consistió en acudir cada semana a «coloquios de reeducación» en la sede de la Securitate y luego en la del partido: era el rostro bueno de la policía secreta, «te habríamos podido convertir en un recuerdo para tu familia y en cambio no queremos hacerte daño, solo llevarte al camino correcto».
«Estuve controlado hasta octubre del 89 por el secretario de la sección universitaria del partido y el mensaje era este: el nuestro es un partido muy generoso, no actúa ya con los antiguos métodos. Dos meses antes de la revolución, ya no me volvieron a llamar para los coloquios de reeducación. Luego he comprendido por qué...».
Hoy esta misma fuerza tranquila acompaña cada día a Ghiza Petrov cuando viene desde Turda a su pequeño despacho en las buhardillas del Museo de Transilvania de Cluj, poquísimos metros cuadrados de mansarda, llenos de cajones y una mesa sobre la que coloca cada mañana la bolsa de la que nunca se separa y que es su oficina ambulante; un despachito que ordinariamente, cigarrillo tras cigarrillo, él transforma en humeante cámara de gas. Pero esa fuerza tranquila es luego capaz de expresarse en una sonrisa todo corazón que es una prueba de confianza y en un apretón de manos vigoroso, la mano de la persona acostumbrada a luchar para conseguir sus propósitos.
Marius Oprea y Ghiza Petrov se conocen de toda la vida. Se encontraron por primera vez en Sarmizegetuza, en Transilvania, uno de los sitios arqueológicos más importantes de toda Rumanía, verdadera y propia capital de la antigua Dacia, en aquella época punto de referencia militar, religioso y político de toda la región.
«Fue en 1987, Marius y yo éramos estudiantes», recuerda Ghiza. «Estábamos empleados en sitios cercanos pero distintos: él trabajaba en un yacimiento prehistórico, y yo me había especializado en el medievo. En el fin de semana nos reuníamos todos los estudiantes, y para Marius no era difícil convertirse en el centro de atención: era ya una personalidad fuerte, hablaba mucho y resultaba simpático. Lo ideal para mantener vivo a un equipo. No solo eso: llevaba melena y barba, lo que sacaba literalmente de quicio al régimen, y era un óptimo bailarín de breakdance, una cosa que en aquellos tiempos no se veía siquiera en televisión».
Decir que se hicieron amigos en aquella época es quizá excesivo: demasiado tímido uno, demasiado exuberante el otro. Con los años, continuaron encontrándose por motivos profesionales entre una excavación y un congreso de arqueología y, en 2006, poco después de fundar el Instituto de investigación de los crímenes del comunismo, Marius se acordó de Petrov, que por entonces trabajaba como investigador en el Museo de Transilvania de Cluj, la ciudad donde en ese mismo año se había licenciado en Historia y Filosofía.
«Marius —recuerda Ghiza— me explicó enseguida que el objetivo principal del Instituto era la investigación de los crímenes cometidos por el régimen durante todo su periodo, apuntando a la identificación de los cadáveres de las víctimas ejecutadas sin proceso ante ningún tribunal, personas arrancadas de su casa y asesinadas de inmediato. Se trataba ante todo de identificar los lugares donde se habían enterrado los cadáveres, también los de los muertos en prisión y arrojados en fosas comunes, porque es imposible formular una acusación de homicidio sin tener un cadáver. Establecer y verificar los hechos, identificar a los responsables y encontrar los sitios donde fueron enterrados los asesinados: esa es nuestra tarea. Como jefe del Instituto, Marius había podido preparar las campañas de búsqueda de manera oficial, aunque ya habían pasado dieciséis años de la caída del régimen y quedaban en vida cada vez menos testigos directos de esos hechos. Necesitaba técnicos, especialistas capaces de moverse entre los archivos y el terreno de las excavaciones: era del todo indiferente que yo estuviese especializado en la época medieval, lo que le interesaba es que me encargase de las metodologías de búsqueda. Enseguida acepté y no solo eso: después de pocos días, le dije que había otros dos jóvenes arqueólogos, Paul y Horatiu, dispuestos a trabajar con nosotros».
«Cuando pensé en quién podía ayudarme —confirma Marius— me vino a la cabeza enseguida Ghiza. Y desde la primera investigación que llevamos juntos surgió una cosa: nuestra colaboración ha durado en el tiempo y se ha convertido en una verdadera amistad».
Nace así el «equipo» de Marius. Los «cuatro mosqueteros» se encuentran y, después de las primeras experiencias juntos, se juran fidelidad eterna. «Uno para todos y todos para uno».
