Guerreros
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Guerreros

Retratos desde el campo de batalla

Max Hastings, Antonio Carrasco Álvarez

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Retratos desde el campo de batalla

Max Hastings, Antonio Carrasco Álvarez

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El eminente historiador militar sirMax Hastings escoge en este estimulante e inspirador relato las vidas de dieciséis "guerreros" de diferente extracción social y nacionalidad de los últimos tres siglos, desde las Guerras Napoleónicas a los Altos del Golán, pasando por las guerras mundiales o Vietnam, seleccionados por su coraje o su extraordinaria experiencia bélica.En el curso de cuatro décadas escribiendo sobre la guerra, Max Hastings ha desarrollado una fascinación por las hazañas en los campos de batalla (en tierra, mar o aire) y, por supuesto, por los militares que las protagonizaron. Para ello aborda las biografías de soldados icónicos como el general y escritor napoleónico barón Marcellin de Marbot (inspiración del brigadier Gerard de Conan Doyle); de sir Harry Smith, cuya esposa española, Juana, se convirtió en su compañera militar en más de una campaña; del teniente John Chard, un modesto ingeniero convertido en el héroe insospechado de Rorke's Drift durante la guerra anglo-zulú, e inmortalizado en el cine por Stanley Baker; el jefe de escuadrón Guy Gibson, piloto cuyo heroísmo en los cielos de la Segunda Guerra Mundial le granjeó la admiración de su nación, pero pocos amigos; o el enérgico teniente coronel virginiano John Paul Vann, uno de los asesores militares estadounidenses más influyentes en la guerra de Vietnam, verso suelto del ejército con una turbulenta vida personal.Para imponerse en el campo de batalla, cualquier ejército necesita individuos capaces de mostrar un coraje por encima de lo común, pero… ¿qué es lo común en la guerra? En Guerreros, Max Hastings trata de dar respuesta a esa pregunta, y cómo esa percepción ha cambiado a lo largo del tiempo. Al tiempo que honra hechos extraordinario valor, posa su mirada inquisitiva sobre la entrega de condecoraciones al valor… y en el por qué estos prominentes guerreros rara vez dan la talla como líderes.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412221206
Edición
1
Categoría
Histoire

