Discurso sobre la dignidad del hombre
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Discurso sobre la dignidad del hombre

Giovanni Pico della Mirandola

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Discurso sobre la dignidad del hombre

Giovanni Pico della Mirandola

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En pleno auge del Renacimiento publicó en Roma sus célebres novecientas tesis intituladas Conclusiones philosophicae, cabalisticae et theologicae, trabajo que fue combatido duramente por la curia romana.El texto preliminar de la obra máxima de Pico della Mirandola se intitula "Discurso sobre la dignidad del hombre" -ensayo que a continuación reproducimos- en el cual el autor italiano aborda el tema del hombre como centro del universo. Su mérito histórico, según escribe Carlos Llano Cifuentes en la Presentación a esta obra fue "haber formulado por vez primera la idea de que la dignidad del hombre estriba ante todo en su libertad para formar y plasmar su propia naturaleza".

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Discurso sobre la dignidad del hombre

Leí, reverendísimos padres, en la literatura árabe, que el sarraceno Abdalá, cuando le preguntaron qué consideraba más digno de admiración en esta –por así decir– escena mundana, respondió que nada consideraba más digno de admiración que el hombre. Con esta opinión concuerda el célebre dicho de Mercurio: “Oh Asclepio, el hombre es un gran milagro”.
Pensando en el significado de estas afir­maciones no me satisfacía el gran número de argumentos acerca de la superioridad de la naturaleza humana aducidos por muchos: que el hombre es el mensajero entre las criaturas, afín a las superiores y soberano de las inferiores; que gracias a la perspicacia de sus sentidos, a su capacidad de indagar por medio de la razón y a la luz de su inteligencia es el intérprete de la naturaleza; que es el intervalo entre la inmóvil eternidad y el tiempo que fluye, y –como dicen los persas– el vínculo del mundo o, mejor dicho, el himeneo, el cual –según lo que afirma David– es poco menos grande que los ángeles.
Sin duda, estos argumentos son muy importantes pero no los principales, es decir, no los que con justicia reivindicarían para sí mismos el privilegio de esta suprema admiración. ¿Por qué entonces no admiraríamos más a los propios ángeles y a los tan beatos coros del cielo? Finalmente me parece que entendí por qué el hombre es el animal más feliz y por lo tanto digno de toda admiración, y cuál es además esa condición que le tocó en suerte en el orden universal, que es envidiada no sólo por las bestias, sino también por los astros e incluso por las inteligencias ultramundanas. Una cosa increíble y maravillosa. ¿Por qué no? En efecto, por ello se dice y se piensa con justa razón que el hombre es un gran milagro y un animal sin duda digno de admiración. Pero escuchen cuál es esa condición, padres, y en virtud de su benevolencia concédanme de buen grado este discurso.
Ya Dios, sumo padre y arquitecto, había fabricado esta casa mundana que vemos, venerable templo de la divinidad, según las leyes de su arcana sabiduría. Había adornado la región que está sobre el cielo con inteligencias, había animado los globos etéreos con las almas eternas y había poblado las partes sucias y turbias del mundo inferior con una multitud de animales de todo género; sin embargo, después de haber terminado, el artífice deseaba que hubiera alguien que entendiera la razón de una obra tan grande, que amara su belleza y que admirara su grandeza. Por ello, después de haber terminado todas las cosas –como atestan Moisés y Timeo–, pensó por último en producir al hombre. Con todo, no existía entre los modelos uno conforme al cual formar su nueva descendencia, ni entre los tesoros uno para dar en herencia al hijo nuevo, ni entre los lugares del mundo entero uno donde se sentara este contemplador del universo. Ya todo estaba lleno, todo había sido distribuido en los órdenes superiores, medios e inferiores; no obstante, no hubiera sido digno de la potestad del Padre haber fallado como si se hubiera agotado en su última creación; ni digno de su sabiduría haber vacilado por falta de decisión; ni tampoco de su benéfico amor que aquel que iba a alabar la divina liberalidad en las demás cosas fuera obligado a condenarla en lo concerniente a sí mismo.