Pero la primera actuación coordinada por Marius con la intervención de Ghiza, Paul y Horatiu (estos últimos eran aún estudiantes) no fue afortunada. El objetivo era identificar y exhumar los restos de ex detenidos políticos muertos en la cárcel de Sighet, una pequeña ciudad a tres horas de Cluj, en la frontera con Ucrania, en la región de Maramures: en aquella cárcel, uno de los lugares emblemáticos del martirio rumano, la mayoría de los detenidos pertenecía a la elite greco católica, minoría religiosa que hunde sus raíces a finales del siglo XVI, cuando una parte de los cristianos orientales de aquellas tierras, a caballo entre la actual Rumanía y Ucrania, volvió al seno de la Iglesia católica, manteniendo el rito bizantino, con su centro en Transilvania, en Blaj, ciudad todavía sede de la archieparquía. Hoy los fieles de la Iglesia oriental unida a Roma (de ahí el nombre popular de uniatas) en Rumanía son menos de un millón (sobre una población de 22 millones de personas), con un millar de sacerdotes, y se ha reanudado la vida monástica, que había suprimido el régimen. Sí, porque, después de la Segunda Guerra Mundial, el comunismo buscó (y en cierto modo encontró) una entente con la Iglesia ortodoxa rumana, pero suprimió literalmente por ley la greco católica, considerada «aliada con Roma» y por eso «desleal». Sus bienes fueron confiscados, cualquier actividad declarada ilegal y obligada a la clandestinidad mientras que sus obispos y sacerdotes eran perseguidos. Así fue como siete obispos y al menos 250 sacerdotes, además de un número indefinido de laicos, murieron en las cárceles mártires de la fe.
Precisamente Sighet fue una de las cárceles donde los encerraron. «Allí murieron al menos 53 personas entre 1950 y 1955», recuerda Gheorghe Petrov.
«La mayoría eran ancianos. Marius me contactó para hacer esas excavaciones. Nos pusimos a excavar en lo que llamaban el Cementerio de los pobres, organizando dos campañas entre julio y noviembre de 2006. Lo que encontramos fueron veinticuatro esqueletos: pero, según comprobamos enseguida, ninguno era de víctima del comunismo. Los presos políticos tenían un uniforme particular y ninguno de aquellos iba vestido así. Además, algunos esqueletos eran de niños». Y así como catorce años antes Marius había comenzado su actividad en los campos de Miercurea Nirajului sin conseguir encontrar el cadáver que buscaba, también la aventura de los cuatro mosqueteros comienza sin alcanzar el objetivo: «Aquellos cadáveres que encontramos —explica Ghiza— no tenían unas características que permitiesen clasificarlos como víctimas de la detención política. Sin embargo, sabíamos que en aquella zona había, y hay aún, fosas comunes con los restos de los muertos en aquella cárcel política. Desde entonces, sin embargo, no nos han permitido excavar».
Es la enésima paradoja de lo que sucede en Rumanía, porque ese cementerio, el Cementerio de los pobres, se encuentra bajo la administración de la penitenciaría, hoy convertida en museo, el Memorial del Sighet, confiado para su gestión a una Academia cívica. «¿Sabéis por qué nos han negado el permiso para ulteriores excavaciones? El motivo oficial es que... se estropean las plantas», observa amargo Gheorghe Petrov.
A costa de arruinar las plantas, ellos no se detienen y continúan trabajando juntos. Petrov obtiene incluso —cuando Marius está a cargo del Instituto— una excedencia de su puesto en el Museo de Transilvania, mientras que Paul y Horatiu, una vez licenciados, encuentran trabajo en dos pequeños museos de la región, los de Aiud y Turgu, dispuestos a acudir cada vez que Marius y Ghiza los llaman.