1

El fervoroso prosélito de Bonaparte

Las Guerras Napoleónicas dieron lugar a una rica producción de memorias, tanto británicas como francesas, de extraordinaria calidad. La obra de cada escritor es un fiel reflejo de las características nacionales de su país. No cabe duda de que nadie excepto un francés podría haber escrito las siguientes líneas acerca de su experiencia militar: «Puedo decir, creo, sin presumir, que la naturaleza me ha dotado de una buena dosis de valor; añadiré que hubo una época en la que disfrutaba del peligro, como, pienso, prueban suficientemente mis trece heridas y algunos distinguidos servicios». El barón Marcellin de Marbot fue el modelo en el que se inspiró el personaje literario del brigadier Gerard, de sir Arthur Conan Doyle: valiente, bravucón, inmune a la introspección y disfrutando sin inhibiciones de la experiencia de combatir al servicio de su emperador, desde Portugal hasta Rusia. Marbot era un guerrero de lo más entusiasta y compartía con otros muchos franceses de su tiempo la certeza de que no había empresa más gloriosa que combatir para Napoleón. Es difícil no respetar el valor de un soldado que con tanta frecuencia se enfrentó al fuego enemigo a lo largo de una carrera de servicio activo que duró más de cuarenta años, pero al mismo tiempo es complicado no sonreír socarronamente ante la vanidad y el patrioterismo que impregnan el relato de nuestro buen húsar, rico en anécdotas y en comedia, aunque esta última es a menudo involuntaria.
Jean-Baptiste-Antoine-Marcellin de Marbot nació en 1782, en Beaulieu, en la región de Corrèze, hijo de un hacendado de tendencias políticas liberales que llegaría a ser general en los ejércitos de la Francia revolucionaria. Al pequeño Marcellin se le conocía entre su familia con el apodo «el Gatito», por su cara redonda y su nariz chata. En los comienzos de la Revolución, Marbot fue alumno de una escuela local para chicas. Originalmente, estaba destinado para seguir la carrera naval, pero un amigo de su padre le convenció de que la vida a bordo de un navío de guerra pudriéndose en algún puerto por culpa del bloqueo británico no era una buena opción para un joven con ambiciones, por lo que en 1799 consiguió entrar en un regimiento de húsares. El chaval de diecisiete años estaba encantado, y desde el primer momento presumió de su nuevo uniforme. Sin embargo, a su padre le preocupaba que fuera demasiado tímido y el hecho de que durante algún tiempo solía referirse públicamente a su hijo como «mademoiselle Marcellin» habría hecho las delicias de un psicólogo moderno. En aquella época se esperaba que todo húsar luciera un imponente mostacho como parte de su uniforme de campaña, así que al imberbe adolescente al principio no le quedó otra opción que pintarse los bigotes.
Marbot vio a Napoleón por primera vez cuando acompañó a su padre para que este ocupara un puesto en el ejército francés en Italia. En Lyon, para su sorpresa, se encontraron al héroe de las Pirámides, que se dirigía a París tras haber abandonado a su contingente en Egipto en busca de un trono, empresa que el general Marbot, un republicano convencido, se negó a apoyar. Fue en Italia cuando el joven Marcellin se ganó sus espuelas, al ser asignado a una patrulla de caballería que tenía la misión de capturar prisioneros austriacos. De repente, el sargento al mando dijo que estaba enfermo y regresó al campamento, momento que el joven húsar aprovechó para encabezar la patrulla: «Cuando me puse al frente de los cincuenta hombres que había llegado a mandar de forma tan inusual, siendo solo un simple soldado de diecisiete años, decidí mostrar a mis camaradas que, si bien no tenía demasiada experiencia ni talento militar, al menos no me faltaban agallas. Así que me puse resueltamente a su frente y marché en la dirección en la que sabíamos que se encontraba el enemigo». La patrulla de Marbot sorprendió a un destacamento austriaco, capturó los prisioneros que necesitaban y regresó triunfante a las líneas francesas, donde el autonombrado comandante fue recompensado con un ascenso a sargento, seguido poco después por una comisión como oficial. Sobrevivió al terrible asedio de Génova, donde su padre murió en sus brazos tras ser herido en el campo de batalla. Poco después, el joven fue transferido al 25.º Regimiento de Chasseurs à cheval (Cazadores a caballo) y, en 1801, fue destinado como edecán (ayudante de campo) del ya canoso y heroico mariscal Augereau, a quien acompañó en su primera visita a la península ibérica.
