Capítulo 1.
Los orígenes de la medicina y la revolución de Hipócrates
¿CUANDO COMIENZA LA HISTORIA DE LA MEDICINA? Es, más o menos, como preguntarse quién inventó la rueda o cuándo la carne fue cocida por primera vez… O renunciamos desde el principio a una respuesta satisfactoria o dedicaremos los próximos treinta años de nuestra vida a analizar datos, fuentes e interpretaciones propuestos por historiadores, arqueólogos, filólogos y filósofos.
La medicina de los orígenes, entre alimento y religión
Si quisiéramos tomarlo con buen humor, podríamos confiar a las reconstrucciones gastro-sanitarias que encontramos en la cómica obra maestra de Roy Lewis (un libro que, antes o después, hay que leer), donde “el más grande hombre-mono del Pleistoceno” nos advierte:
Pocos, poquísimos, recordarán aún las tremendas indigestiones que padecimos en aquellos primeros tiempos, y cuántas fueron las víctimas. Los males gástricos nos ponían siempre ácidos; el gesto malhumorado y amargo del pionero subhumano de los principios era debido más a molestias de estómago que a ferocidad o carácter intratable. Una colitis crónica es capaz de minar el buen humor más radiante. Es completamente equivocado suponer que, por el simple hecho de haber bajado poco tiempo antes de los árboles y estar, por tanto, “más cercano a la naturaleza”, podíamos ingerir de todo, por desagradable y correoso que resultase. Al contrario, ampliar las propias costumbres alimentarias desde el régimen vegetariano (y casi siempre limitado a la fruta) a lo omnívoro es un proceso difícil y penoso, que exige una paciencia y una tenacidad inmensas para descubrir cómo echar dentro cosas que no solo te desagradan sino que se mueven mucho.
La cita divertida de Roy Lewis no parecerá completamente inoportuna si se piensa que, hasta hace no mucho, los orígenes del arte médico eran con frecuencia “reconstruidos” más con el sentido común que con una cuidadosa historiografía. Es un típico ejemplo el capítulo sobre “Los orígenes de la Medicina” con el que se inicia el famoso tratado De arte gymnastica (1569), de Gerolamo Mercuriale (1530-1606), el médico de Forlí considerado el fundador de la gimnasia médica y de la rehabilitación. Escribe Mercuriale:
Mientras que los hombres, desconocedores de opulentas mesas y de suntuosos banquetes, como de la costumbre de beber introducida posteriormente (y precisamente eso, como se cuenta, era, en el principio el modo de vida), tuvieron exigencias limitadísimas, ni siquiera habían aparecido las enfermedades, hasta tal punto que se desconocían sus nombres (…). Pero después de que la nefanda calamidad de la intemperancia, la refinada habilidad de los cocineros, los más delicados condimentos de las viandas y los vinos de importación se insinuaron en la vida de los hombres, los diversos tipos de enfermedades, que al mismo tiempo fueron desarrollándose, obligaron a estos a buscar remedios.
Quizá pueda parecer que se sobrevalora algo la componente gastronómica del problema, pero en esa relación entre estilos de alimentación y salud hay con seguridad algo verdadero. Hoy, además, somos plenamente conscientes de eso. Por otro lado, esa relación fue declarada explícitamente por el mismo Hipócrates, al principio de su célebre tratado sobre Antica Medicina.
Otro elemento de la Medicina de los orígenes, fácil de documentar, es la relación con la religión y con la magia (dos dimensiones de la vida humana que, tanto hoy como ayer, no ha sido siempre fácil diferenciar). La enfermedad era con frecuencia interpretada como un castigo divino o incluso como la entrada de un espíritu malévolo en el cuerpo del enfermo; en consecuencia, la cura y la sanación debían obtenerse a través de la plegaria o de cualquier forma de encantamiento. Por eso, «el sacerdote primitivo era también médico y filósofo; luchaba, por un lado, por alcanzar el reconocimiento de algunas prácticas adquiridas con la experiencia; y por otro, por el reconocimiento de aquellas entidades espirituales que controlaban ese oscuro “inexplorado espacio” que lo rodeaba (…), fuerzas que eran responsables de cualquier cosa que él no pudiera comprender y, en concreto, de los misterios de la enfermedad».
Esto, naturalmente, no había impedido a la Humanidad adquirir muchos conocimientos “naturales”, incluso notables competencias empíricas, tanto en la curación de las enfermedades con hierbas, pociones y ungüentos como en lo que podemos considerar formas arcaicas de cirugía.
El ejemplo más importante es seguramente el del papiro médico-quirúrgico encontrado y adquirido en Tebas, en 1862, por un erudito norteamericano, el doctor Edwin Smith, y conservado hoy en la biblioteca de la New York Academy of Medicine. Hoy es conocido en todo el mundo como el Edwin Smith Papyrus. Este extraordinario texto se puede datar en torno al 1650 a. C., pero contiene material que se remonta probablemente a casi mil años antes, y por tanto es el documento médico más antiguo del que disponemos. En él se describen cuarenta y ocho casos clínicos casi siempre ligados a heridas en diversas partes del cuerpo, con las relativas indicaciones terapéuticas. Por ejemplo, el caso 47 cuenta las cinco visitas consecutivas del médico a un paciente que sufre una profunda herida en la espalda: «Uno que tiene una herida abierta en la espalda, con la carne ablandada y los bordes separados, mientras sufre por una hinchazón en el omóplato. Un trastorno que trataré».
Y, en efecto, a fuerza de aplicar carne fresca a la herida, y después grasa, miel y tampones de gasa, nuestro tenaz y consciente médico parece que consiguió curar al herido. Pero el significado sacro de la enfermedad aparece con más evidencia en algunos fragmentos del Antiguo Testamento, como cuando en el Levítico —un texto arcaico, de origen mosaico (siglo XIII a. C.) pero consolidado en su forma actual en torno a los siglos V-IV a. C.— leemos:
Cuando uno tenga en la piel de su carne tumor, erupción o mancha blancuzca brillante, y se forme en la piel de su carne como una llaga de lepra, será llevado al sacerdote Aarón o a uno de sus hijos, los sacerdotes. El sacerdote examinará la llaga en la piel de la carne; si el pelo en la llaga se ha vuelto blanco, y la llaga parece más hundida que la piel de su carne, es llaga de lepra; cuando el sacerdote lo haya comprobado, le declarará impuro. Mas si hay en la piel de su carne una llaga blancuzca brillante, sin que parezca más hundida que la piel y sin que el pelo se haya vuelto blanco, el sacerdote recluirá durante siete días al afectado. Al séptimo día el sacerdote lo examinará y si comprueba que la llaga se ha detenido, no se ha extendido por la piel, el sacerdote entonces lo recluirá otros siete días. Pasados esos siete días, el sacerdote lo examinará nuevamente: si ve que la llaga ha perdido su color y no se ha extendido en la piel, el sacerdote lo declarará puro; no se trata más ...