7 mejores cuentos de Virginia Woolf
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7 mejores cuentos de Virginia Woolf

Virginia Woolf, August Nemo

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7 mejores cuentos de Virginia Woolf

Virginia Woolf, August Nemo

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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española.En este volumen traemos a Virginia Woolf, una autora, feminista, ensayista, editora y crítica inglesa, considerada como una de las principales modernistas del siglo XX.Este libro contiene los siguientes cuentos: - El vestido nuevo- Un resumen- El cuarteto de cuerdas- El foco- La casa encantada- La duquesa y el joyero- Lunes o martes

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Información

Editorial
Tacet Books
Año
2020
ISBN
9783968587790

La duquesa y el joyero

Oliver Bacon vivía en lo alto de una casa junto a Green Park. Tenía un departamento; las sillas estaban colocadas de manera que el asiento quedaba perfectamente orientado, sillas forradas en piel. Los sofás llenaban los miradores de las ventanas, sofás forrados con tapicería. Las ventanas, tres alargadas ventanas, estaban debidamente provistas de discretos visillos y cortinas de satén. El aparador de caoba ocupaba un discreto espacio, y contenía los brandys, los whiskys y los licores que debía contener. Y, desde la ventana central, Oliver Bacon contemplaba las relucientes techumbres de los elegantes automóviles que atestaban los atestados vericuetos de Piccadilly. Difícilmente podía imaginarse una posición más céntrica. Y a las ocho de la mañana le servían el desayuno en bandeja; se lo servía un criado; el criado desplegaba la bata carmesí de Oliver Bacon; él abría las cartas con sus largas y puntiagudas uñas, y extraía gruesas cartulinas blancas de invitación, en las que sobresalían de manera destacada los nombres de duquesas, condesas, vizcondesas y honorables damas. Después Oliver Bacon se aseaba; después se comía las tostadas; después leía el periódico a la brillante luz de la electricidad.
Dirigiéndose a sí mismo, decía: «Hay que ver, Oliver... Tú que comenzaste a vivir en una sucia calleja, tú que...», y bajaba la vista a sus piernas, tan elegantes, enfundadas en los perfectos pantalones, y a sus botas, y a sus polainas. Todo era elegante, reluciente, del mejor paño, cortado por las mejores tijeras de Savile Row. Pero a menudo Oliver Bacon se desmantelaba y volvía a ser un muchacho en una oscura calleja. En cierta ocasión pensó en la cumbre de sus ambiciones: vender perros robados a elegantes señoras en Whitechapel. Y lo hizo. «Oh, Oliver», gimió su madre. «¡Oh, Oliver! ¿Cuándo sentarás cabeza?»... Después Oliver se puso detrás de un mostrador; vendió relojes baratos; después transportó una cartera de bolsillo a Ámsterdam... Al recordarlo, solía reír por lo bajo... el viejo Oliver evocando al joven Oliver. Sí, hizo un buen negocio con los tres diamantes, y también hubo la comisión de la esmeralda. Después de esto, pasó al despacho privado, en la trastienda de Hatton Garden; el despacho con la balanza, la caja fuerte, las gruesas lupas. Y después... y después... Rió por lo bajo. Cuando Oliver pasaba por entre los grupitos de joyeros, en los cálidos atardeceres, que hablaban de precios, de minas de oro, de diamantes y de informes de África del Sur, siempre había alguno que se ponía un dedo sobre la parte lateral de la nariz y murmuraba «hum-m-m», cuando Oliver pasaba. No era más que un murmullo, no era más que un golpecito en el hombro, que un dedo en la nariz, que un zumbido que recorría los grupitos de joyeros en Hatton Garden, un cálido atardecer ¡Hacía muchos años...! Pero Oliver todavía lo sentía recorriéndole el espinazo, todavía sentía el codazo, el murmullo que significaba: «Mírenlo -el joven Oliver, el joven joyero- ahí va.» Y realmente era joven entonces. Y comenzó a vestir mejor y mejor; y tuvo, primero, un cabriolé; después un automóvil; y primero fue a platea y después a palco. Y tenía una villa en Richmond, junto al río, con rosales de rosas rojas; y Mademoiselle solía cortar una rosa todas las mañanas, y se la ponía en el ojal, a Oliver.
-Vaya -dijo Oliver, mientras se ponía en pie y estiraba las piernas-. Vaya...
Y quedó en pie bajo el retrato de una vieja señora, encima de la chimenea, y levantó las manos.
