Mis hermanas las santas
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Mis hermanas las santas

Una memoria espiritual

  1. 232 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Mis hermanas las santas

Una memoria espiritual

Descripción del libro

¿Es esto vivir, nada más? Hecha polvo tras una noche de fiesta universitaria, la autora iniciará una búsqueda durante quince años, de Lourdes a Auschwitz, del Despacho Oval al Vaticano, donde experimentará la confusión originada por la frivolidad sexual, la llamada insaciable del éxito profesional... y el contacto con un dolor que parece echar por tierra todos sus sueños.
Ante el humo del feminismo laicista y de la crítica antifeminista, la autora encuentra una sólida inspiración en seis mujeres: Teresa de Jesús, Teresa de Lisieux, Faustina Kowalska, Edith Stein, Teresa de Calcuta y María de Nazaret.

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Información

ISBN del libro electrónico
9788432145018
1.
CHICA FIESTERA
Aún recuerdo el vestido de tirantes que llevaba aquella mañana: era negro, cortito, de amplio escote redondo. La tela fina caía suelta sobre mi cuerpo, gracias al machacante ejercicio diario y una dieta escrupulosamente libre de grasas; pero yo tenía calor. Sentada en el alféizar de la ventana del piso en la cuarta planta, con las piernas por fuera, me parecía imposible que estuviéramos a finales de octubre. En Milwaukee lo normal era que ya hiciera fresco, y se adivinase el comienzo del interminable invierno de Wisconsin. El sol me calentaba la piel, aún bronceada gracias a mis visitas regulares a las cabinas de rayos UVA, pero yo me revolvía y guiñaba inquieta. No quería estar allí.
Acababa de volver de la fiesta de la noche anterior, y empezaba a tener una resaca monumental.
Me dolía la cabeza y me picaba la piel: necesitaba una ducha. Tom Petty cantaba quejumbroso: I’m tired of myself, tired of this town. Cansado de mí mismo, cansado de esta ciudad.
Abajo, en el aparcamiento, veía botellas de cerveza por el suelo y gente que volvía a casa tras las juergas nocturnas y los emparejamientos de borrachos.
A mi espalda, dos compañeras de piso, borrachas aún, cantaban y bailaban como locas delante de las ventanas abiertas de la sala de estar. El piso apestaba a cerveza y tabaco, de la fiesta que dimos la primera semana del tercer curso, y de los muchos fines de semana que siguieron. Apenas dos meses después de empezar el semestre de otoño, nuestro bloque de pisos recién estrenado ya tenía manchas de vómito en las moquetas de los pasillos, y agujeros como puños en las paredes. Eran pruebas de cómo pasaban los fines de semana la mayoría de los inquilinos.
Me gustaba esa atalaya desde la que oteaba el panorama a distancia. Allí me distanciaba del caos. Siempre me sentí ajena al ambiente fiestero del campus, incluso cuando me sumaba a sus alegrías. Yo estudiaba con beca, tenía una media casi perfecta, iba encaminada a hacer las prestigiosas prácticas de verano en Washington, D.C., era directora de la revista universitaria. Mi expediente estaba lleno a reventar de matrículas de honor y pruebas de mi conciencia social.
En cuanto a la fe católica que dominó mi vida en el colegio y en el instituto, ahora tenía otras prioridades.
Seguía considerándome una católica mejor que la mayoría. A partir de mi primer año de carrera, trabajé en todas las organizaciones conocidas en pro de la justicia social, dedicando al menos una tarde cada semana a ayudar en el albergue para personas sin techo, o colaborando en el programa universitario de comidas sobre ruedas para vagabundos. Iba a misa todos los domingos. En cuanto al sexo, cumplía la letra de la ley que me habían enseñado en casa (nada de sexo fuera del matrimonio), aunque no su espíritu. Reservaba mis desvelos para fines más concretos, como obsesionarme por mi cuerpo y mantenerlo delgado y en forma. A diferencia de otras chicas fiesteras que devoraban pizzas a medianoche y escondían las barrigas cerveceras bajo ropa cómoda, yo me controlaba.
Pero esa vida de compartimentos estancos de la que tan satisfecha me sentía —chica buena los domingos por la mañana, chica mala los sábados por la noche— empezaba a dar paso a una sensación nueva. Parecía que me encontraba tan inmersa en el caos como todas las demás. Tal vez yo fuese peor que ellas, porque llevaba una doble vida. Mis compañeras barrigonas eran coherentes, eso había que reconocérselo. Ellas no se pasaban la vida manteniendo las apariencias, representando el papel de estudiante ejemplar ante un público y el de fiestera salvaje ante otro.