«Después de aquella campaña infructuosa en Sighet —recuerda Ghiza Petrov—, continuamos estudiando otros casos de hombres ejecutados sin haber sido procesados, individualmente o en grupos. Un trabajo que estuvo a punto de ser interrumpido en 2010, cuando Marius fue apartado de la dirección del Instituto y yo, en consecuencia, volví al Museo de Cluj. Pero no nos detuvimos, fundamos el Centro de investigación de los crímenes del comunismo en Rumanía, en el que trabajábamos nosotros solos, autofinanciados. Marius era el presidente y coordinador del Centro, yo era miembro fundador y ejecutivo. Se había cambiado el nombre, pero la actividad era la misma: los mismos objetivos, los mismos métodos de trabajo, relacionados con la fiscalía militar, campañas de excavaciones, conferencias y una exposición en museos que resumía nuestras actividades. De hecho, el programa ya estaba fijado cuando estábamos en el Instituto. La muestra que habíamos preparado, titulada “Denominador común: la muerte”, presenta imágenes de las campañas de excavación, objetos personales de los muertos que se encuentran durante las excavaciones y fotos de familia de las personas asesinadas, imágenes recuperadas de los archivos de la Securitate o las que se obtuvieron en las operaciones de exhumación, además de una serie de vídeos. La muestra se ha llevado ya a dieciséis ciudades, quince en Rumanía y a Praga (siempre en colaboración con los museos locales), y ha suscitado mucho interés».
Cuando en mayo de 2012 vuelven a llamar a Marius al Instituto como jefe de división de las investigaciones especiales, recuperando así su misión en el organismo gubernamental, Ghiza decide en un primer momento quedarse en el Museo y trabajar con el Instituto a tiempo parcial. Al menos hasta febrero de 2013.
«Querían que fuese a diario, pero yo soy una persona que trabaja sobre el terreno, no un empleado de oficina...». Quizá sea por su experiencia personal, pero Gheorghe Petrov es pesimista. «Tengo la impresión de que el presupuesto disponible se utiliza solo para actividades teóricas, organización de conferencias y la gestión de los archivos. En cambio, yo, quizá porque soy arqueólogo, estoy convencido de que lo fundamental es el trabajo de campo. Pero ¿qué puedo decir? Siempre hemos ido contracorriente. Lo trágico es que nadie comprende que los problemas aumentan de día en día: cuando vas a reconstruir los hechos, tienes que encontrar a los testigos y, si faltan las personas que han vivido en aquellos años, quedan solo testimonios indirectos. Nuestros principales éxitos llegaron cuando encontramos tantos testigos directos, porque ellos te dicen lo que los archivos de la Securitate no te dirán jamás».
También Gheorghe Petro ha tenido que aprender a convivir con las amenazas. «Las intimidaciones han sido constantes: amenazas telefónicas, en el móvil o en el teléfono de casa cuando yo estaba ausente, para asustar a mi mujer y a mi familia». Y también las mismas formas de presión psicológica utilizadas con Marius Oprea: «En 2009 estaba investigando en los montes cercanos a Cluj y enviaron a casa a las urgencias y a los bomberos sin que pasara nada: una forma más de presión mental. Y luego me daban consejos “amistosos” por teléfono: “Ve despacio que será mejor”. ¿Se ha resentido mi carrera? Oficialmente no, pero soy consciente de que se han producido algunas presiones. En el museo donde trabajo estoy contento de que en los materiales que traigo aparezca el nombre de la institución, pero no recibo nada para el sostenimiento de esta actividad. Si voy a realizar un trabajo de campo, debería tener una dieta de tres euros diarios, pero ese dinero no llega nunca. Bueno, al menos me dejan ir...».
Y precisamente en Aiud, esperando poder excavar en aquella fundición para sacar a la luz los sables de desfile de los oficiales del Ejército real rumano, se han realizado otras campañas de excavación. El cementerio de la población, como todos los de Rumanía, está cerrado solo por una cerca de alambre de malla abierta, rematada por una cruz ortodoxa en el centro. Ningún muro, ninguna hilera de árboles que lo oculten a la vida cotidiana. Se encuentra al sur del pueblo, con las tumbas diseminadas en la ladera de la colina que baja hacia la zona industrial, limitado por la vía férrea. Se llama Răpa Robilor, el «Hoyo de los esclavos», cementerio desde el siglo XVIII. A la derecha, la parte ortodoxa; a la izquierda, mucho más pequeña, la...
Índice
- PORTADA
- PORTADA INTERIOR
- CRÉDITOS
- ÍNDICE
- INTRODUCCIÓN
- I. ¡NO DEBEN MARCHARSE!
- II. HAY QUE IR A LOS PUEBLOS
- III. EL CHIABUR DE TRANSILVANIA
- IV. CON ESTIMA Y ESPERANZA
- V. VASILE NO VOLVIÓ
- VI. LOS SABLES DE AIUD
- VII. EL FINAL DEL RÉGIMEN
- VIII. EL EXPERIMENTO PITEȘTI
- IX. LA IGLESIA Y EL RÉGIMEN
- X. LA TORTURA DEL SILENCIO
- MI SECURITATE Y YO
- LAS FUENTES DE ESTE LIBRO