Aguas primaverales
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Aguas primaverales

Iván S. Turguéniev

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Aguas primaverales

Iván S. Turguéniev

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Información del libro

Dimitri Sanin, un joven ruso terrateniente de paso por Frankfurt, salva la vida a un chico de origen italiano. El agradecimiento de la familia es grande, en especial el de Gemma, la hermana mayor, de la que Sanin no tardará en enamorarse. Tras un duelo frustrado, conquista el corazón de la joven. Solo le queda vender sus propiedades en Rusia, y reunirse de nuevo con ella en Frankfurt. Pero la venta de las tierras le tiene reservadas algunas sorpresas, que dificultarán sus planes...

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Información

Año
2018
ISBN
9788432150272
Categoría
Literature

Capítulo 1

A ESO DE LA UNA DE LA MADRUGADA regresó a su gabinete; despidió al criado, que había encendido los candelabros, y arrojándose sobre un sillón, junto a la chimenea, se cubrió el rostro con las manos.
Nunca había sentido un desfallecimiento corporal y moral semejante. Había pasado la noche en compañía de agradables damas y de hombres cultos. Algunas de las damas eran hermosas, y casi todos los hombres eran discretos e ingeniosos; él mismo había tenido algunos éxitos en la conversación, llegando a veces a estar brillante... Y, a pesar de todo, nunca se había apoderado de él, con tan incontrastable fuerza, aquel tedium vitæ del que hablaban los antiguos romanos.
De haber sido algo más joven, hubiera llorado de pena, de hastío e irritación; un amargor corrosivo y ardiente, como el del ajenjo, le inundaba el alma. Se sentía rodeado por todas partes, como lo hace la oscuridad de una noche otoñal, de algo viscoso y agobiante, y no sabía cómo liberarse de aquella oscuridad y de aquel amargor.
Con el sueño no había que contar, porque estaba seguro de que no podría dormir. Entonces se entregó a cavilaciones tristes, lentas...
Pensó en lo vano, inútil, vulgar y falso de todas las cosas humanas. Todas las épocas de su vida desfilaron ante su mirada (acababa de cumplir cincuenta y dos años), y ni una sola halló piedad en él. En todas partes el mismo eterno trasiego de lo hueco a lo vacío, el mismo chapotear en el agua, la misma quimera medio ingenua, medio reflexiva.
«Hay que contentar al niño de cualquier modo, con tal de que no llore», y, de repente, como nieve que cae sobre nuestra cabeza, llega la vejez, y con ella el continuo temor creciente a la muerte, que todo lo devora y que todo lo roe... Y después, el salto en el abismo.
Y aun hemos de darnos por contentos si la vida transcurre así, pues antes de llegar al final sobrevienen, como el óxido al hierro, los achaques y los sufrimientos.
La vida no se le aparecía como ese mar lleno de olas tempestuosas que describen los poetas. No. Él imaginaba este mar, tranquilo, inmóvil y transparente, hasta en la más remota profundidad, y se veía balanceándose en una barquilla, y allá, en el fondo oscuro y fangoso, contemplaba, semejantes a peces enormes, unos monstruos vagamente perceptibles: las calamidades de la vida, las enfermedades, las penas, la demencia, la pobreza, la ceguera...
Alguna vez uno de los monstruos se destaca de aquel fondo, sube más y más alto y se hace al fin visible, cada vez con más horrible detalle... Un instante aún, y va a volcar su barquilla.
Pero el monstruo se aleja, vuelve a desvanecerse, de nuevo se sumerge en el fondo, y en él yace, moviéndose apenas... Al fin llegará el día en que el monstruo vuelque la barquilla.
Sacudió la cabeza, se levantó de un salto del sillón, dio un par de vueltas por la habitación, se sentó ante el escritorio y, abriendo uno tras otro los cajones, empezó a revolver los papeles, cartas antiguas, de mujeres en su mayor parte.
No sabía por qué hacía aquello, pues no buscaba cosa alguna. Lo único que se proponía era alejar, con cualquier ocupación, los pensamientos que le atormentaban.
Desdoblando al azar algunas cartas, encontró en una de ellas una florecilla seca, envuelta en una pequeña cinta descolorida, y se contentó con encogerse de hombros, mirar a la chimenea y poner las cartas a un lado, como preparándose a quemar todas aquellas inútiles vejeces.
Continuó registrando apresuradamente uno y otro cajón, hasta que, abriendo desmesuradamente los ojos, sacó despacio de uno de ellos una cajita, de forma octogonal y de diseño antiguo, y levantó suavemente la tapa. Dentro de la caja, entre dos capas de algodón amarillento, había una pequeña cruz de granates.
Durante unos instantes contempló, como aturdido, la crucecita, y, de repente, emitió un leve grito... Su fisonomía no manifestó pesar ni tampoco alegría, sino una expresión semejante a la de un hombre que, bruscamente, se encontrase con otro a quien profesase cariño y hubiese dejado de ver largo tiempo, y apareciera ahora de improviso, completamente cambiado por los años.
Se levantó, se acercó a la chimenea, volvió a sentarse en el sillón, y de nuevo se cubrió el rostro con las manos... «¿Por qué hoy? ¿Por qué hoy precisamente?», pensó, y acudieron de nuevo a su memoria cosas pasadas hacía mucho tiempo.
He aquí lo que recordó. Pero antes es preciso que digamos su nombre. Se llamaba Dimitri Pablovich Sanín.
He aquí, pues, lo que recordó:
Era en el verano de 1840. Sanín acababa de cumplir veintidós años, y se encontraba en Fráncfort, de regreso de Italia a Rusia.
Tenía una fortuna modesta, pero independiente, y carecía casi de familia. A la muerte de un pariente suyo lejano le habían correspondido unos miles de rublos, que decidió gastarse en el extranjero antes de entrar al servicio del Estado, sin cuya ayuda la vida independiente le era imposible.
Sanín realizó puntualmente su proyecto, y tal maña se dio, que el mismo día que llegó a Fráncfort se encontró exactamente con el dinero preciso para volver a San Petersburgo. En 1840 no abundaba la vía ferroviaria, y los señores turistas viajaban en diligencia. Tomó, pues, Sanín su billete, pero como el coche no salía hasta las once de la noche, le sobraba aún mucho tiempo.
Por fortuna, el tiempo era magnífico, y después de almorzar en el entonces célebre hotel del «Cisne Blanco», se fue a pasear por la ciudad, a ver la Ariadna de Dannecker, que no le gustó gran cosa; visitó la casa de Goethe, de cuyas obras, a decir verdad, había leído solo el Werther, y en francés; paseó por la orilla del Main, aburriéndose como corresponde a un viajero concienzudo; y finalmente, a las seis de la tarde, cansado y con los zapatos llenos de polvo, se encontró en una de las más insignificantes calles de Fráncfort, que durante mucho tiempo ya no podría olvidar.
En una de las casas, no muy numerosas, de dicha calle, descubrió un rótulo que decía: “Confitería Italiana de Giovanni Roselli”, y en ella entró para beberse un vaso de limonada.
En la primera habitación, detrás de un modesto mostrador, y sobre las estanterías de una alacena pintada que recordaba a la de las boticas, se alineaban unas cuantas botellas con etiquetas doradas, y otros tantos frascos de cristal con dulces, pastillas de chocolate y caramelos. No había un alma; solo un gato color ceniza roncaba haciendo guiños y amasando con las patitas, como suelen hacer los gatos, el asiento de paja de una silla alta, colocada junto a la ventana; brillando, herido por los rayos del sol de la tarde, yacía en el suelo, junto a una cestilla de madera labrada, un grueso ovillo de lana roja.
En la pieza inmediata se escuchaba un rumor confuso. Sanín se detuvo, y después de esperar a que la campanilla de la puerta concluyese su tintineo, dijo, levantando la voz:
—¿No hay aquí nadie?
Al instante se abrió la puerta de la habitación inmediata... y Sanín se llenó de asombro.

