La luz de aquel fuego que iluminó el interior del fortín no hizo sino que viera realizados mis más sombríos presentimientos. Los amotinados se habían apoderado del recinto y de todas nuestras provisiones. allí estaban el barril de aguardiente, la salazón de cerdo y la galleta; pero lo peor, lo que hizo aumentar mis temores, es que no vi ni rastro de prisioneros. Imaginé que sin duda habían perecido y mi corazón se llenó de dolor por no haber estado con ellos en tan grave momento.
En total eran seis los piratas, todos los que habían quedado vivos. Había cinco en pie, con huellas de cansancio en sus rostros abotargados, de encendidas mejillas, recién despertados del primer sueño de la borrachera. Un sexto bucanero estaba incorporado apoyándose sobre un codo, tenía una palidez mortal y las ensangrentadas vendas liadas en su cabeza indicaban que hacía poco que había sido herido, y, aún menos, curado. Pensé que era el mismo que yo había visto correr hacia el bosque después de recibir un tiro.
El loro estaba quieto, picoteándose el plumaje, en el hombro de John «el Largo». Silver parecía más pálido e intranquilo que de costumbre. Lucía todavía aquel vistoso traje con el que había capitaneado el motín, pero ya se veía deslustroso, lleno de barro y rotos causados por los arbustos.
—Así que —dijo— aquí tenemos a Jim Hawkins. ¡Así revienten las cuadernas!, y caído del cielo, como suele decirse, ¿eh? Bien, acércate, ¿porque vienes como amigo, no?
Y diciendo esto se sentó en el tonel de aguardiente y empezó a cargar su pipa.
—¡Acércame una tea encendida, Dick! —llamó, y cuando la pipa ya tiraba—. Está muy bien muchacho —añadió—; tira la tea por ahí. Ustedes, caballeros, vuelvan a dormir; no es preciso que sigan aquí contemplando al señor Hawkins; seguro que él los disculpará. Así pues, Jim —prosiguió retacando su pipa—, has vuelto, ¡qué sorpresa tan agradable para el pobre y viejo John! Ya vi que eras listo la primera vez que te eché un ojo encima, pero la verdad es que no comprendo este regreso tuyo.
Como puede suponerse, yo no contesté a sus palabras.
Me había colocado de espaldas a la pared y allí permanecí, mirando a Silver cara a cara, intentando aparentar una valentía que el desconsuelo de mi corazón hacía muy difícil.
Silver dio un par de chupadas a la pipa, con mucha tranquilidad, y prosiguió:
—Ahora que estás aquí, Jim —me dijo—, voy a confesarte mis pensamientos. Siempre me has parecido un muchacho formidable, sí señor, con empuje, el propio retrato de mí mismo cuando yo era joven y apuesto. Siempre he querido verte unido a nosotros y que tuvieras tu parte y vivieras como un caballero, y, ahora, gallito, no tienes más remedio que hacerlo. El capitán Smollett es un buen marino, mejor que yo lo seré nunca, pero es demasiado rígido con la disciplina. «El deber es el deber», dice siempre, y lleva razón. Ten cuidado con él. Y con el doctor, que no quiere ni verte; «un bribón desagradecido», es lo que me dijo que pensaba de ti. En resumen: no puedes volver con los tuyos porque no quieren nada contigo; y a menos que tú solo seas una tripulación, lo que resultaría bastante solitario, no tienes otro camino que enrolarte con el capitán Silver.
Al menos me había enterado de que mis compañeros aún vivían, y, aunque no dudaba de las palabras de Silver sobre los sentimientos que hacia mí abrigaban, lo que había oído me dejaba menos entristecido que confortado.
—No es preciso que te repita que estás en nuestras manos —continuó Silver—, porque eso se ve, ¿no? Pero yo soy hombre que gusta de argumentar; siempre he aborrecido las amenazas, que además no sirven para nada. Si te gusta mi ofrecimiento, de acuerdo, únete a nosotros; si no te gusta, Jim, eres libre para decir que no, completamente libre, compañero. No creo que ningún navegante hijo de buena madre pueda hablar más claro, ¡o que me hunda!