Finalmente, el óptimo artífice decidió que a quien no se le había podido dar nada propio le fuera común todo lo que había sido concedido de particular a cada criatura. Entonces tomó al hombre, su creación de aspecto indefinido y, después de haberlo puesto en medio del mundo, le habló así: “Oh Adán, no te di una sede determinada, ni una forma propia, ni algún don particular para que la sede, la forma y los dones que tú mismo escojas. Los tengas según tu deseo y tu voluntad. La naturaleza definida para los demás seres está limitada a las leyes prescritas por mí; tú, que no estás limitado por nada, definirás la naturaleza para ti mismo según el arbitrio en cuya mano te puse. Te coloqué en medio del mundo para que desde ahí vieras mejor todo lo que está en el mundo, y no te hice ni celeste, ni terreno, ni mortal, ni inmortal, para que tú mismo, como si fueras tu propio modelador y escultor voluntario y honorario, te construyas según la forma que quieras; podrás degenerar al nivel de los seres inferiores, o sea de las bestias, o podrás, según tu voluntad, regenerarte al nivel de los seres superiores, o sea de las criaturas divinas”.
¡Oh suma liberalidad de Dios padre, suma y admirable felicidad del hombre, a quien le fue concedido tener lo que desea y ser lo que quiere! Las bestias, al mismo tiempo que nacen, se llevan consigo de la bolsa de la madre –como dice Lucilio– lo que van a poseer; los espíritus supremos, desde el inicio o poco después, fueron lo que van a ser por toda la eternidad. El Padre colocó en el hombre, al momento de nacer, una semilla múltiple y un germen de vida de todo género; lo que cada quien cultive crecerá y le da­rá sus frutos. Si las semillas son vegetales, se generará una planta; si son sensuales, se producira una bestia; si son racionales, se creará un ser celeste; y si son intelectuales surgirá un ángel e hijo de Dios. Y si, no contentándose con ninguna de las suertes asignadas a las diversas criaturas, se recoge en el centro de su unidad, transformándose en un solo espíritu junto con Dios, quien fue puesto sobre todas las cosas, será superior a todas las cosas en la solitaria niebla del Padre.
¿Quién no admiraría a este nuestro camaleón? O, en general, ¿quién admiraría más alguna otra cosa? Con justa razón Asclepio de Atenas dijo que éste, a causa de su naturaleza mutable y que se transforma a sí misma, era simbolizado por Proteo en los misterios. De aquí las bien conocidas metamorfosis celebradas entre los judíos y los pitagóricos.
De hecho, también la más secreta teología judía transforma al santo Enoc unas veces en el ángel de la divinidad que ellos llaman Metatrón, otras en otros númenes. Igualmente los pitagóricos reducen a los hombres perversos a bestias y, si se le cree a Empédocles, también a plantas. Siguiendo su ejemplo, Mahoma solía repetir que quien se ha alejado de la ley divina se transforma en bestia, y con justa razón. Efectivamente, no es la corteza la que hace a la planta, sino su naturaleza carente de inteligencia y de sensibilidad; no es el cuero el que hace a la bestia de carga, sino su alma bestial y sensual; no es la forma circular la que hace al cielo, sino su perfecta racionalidad; y no es la separación del cuerpo la que hace al ángel, sino su inteligencia espiritual. Por lo tanto, si ves a un hombre que, sometido a su estómago, se arrastra por el suelo, lo que ves es un vegetal, no un hombre; si ves a alguien que va a tientas entre los vanos engaños de la fantasía (como entre aquellos de Calipso) y que, cautivado por un encanto seductivo, es esclavo de los sentidos, lo que ves es una bestia, no un hombre. Pero si ves a un filósofo que discierne todo por medio de la razón, venéralo; es una criatura celeste, no terrena; y si ves a alguien que, olvidándose del cuerpo y relegándose en los penetrales de la mente, se dedica solamente a contemplar, éste no es un animal ni terreno ni celeste, sino un numen muy santo revestido de carne humana.
Entonces, ¿quién no admiraría al hombre? Con justa razón en las sagradas escrituras mosaicas y cristianas el hom...

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