-He cumplido mi palabra -dijo juntando las palmas de las manos, como si rindiera homenaje a la señora-. He ganado la apuesta.
Y no mentía; era el joyero más rico de Inglaterra; pero su nariz, larga y flexible, como la trompa de un elefante, parecía decir mediante el curioso temblor de las aletas (aunque se tenía la impresión de que la nariz entera temblara, y no sólo las aletas) que todavía no estaba satisfecho, todavía olía algo, bajo la tierra, un poco más allá. Imaginemos a un gigantesco cerdo en un terreno fecundo en trufas; después de desenterrar esta trufa y aquella otra, todavía huele otra mayor, más negra, bajo la tierra, un poco más allá. De igual manera, Oliver siempre husmeaba en la rica tierra de Mayfair otra trufa, más negra, más grande, un poco más allá.
Ahora rectificó la posición de la perla de la corbata, se enfundó en su elegante abrigo azul, y cogió los guantes amarillos y el bastón. Balanceándose, bajó la escalera, y en el momento de salir a Piccadilly, medio resopló, medio suspiró, por su larga y aguda nariz. Ya que, ¿acaso no era todavía un hombre triste, un hombre insatisfecho, un hombre que busca algo oculto, a pesar de que había ganado la apuesta?
Siempre se balanceaba un poco al caminar, igual que el camello del zoológico se balancea a uno y otro lado, cuando camina por entre los senderos de asfalto, atestados de tenderos acompañados por sus esposas, que comen el contenido de bolsas de papel y arrojan al sendero porcioncillas de papel de plata. El camello desprecia a los tenderos; el camello no está contento de su suerte; el camello ve el lago azul, y la orla de palmeras a su alrededor. De igual manera el gran joyero, el más grande joyero del mundo entero, avanzaba balanceándose por Piccadilly, perfectamente vestido, con sus guantes, con su bastón, pero todavía descontento, hasta que llegó a la oscura tiendecilla que era famosa en Francia, en Alemania, en Austria, en Italia, y en toda América: la oscura tiendecilla en la Calle Bond.
Como de costumbre, cruzó la tienda sin decir palabra, a pesar de que los cuatro hombres, los dos mayores, Marshall y Spencer, y los dos jóvenes, Hammond y Wicks, se irguieron y le miraron, con envidia. Sólo por el medio de agitar un dedo, enfundado en guante de color de ámbar, dio Oliver a entender que se había dado cuenta de la presencia de los cuatro. Y entró y cerró tras sí la puerta de su despacho privado.
A continuación, abrió la cerradura de las rejas que protegían la ventana. Entraron los gritos de la Calle Bond; entró el distante murmullo del tránsito. La luz reflejada en la parte trasera de la tienda se proyectaba hacia lo alto. Un árbol agitó seis hojas verdes, porque corría el mes de junio. Pero Mademoiselle se había casado con el señor Pedder, de la destilería de la localidad, y ahora nadie le ponía a Oliver rosas en el ojal.
-Vaya -medio suspiró, medio resopló- vaya...
Entonces oprimió un resorte en la pared, y los paneles de madera resbalaron lentamente a un lado, revelando, detrás, las cajas fuertes de acero, cinco, no, seis, todas ellas de bruñido acero. Dio la vuelta a una llave; abrió una; luego otra. Todas ellas estaban forradas con grueso terciopelo carmesí, y en todas reposaban joyas: pulseras, collares, anillos, tiaras, coronas ducales, piedras sueltas en cajitas de cristal, rubíes, esmeraldas, perlas, diamantes. Todas seguras, relucientes, frías pero ardiendo, eternamente, con su propia luz comprimida.
-¡Lágrimas! -dijo Oliver contemplando las perlas.
-¡Sangre del corazón! -dijo mirando los rubíes.
-¡Pólvora! -prosiguió, revolviendo los diamantes de manera que lanzaron destellos y llamas.
-Pólvora suficiente para volar Mayfair hasta las nubes, y más arriba, más arriba, más arriba-. Y lo dijo echando la cabeza atrás y emitiendo sonidos como los del relincho del caballo.
El teléfono emitió un zumbido de untuosa cortesía, en voz baja, en sordina, sobre la mesa. Oliver cerró la caja de caudales.
-Dentro de diez minutos -dijo-. Ni un minuto antes.
Se sentó detrás del escritorio y contempló las cabezas de los emperadores romanos grabadas en los gemelos de la camisa. Una vez más se desmanteló y otra vez volvió a ser el muchachuelo que jugaba a canicas, en la calleja donde se venden perros robados, los domingos. Se transformó en aquel voluntarioso y astuto muchachito, con labios rojos como cerezas húmedas. Metía los dedos en montones de tripa; los hundía en sartenes...

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