—¿Tengo que responder ahora? —contesté con voz trémula. Porque a través de todo aquel irónico parlamento, yo veía una grave amenaza que iba cayendo sobre mí, y sentí un intenso calor en mi rostro y mi corazón latir con violencia.
—Muchacho —dijo Silver—, nadie te aprieta. Echa tus cuentas. Ninguno de nosotros te apremia, compañero; y es agradable pasar el tiempo en tu compañía, tenlo por seguro.
—Bien —dije, tratando de aparentar valor—. Si he de elegir, lo primero que creo es tener derecho a saber qué ha sucedido y por qué están ustedes aquí y no mis compañeros. ¿Dónde están?
—¿Qué ha sucedido? —dijo uno de los bucaneros con un ronco gruñido—. ¿Y quién es el listo que lo sabe?
—Cierra tu cuartel hasta que se te hable, amigo —gritó Silver con voz enojada. Y después, ya con un tono más suave, me dijo—: Ayer por la mañana, señor Hawkins, en la tercera guardia, vino a parlamentar el doctor Livesey, y me dijo: «Capitán Silver, está usted perdido. El barco ha zarpado». Bueno, yo no podía decir que no, habíamos estado bebiendo un poco y cantando, eso ayuda a vivir, así que no podía decir que no, porque ninguno de nosotros había estado vigilando la goleta. Entonces fuimos a mirar, y, ¡por todos los temporales!, el maldito barco ya no estaba. En mi vida he visto un rebaño de idiotas más cariacontecidos, y no te quepa duda de que yo era el que tenía la cara más larga. Entonces me dijo el doctor, «vamos a hacer un trato». Y lo hicimos, y por eso aquí estamos nosotros con las provisiones y el aguardiente, bien a cubierto y con toda la leña que tuviste la bondad y previsión de cortar, y, ¿cómo diría?, tan a gusto como en el barco. En cuanto a ellos… se largaron; no sé dónde pueden estar.
Volvió a chupar tranquilamente su pipa.
—Pero que no se te ocurra pensar que tú estabas incluido en el trato — prosiguió—. Lo último que dijimos fue: «¿Cuántos son ustedes?», yo se lo pregunté, y él me dijo: «Cuatro, y uno de nosotros está herido. En cuanto a ese maldito chico, ni sé dónde está ni me importa. Estamos hartos de él». Esas fueron sus palabras.
—¿Eso es todo? —pregunté.
—Bueno… eso es todo lo que tienes que saber, hijito —contestó Silver.
—¿Y ahora debo elegir?
—Y ahora debes elegir, tenlo por seguro —repuso Silver.
—Pues bien —le dije—, soy lo bastante listo como para saber lo que me espera. Y poco me importa ni siquiera lo peor. He visto ya morir a demasiados hombres desde que desgraciadamente tropecé con ustedes. Pero hay un par de cosas que he de decirle —y proseguí ya sin ninguna contención—, y la primera es ésta: no es tampoco muy bueno su camino; han perdido el barco, han perdido el tesoro, y han perdido varios hombres; todo el negocio se ha venido abajo, y si quiere usted saber a quién le debe todo esto: ¡es a mí! Yo estaba dentro de la barrica de manzanas la noche que avistamos tierra y les oí a John, a usted, a Dick Johnson y a Hands, que ahora por cierto está en el fondo de los mares, y fui yo quien se lo contó todo al squire. Y en cuanto a la goleta, fui yo quien cortó la amarra y el que mató a los dos que habían dejado a bordo, y yo el que la he llevado a un lugar donde jamás la volverán a ver. Yo soy el que se ríe el último, soy yo quien ha gobernado este maldito asunto desde el principio, y les tengo ahora mismo el miedo que podía tenerle a una mosca. Puede usted matarme, si quiere, o dejarme ir. Pero una cosa voy a decirle, y no la repetiré: si me deja libre, lo pasado, pasado, y cuando los juzguen por piratas, trataré de salvar a todos los que pueda. Esa es la única elección, y no a mí a quien corresponde. Matando a uno más no ganarán nada, pero, si me dejan con vida, tendrán un testigo a su favor para salvarlos del patíbulo.