Capítulo 2

PENETRÓ EN LA CONFITERÍA, REPENTINA Y RÁPIDAMENTE, una muchacha de unos diecinueve años, con los cabellos oscuros flotando sobre los hombros desnudos, y con los brazos, también desnudos, extendidos delante de sí. Al ver a Sanín se lanzó hacia él, le cogió una mano y trató de arrastrarlo consigo, diciendo al mismo tiempo, con voz entrecortada:
—¡Pronto, pronto, venga usted!
Sanín no siguió inmediatamente a la joven. Y no porque no quisiera obedecerla, sino porque el asombro lo había dejado clavado en donde se encontraba: en su vida había visto belleza semejante.
La joven se volvió hacia él y exclamó:
—¡Venga usted, venga usted!
Había tal desesperación en su voz, en su mirada, en el movimiento de sus manos, con las que apretaba sus palidecidas mejillas, que Sanín se precipitó inmediatamente tras ella por la puerta que había quedado abierta.
En la habitación a la que accedió siguiendo a la muchacha, sobre un diván de crin de caballo, pasado de moda, yacía, pálido, muy pálido, con manchas amarillentas como la cera, o como el mármol antiguo, un chico de unos catorce años, extraordinariamente parecido a la doncella, de quien evidentemente era hermano.
Tenía los ojos cerrados. La sombra de su espeso cabello negro caía como una mancha sobre su frente, que parecía de piedra, y sobre sus finas cejas inmóviles; entre los labios lívidos se percibían los di...

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