Miré por encima del hombro hacia nuestra sala de estar. Vi a mis compañeras tiradas en el sofá, soñolientas y apáticas tras la larga noche de borrachera. Ya no me llenaba vivir con ellas, ni como ellas. Como tampoco me llenaba mi relación con el taciturno jugador de rugby que tenía la costumbre de llevar a todos sus colegas al bar donde estuviese yo con mis amigas. Esos encuentros casuales no eran citas, ni él era mi novio. No sabía qué nombre darles a esos líos románticos. Ni los regía ninguna norma, ni nosotras sabíamos qué pensar de los hombres de nuestras vidas. No nos sentíamos sometidas a ninguna norma social. Podíamos hacer lo que nos apeteciera. Sin embargo, la incomodidad, la confusión y el desencanto que marcaban nuestros encuentros con los hombres me hacían pensar si acaso nuestra libertad sin límites no sería en realidad una trampa.
Así no me imaginaba la universidad. Pensé que me pasaría las noches de los sábados tomando café y hablando de Tomás de Aquino, y que saldría con esos hombres que regalan rosas, te abren la puerta del coche y pagan la cuenta en el restaurante. Cierto que me crucé con algunos hombres así, pero ya me había acostumbrado al anti-romanticismo de la vida en el campus, así que cortaba con ellos rápidamente para volver a las fiestas de siempre con mis amigos.
Volví a mirar el panorama desolador del aparcamiento bajo mi ventana. Cómo habían cambiado las cosas, cómo había cambiado yo desde que llegué a la residencia de estudiantes un bochornoso día de agosto, dos años atrás. Había perdido algo. No sabía qué, ni cómo recuperarlo. Solamente sabía que ya no soportaba el doloroso vacío que sentía en la boca del estómago.
Estaba tiritando. Metí las piernas, me levanté, cerré de golpe la ventana y pasé junto a mis compañeras, que dormían profundamente pese a la música ensordecedora.
Era hora de ducharme, de comer, de abrigarme.
Era hora de cambiar.
ÉCHALE LA CULPA AL PATRIARCADO
Entonces no lo sabía, pero estaba dando los primeros pasos de un camino que han emprendido muchas mujeres de mi generación, mujeres que se han hecho las mismas preguntas que me hice yo aquella mañana: ¿Cuál es el origen de ese vacío que siento, y por qué solamente consigo intensificarlo, por mucho que busco el placer y el éxito? ¿Es cierto que no existen diferencias reales entre los sexos, o tiene mi feminidad (y mi cuerpo de mujer) algo que ver con mis anhelos y mi descontento? Si la clave de mi realización como mujer está en acentuar mi atractivo sexual, acumular triunfos profesionales, y dar rienda suelta a mis apetitos evitando el compromiso a toda costa, ¿por qué el resultado de todo ello no me satisface? ¿Por qué nos pasamos mis amigas y yo tantas horas preocupándonos de que no estamos lo suficientemente delgadas, no tenemos suficiente éxito, no damos en definitiva la talla? Si esto es liberación, ¿por qué me siento tan mal?
Estuve un año rumiando estas ideas, y entonces me matriculé en un curso sobre el feminismo. Sabía que el movimiento de liberación femenina había desempeñado un papel importante en la transformación del mundo que habitábamos mis amigas y yo, y me interesaba saber lo que decían sus representantes en cuanto a las diferencias entre hombres y mujeres, y cómo pueden las mujeres hallar la libertad y la plenitud.
Jamás pensé mucho en el feminismo. Crecí en los años setenta y ochenta, y llegué a la mayoría de edad en los noventa: el feminismo me resultaba tan natural como el aire que respiraba. Las mujeres de mi generación no nos identificábamos con esas feministas radicales ya de otro tiempo, las que odiaban a los hombres y quemaban el sostén. Pero estaba decididamente a favor de la igualdad de derechos para la mujer, premisa básica del feminismo. Desde muy joven me sentí atraída por las historias de heroínas y sufragistas, y acepté la idea convencionalmente feminista de que debía dedicar las primeras décadas de mi edad adulta a establecerme como profesional, y encajar el matrimonio y la maternidad cuando me alcanzara el tiempo. En cuanto a las diferencias entre los sexos, siempre intuí que existían, pero no lo reconocía en voz alta, no fuera a ser que ese reconocimiento se percibiera como señal de debilidad o excusa para no dar la talla.