En 1805, ya todo un veterano, Marbot era un impaciente y joven oficial en la Grande Armée de Napoleón, ansioso de entrar en combate con los rusos y austriacos. «Tenía tres excelentes caballos –recordaba encantado, para luego añadir un tanto patético– y un sirviente que no estaba mal». Los deberes de los edecanes se contaban entre los más peligrosos de los ejércitos de la época, ya que su misión no solo consistía en comunicar los deseos y órdenes de sus jefes en los campos de batalla, sino también recorrer Europa de un lado a otro, con el riesgo constante de ser herido, muerto o caer hecho prisionero. En el periodo que siguió a su nombramiento, escribe, fue «enviado constantemente de norte a sur, y de sur a norte, allí donde se estaba combatiendo, no transcurrió uno de esos diez años sin que tuviera que entrar en combate, o sin derramar mi sangre en un lugar u otro de Europa». Es interesante destacar que, hasta el siglo XX, todos los guerreros más entusiastas consideraban una marca de hombría el haber sido herido en acción y, si era posible, con frecuencia. Un soldado que no hubiera derramado su sangre no solo no era felicitado por su suerte o habilidad, sino que además podía ser acusado de cobardía.
Marbot empezó la campaña de 1805 llevando despachos del emperador al mariscal Masséna en Italia cruzando los pasos alpinos. Más adelante, volvió a su puesto al lado de Augereau para la que sería la campaña de Austerlitz. «Nunca ha tenido Francia un ejército tan bien entrenado –se regocijaba–, de tan buen material, tan ansioso de fama y pelea […]. Bonaparte […] se enfrentaba a la guerra con alegría, tan convencido estaba de su victoria […]. Sabía que el caballeroso espíritu de los franceses a lo largo de las eras siempre ha sentido entusiasmo por la gloria militar». Raramente ha habido un periodo militar en el que tanto oficiales como soldados lucharan tan ardientemente por la gloria. Si hubo algún joven oficial en el ejército de Napoleón que se limitase a cumplir con su deber, ha pasado desapercibido para la historia. En el mundo de los mariscales franceses y sus subordinados, se producía una lucha incansable por superarse unos a otros a la hora de hacer frente al peligro con la mayor indiferencia. Ese espíritu es admirablemente capturado en la anécdota del encuentro entre Ney y el emperador, después de la batalla de Lützen: «¡Mi querido primo! ¡Pero si estás cubierto de sangre!», exclamó Napoleón alarmado. «No es mía, sire –respondió el mariscal afablemente–, ¡excepto donde esa maldita bala me atravesó la pierna!».
El día después de la batalla, Napoleón y un grupo de oficiales, entre los que se encontraba Marbot, que había sobrevivido incólume a la carnicería de Austerlitz, estaban contemplando los cadáveres y los restos de la batalla que salpicaban el hielo roto del lago Satschan cuando, en medio de aquel caos, observaron sobre un témpano de hielo enrojecido por la sangre, a un centenar de metros de la orilla, a un sargento ruso herido en el muslo. El herido, al ver a un grupo tan colorido, se incorporó y gritó en ruso: «¡Después de la batalla todos los hombres son hermanos!». Estaba implorando por su vida al emperador de los franceses. La súplica fue traducida. Napoleón, en un impulso típico de condescendencia imperial, dijo a su séquito que hicieran lo que fuera necesario para salvar al ruso. Unos cuantos hombres se lanzaron al agua helada, agarraron trozos de madera flotantes e intentaron bogar para alcanzar el témpano, pero en apenas unos segundos sus uniformes empezaron a congelarse, impidiéndoles el movimiento, por lo que tuvieron que abandonar sus esfuerzos para rescatar al soldado enemigo y regresar a duras penas a la orilla, para no morir ellos mismos. Marbot, que hasta entonces se había limitado a mirar, comentó en voz alta que el error que habían cometido había sido tirarse al agua vestidos, a lo que Napoleón asintió con la cabeza y declaró secamente que los supuestos rescatadores habían demostrado más celo que inteligencia. Naturalmente, el húsar se sintió obligado a poner en práctica su propio consejo y, saltando de su caballo, se desnudó y entró en el lago. Más adelante confesaría que el impacto del agua helada había sido terrible, «pero la presencia del emperador me animaba, y avancé hacia el sargento ruso. Al mismo tiempo mi ejemplo, y probablemente las alabanzas del emperador hacia mí, motivaron a un teniente de artillería […] a imitarme». Marbot se quedó consternado al comprobar que su rival le estaba ganando terreno, mientras que él se esforzaba por avanzar en medio de las enormes masas de afilado hielo. Sin embargo, reconociendo que por separado nunca habrían sido capaces de rescatar al ruso, ambos hombres decidieron colaborar. Los dos franceses fueron empujando el témpano con el herido hacia la orilla, abriéndose paso con gran esfuerzo entre el laberinto de hielo que les separaba de esta. Por fin, llegaron lo bastante cerca como para que los espectadores les lanzaran cuerdas a las que agarrarse. Los dos nadadores las atraparon y las pasaron alrededor del herido, que fue arrastrado hasta ponerlo a salvo. Ellos mismos, casi en las últimas, heridos y ensangrentados, se tambalearon hasta la orilla para recibir su premio. Napoléon ordenó a su mameluco Roustam que les llevara un vaso de ron a cada uno. Entregó oro al soldado herido, que resultó ser lituano y que, una vez recuperado, se unió como sargento al regimiento de lanceros polacos de la Guardia y se convirtió en un devoto servidor del emperador. El compañero de Marbot en la aventura, el teniente de artillería, quedó tan debilitado por la experiencia que después de meses en el hospital tuvo que ser dado de baja como inválido, como Marbot recordaba con pena. El húsar, por supuesto, estaba de nuevo de servicio al día siguiente.