Me callé, y me faltaba el aliento; con gran sorpresa por mi parte, ninguno de los piratas, que lo habían escuchado todo, se movió, permanecieron recostados mirándome atónitos como carneros. Aproveché su asombro para continuar:
—Y ahora, señor Silver —le dije—, creo que usted vale más que todos éstos, y, si las cosas empeoran para mí, le agradecería que haga saber al doctor cómo me he portado.
—Lo tendré en la memoria —dijo Silver y en tono tan extraño, que no pude precisar si se reía de mi petición o si mi valor lo había llegado a impresionar verdaderamente.
—Voy a cargar otro en mi cuenta —exclamó de pronto el marinero viejo de la cara color caoba, que se llamaba Morgan, y que era el que yo había conocido en la taberna de John «el Largo» en los muelles de Bristol—. Debí hacerlo, cuando reconoció a «Perro negro».
—Sí —dijo Silver—, y te diré algo más, ¡por todos los temporales! También es el muchacho que le robó el mapa a Billy Bones. ¡Desde el principio no hemos hecho otra cosa que estrellarnos contra Jim Hawkins!
—¡Pues aquí se acaba! —dijo Morgan con una maldición. Y saltó, como si tuviera veinte años, con su cuchillo en la mano.
—¡Atrás! —gritó Silver—. ¿Quién te crees que eres, Tom Morgan? ¿Te crees acaso el capitán? ¡Por Satanás, que voy a darte un escarmiento! Arrodíllate ante mí, porque voy a mandarte al mismo sitio al que ya he enviado a otros muchos fanfarrones antes que a ti desde hace treinta años: unos cuelgan de un mastil, otros fueron por encima de la borda y todos están ahora dando de comer a los peces. Ningún hombre que me haya mirado entre los ojos ha dejado de arrepentirse por haber nacido. Tom Morgan, puedes asegurarlo.
Morgan se detuvo, pero los demás empezaron a murmurar.
—Tom tiene razón —se oyó una voz.
—Bastantes mangoneos he aguantado ya de ti —añadió otro de los piratas—, y que me ahorquen si vas a seguir haciéndolo, John Silver.
—¿Alguno de ustedes, caballeros, quiere salir a vérselas conmigo? — rugió Silver, levantándose del barril y echándose atrás, pero sin soltar la pipa que aún humeaba en su mano derecha—. Quiero escuchar lo que tengan que decirme, ¿o son mudos? Estoy dispuesto a satisfacer al que así lo quiera. ¿O es que he vivido yo todos estos años para que cualquier hijo de una pipa de ron venga ahora a cruzárseme por la proa? Ya conocen las reglas: todos son caballeros de fortuna, ¿no es eso lo que dicen? Pues bien, estoy listo. El primero que se atreva, que coja un machete, voy a ver qué color tiene por dentro. Con muleta y todo, antes de terminarme mi tabaco.
Ninguno de aquellos hombres se movió, ni tampoco hubo respuesta.
—¡Son de buena calidad! —añadió dando otra chupada a su pipa—. Una gentuza que da gusto ver. No saben ni luchar. Lo único que saben es entender el inglés del rey George: Me eligieron como capitán, y me eligieron porque soy el que más vale, y en eso les llevo más de una milla de ventaja. Y si ahora no quieren pelear como caballeros de fortuna, pues entonces ¡que nos trague la borrasca!, van a obedecerme, por las buenas o por las malas. Este chico es el mejor muchacho que he visto. Es más hombre que cualquier rata como ustedes, y les digo esto: que vea yo a uno poner su mano en él… No tengo más que decir, pero recuerden mis palabras.