Pero ahora ya estaba lista para examinar de cerca las diferencias entre los sexos y el propio feminismo. Devoré ávidamente las primeras lecturas que se nos encomendaron en el curso, los manifiestos de aquellas primeras feministas que exigían el derecho a estudiar, el derecho al voto, y unas condiciones de vida y laborales de acuerdo con los derechos humanos, y al mismo tiempo reconocían la singularidad de la mujer. Pero al avanzar el curso, y al ir estudiando a las feministas más cercanas a nuestro tiempo, cada vez me sentía más incómoda con las pensadoras a las que leíamos. Muchas odiaban visceralmente al varón. Otras odiaban su propia feminidad. Cuanto más leía, más dentera me daban sus opiniones sobre hombres y mujeres, matrimonio y maternidad, Dios.
Por supuesto que me había cruzado con un buen número de machistas, y era consciente de que yo disfrutaba de oportunidades que se les negaron a las generaciones anteriores de mujeres, entre ellas la de asistir a un curso como el que estaba realizando. También era consciente de que el feminismo adopta muchas formas. Pero la mayoría de las escritoras feministas que estudiábamos me resultaron unas arpías hiperbólicas: según Simone de Beauvoir, las amas de casa y madres son unas «parásitas»; según Betty Friedan,[1] son reclusas en un «cómodo campo de concentración». Muchas sucumbían a uno de los dos extremos: o bien permitían que su insistencia en la igualdad entre hombres y mujeres ocultara las diferencias entre los sexos, o permitían que el énfasis sobre las diferencias entre los sexos ocultara la igualdad entre hombres y mujeres.
Ninguno de esos dos extremos tenía sentido para mí. Tampoco encontré en lo que leí ninguna guía viable para la felicidad en el mundo real. Otra amiga que realizaba conmigo el curso sentía lo mismo. «Cuando todo falla», decía al salir de clase, «échale la culpa al patriarcado». Ella era atea convencida, y yo católica practicante, pero coincidíamos en que las teorías que estudiábamos no servían para nuestras preguntas e inquietudes más apremiantes.
Aquellas pensadoras feministas laicistas presentaban otro problema más: tanto que criticaban la fijación de los varones con el dinero, el sexo, el poder y la posición social, la mayoría de estas mujeres estaban obsesionadas precisamente con las mismas cosas. Hablaban sin parar de los privilegios de los que disfruta el varón. Algunas de sus quejas tenían lógica, pero su perspectiva global materialista resultaba agobiante. No había ningún horizonte trascendental, ni apenas referencias a la verdad, a la belleza, a la bondad, ni a Dios. Para ellas solamente existía lo que se puede percibir con los sentidos. No hallé nada que le hablase a la sed que sentía, la sed que no habían podido saciar los placeres materiales.
UNA PUERTA ABIERTA
Hacia el final del primer semestre de mi último año universitario, me encontraba cierto día de pie, al fondo de la cavernosa iglesia neogótica del Gesu en el campus de la universidad de Marquette. No sabía ya dónde buscar respuestas. Era domingo por la tarde, y había arrastrado a mi nuevo novio, estudiante de posgrado, a la «misa exprés» de las 6. Esa misa solía estar bastante concurrida, ya que estaba pensada para los alumnos que por la mañana tenían resaca, que no tenían ganas de oír una misa larga, pero cuyas conciencias no les permitían obviar el precepto dominical.
Asistir a misa con un novio era para mí una experiencia nueva. Tener novio también lo era, porque había cortado con el último que tuve allá por la mitad del primer curso. La relación presente había cuajado, no porque yo estuviera excesivamente reformada, sino más bien por mi aburrimiento con el ambiente de fiestas en el campus, del que me aliviaban nuestras citas semanales en restaurantes de verdad, con conversaciones de verdad.
Como la mayoría de los hombres con los que había salido en los últimos tres años, este era católico de nombre pero ateo en la práctica. En esa tarde en particular, primero accedió a acompañarme a misa, luego me suplicó que me la saltase y me quedara con él en el sofá, y al final lo que consiguió fue que nos perdiéramos media misa.
Cuando traspasa...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. NOTA PARA EL LECTOR
  7. 1. CHICA FIESTERA
  8. 2. VUELVE A SER NIÑO
  9. 3. DEJARSE CAER
  10. 4. DE CORAZÓN, MADRE
  11. 5. HACIA LAS TINIEBLAS
  12. 6. EL TRIUNFO DE LA CRUZ
  13. AGRADECIMIENTOS
  14. COLLEEN CARROLL CAMPBELL