En los años que siguieron Marbot trató con Napoleón con tanta frecuencia como cualquier otro oficial de su graduación. En julio de 1806 llevó despachos a la embajada francesa en Berlín, y regresó a París para informar al emperador de que había visto a oficiales prusianos afilando desafiantes sus espadas en las escaleras de la embajada. «¡Esos insolentes fanfarrones pronto se darán cuenta de que nuestras armas no necesitan que las afilen!», exclamó Napoleón. Podemos suponer que el emperador le veía como su novelesco alter ego lo hacía con Gerard en las historias de Conan Doyle: como un extraordinariamente leal, valiente y atolondrado instrumento, con menos malicia que un perro de caza. Marbot mismo cuenta varias historias de cómo fue engañado por traicioneros extranjeros incapaces de comprender la nobleza y dignidad de la guerra. De hecho, su enfado hacia la escasa caballerosidad de ingleses, rusos, austriacos y demás ralea solo era igualado por su desprecio hacia su incompetencia militar. En las raras ocasiones en las que se ve obligado a reconocer que esas razas inferiores han triunfado en el campo de batalla, tales desgracias las atribuye de forma invariable o bien a la abrumadora superioridad numérica del enemigo o bien a la estupidez de algún subordinado francés. Los soldados de Napoleón eran, a ojos de Marbot, ejemplos de coraje y honor. Lo que no cuenta en sus historias, sin embargo, es la senda de destrucción que trazaron a través de la Europa ocupada. Para el valiente oficial, como para muchos de sus camaradas, Napoleón era un dios en vez del despiadado déspota que llevó la muerte y la destrucción a millones de personas. Marcellin tampoco dice nada en sus memorias acerca de su hermano mayor, Antoine-Adolphe, también soldado, que fue arrestado en 1802 por participar en un presunto complot contra el gobierno francés a favor de la instauración de la república.
El disgusto de Marbot por creer que sus hazañas en la batalla de Jena (octubre de 1806) habían sido ignoradas es palpable en sus memorias. Pocos meses después, sin embargo, consiguió su ansiado ascenso a capitán, cuando apenas había cumplido los veinticuatro años. Tenía, por tanto, este rango cuando combatió en la batalla de Eylau en febrero de 1807, en la que vivió una de las anécdotas más extraordinarias de su carrera, casi más propia del barón de Münchhausen que de un oficial francés de caballería. Marbot montaba una yegua llamada Lisette, cuya naturaleza salvaje había conseguido domar a duras penas. Había disciplinado al animal introduciéndole en la boca a la fuerza huesos calientes de cordero cada vez que la yegua intentaba morderle a él o a su criado. Escarmentada, Lisette había sido una montura ejemplar desde entonces. Durante la terrible batalla de Eylau, en la que el cuerpo de ejército de Augerau quedó prácticamente aniquilado, Napoleón observó que el 14.º Regimiento de Infantería había quedado aislado en una pequeña elevación justo en medio de la ruta de avance ruso, por lo que ordenó a Augerau que intentara salvar a los cada vez menos supervivientes que todavía resistían. Los dos primeros edecanes que partieron al galope para cumplir la misión desaparecieron para siempre en medio del caos. Marbot fue el siguiente. «Viendo dar un paso al frente al hijo de su viejo amigo, y me atrevería a decir que su ayudante de campo favorito, la amable cara del mariscal cambió, y sus ojos se llenaron de lágrimas, porque no podía obviar que me estaba enviando a una muerte segura. Pero el emperador debe ser obedecido». Marbot espoleó a Lisette, que, «más liviana que una golondrina y volando más que corriendo, devoró el espacio, saltando sobre montones de cadáveres de hombres y caballos, zanjas, cureñas rotas de cañones y las hogueras medio extinguidas de los vivaques». Unos cosacos empezaron a perseguirlo, como batidores arreando a una liebre, pero ninguno fue capaz de alcanzar a su veloz corcel. Finalmente, alcanzó el frágil cuadro formado por los supervivientes del 14.º de Línea, rodeados por los cadáveres de los dragones rusos y sus monturas. En medio de una granizada de disparos, el edecán entregó la orden de retirada, pero el único oficial que quedaba vivo para recibirla, un comandante, se encogió de hombros afirmando que la retirada era imposible. En ese mismo instante apareció una nueva columna rusa a menos de cien metros. «No veo posible salvar al regimiento –dijo el comandante–, vuelva al emperador, despídase de él en nombre del 14.º de Línea, que ha cumplido fielmente sus órdenes, y llévele el águila que nos entregó y que nosotros no podemos seguir defendiendo». En este intercambio de frases, en un lenguaje digno de Macaulay, se resume la esencia misma de la leyenda de los ejércitos de Napoleón, que Marbot se encargó de consagrar para la posteridad junto con otros autores. Justo cuando se disponía a coger el águila del regimiento y romper el fuste, para poder transportarla con más facilidad, una bala de cañón rusa le atravesó el chacó. El traumatismo que le provocó fue tan severo que empezó a sangrar por la nariz y los oídos. Mientras la infantería enemiga avanzaba al asalto, los sentenciados soldados gritaban: «Vive l’empereur!». Varios franceses apoyaron sus espaldas en los flancos de Lisette, apiñándose tanto contra la yegua que Marbot no podía espolearla para escapar. Un sargento de intendencia cayó herido entre sus patas. Un atacante, tan borracho como siempre describía Marbot que iban los rusos a la batalla, falló al intentar rematarle. Uno de los bayonetazos lo alcanzó en el brazo, mientras que el otro hirió a su montura en el flanco. El salvajismo de Lisette, hasta ahora dormido, se despertó y «se lanzó contra el ruso y, de un bocado, le arrancó la nariz, labios, cejas y toda la piel de su cara, haciendo de él la imagen misma de un muerto viviente, chorreando sangre». Entonces la yegua escapó de la melé, coceando y mordiendo a diestro y siniestro y llegó incluso a destripar a un oficial ruso. La bestia salió a galope tendido, sin detenerse hasta llegar al cementerio de Eylau, donde se desplomó a causa de la pérdida de sangre. El propio Marbot, aturdido por el dolor, cayó inconsciente y quedó atrapado debajo de una montaña de cadáveres y de nieve, incapaz de moverse. Se salvó por pura casualidad, gracias a que, al concluir la batalla, un criado de Augereau observó a un saqueador con una pelliza que reconoció como perteneciente al edecán del mariscal, y obligó al individuo a que le llevara al lugar donde la había encontrado. Tanto yegua como jinete sobrevivieron. Marbot escribió, irritado: «Hoy en día, cuando las promociones y condecoraciones se entregan con tanta ligereza, un oficial que desafiara al peligro como yo hice aquel día para llegar hasta donde estaba el 14.º Regimiento habría sido recompensado sin duda; pero bajo el Imperio, por un acto de devoción como ese no recibí la cruz [de la Legión de Honor], ni se me ocurrió pedirla». El pobre hombre estaba, desde luego, obsesionado con las medallas y los ascensos. Se sintió extraordinariamente satisfecho cuando finalmente recibió la cruz de manos de su emperador dos años más tarde, a los veintiséis años.
El mariscal Augereau quedó tan malherido en Eylau que pasaron años antes de que pudiera reincorporarse al servicio. Marbot se encontró temporalmente sin trabajo. Después de dos meses de convalecencia en París, fue agregado al cuartel general del mariscal Lannes, con el que sirvió en la batalla de Friedland en junio de 1807. Fue testigo de la entrevista entre Napoleón y el zar en Tilsit, y luego se le envió a Dresde con despachos del emperador. Allí, y un poco más tarde en París, saboreó brevemente las delicias de una bolsa llena de dinero, su estatus como uno de los favoritos del emperador y de los tiernos cuidados de su madre, a quien adoraba. La única otra mujer a la que se menciona brevemente en sus memorias y que fue objeto de su afecto es su esposa, con la que se casó en 1811. Muchos hombres como él están tan obsesionados con su carrera militar que perciben a las mujeres como simples objetos de placer durante los permisos y como madres de sus hijos cuando el deber permitía al oficial el tiempo suficiente como para pensar en materias tan irrelevantes como la procreación.
El año 1808 encontró al húsar enviado como parte del estado mayor del cuñado del emperador, el príncipe Murat, a España, donde Napoleón estaba decidido a derrocar a la monarquía reinante en favor de su propio candidato. Aunque Murat ambicionaba la corona española, tuvo que conformarse con el trono de Nápoles, mientras el de España se le entregaba al hermano mayor de Napoleón, José. Incluso el insensible Marbot, acuartelado en Madrid cuando los españoles se sublevaron contra el déspota francés y su ejército de ocupación, reconoció lo absurdo de la aventura española de Napoleón: «Esta guerra […] me parecía inmoral, pero yo era un soldado, así que debía obedecer o ser acusado de cobardía». Le horrorizaba el salvajismo de las guerrillas españolas, que afectaba de forma especialmente dura a los edecanes, los cuales tenían que viajar con frecuencia y en solitario. En una ocasión, cuando llevaba unos despachos, se encontró el cadáver de un joven oficial de chasseurs à cheval clavado de pies y manos en la puerta de un establo, bajo el cual se había encendido una hoguera. El oficial todavía sangraba y Marbot también sufrió el ataque de los que le habían hecho aquello, fue herido en la refriega pero consiguió escapar. Marbot contaba con orgullo que los despachos fueron entregados a Napoleón por otro oficial, aún manchados por la sangre de nuestro héroe.
En la primavera de 1809, el ejército francés asediaba Zaragoza, tenazmente defendida por los españoles, que rechazaban un asalto tras otro. Marbot recibió la orden de encabezar un nuevo ataque, pero mientras reconocía el terreno notó como si le empujasen súbitamente hacia atrás y se desplomó como un tronco. Una bala española le había alcanzado junto al c...

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