Hubo un largo silencio. Yo seguía apoyado contra la pared, con el corazón aún palpitando como un martillo, pero veía un rayo de esperanza. Silver se apoyó también en la pared, junto a mí, con los brazos cruzados y la pipa en la comisura de sus labios, tan tranquilo como si estuviera en una iglesia; sin embargo, sus ojillos furtivos se movían sin cesar vigilando a sus levantiscos camaradas. Estos, por su parte, fueron poco a poco agrupándose en el otro extremo de la habitación y el sordo murmullo de su conciliábulo llegaba a mis oídos como el sonido del viento. De vez en cuando alguno levantaba su mirada y por un instante la rojiza luz de la antorcha iluminaba su rostro tenso, pero ya no era a mí, sino a Silver, a quien escudriñaban.
—Parece que tiene muchas cosas que decirse —observó Silver lanzando un salivazo hacia el techo—. Quisiera oírlo yo también. O, si han terminado, quisiera verlos durmiendo.
—Perdona, señor —dijo uno de ellos—, pero nos parece que no haces mucho caso de algunas reglas; quizás debieras recordar algunas de ellas: esta tripulación está descontenta; a esta tripulación no se le debe intentar maniatar con empalomaduras, esta tripulación tiene sus derechos como cualquier tripulación y me tomo la libertad de decirte los derechos de nuestro propio código, y el primero de ellos es que podemos juntarnos para hablar. Perdona, pero, aún reconociéndote como capitán, por el momento, reclamo nuestro derecho de salir afuera para deliberar.
Y con un ceremonioso saludo marinero aquel individuo, que era un tipo larguirucho y horrible, con ojos amarillentos y de unos treinta y cinco años, caminó tranquilamente hacia la puerta y salió del fortín. Los demás forajidos, uno tras otro, siguieron su ejemplo; cada uno hizo el mismo saludo al pasar ante Silver y añadió alguna disculpa: «Es conforme a las reglas», dijo uno. «Hay consejo en el alcázar», dijo Morgan. Y, con una u otra observación, todos fueron saliendo y nos dejaron solos a Silver y a mí.
El viejo cocinero se quitó rápidamente la pipa de su boca.
—Ahora, Jim Hawkins, fíjate bien —me dijo en voz tan baja, que apenas pude oírlo—, estás a medio tablón de la muerte, y lo que aún es peor, de que te martiricen. Esos quieren quitarme de en medio. Recuerda que yo estoy de tu parte suceda lo que suceda. No era ésa verdaderamente mi intención, desde luego, hasta que te oí hablarme como lo hiciste. Yo estaba loco y desesperado por perder tanto dinero y además con la perspectiva de que me ahorquen. Pero he visto que eres un hombre valiente. Y me he dicho: John, tu sitio está junto a Hawkins, y el de Hawkins, contigo. Tú eres su última carta, y ¡por todos los fuegos del infierno!, John, ¡tú eres la suya! Pase lo que pase, tú debes salvar a tu testigo y él salvará tu cuello.
Empecé a comprender por dónde quería ir.
—¿Quiere usted decir que todo está perdido? —pregunté.
—¡Sí, por todos los cañonazos! —contestó—. El barco perdido, y el pescuezo perdido… ése es el resumen. Cuando miré hacia la bahía, ¡ay, Jim Hawkins!, y no vi la goleta… bien, aunque soy hombre duro de pelar, te juro que me sentí vencido. Escucha: toda esa gente que está ahí fuera tratando de liquidarnos, fíjate lo que te digo, no son listos, son cobardes. Yo salvaré tu vida, si puedo. Pero escucha, Jim: toma y daca, tú salvarás a John «el Largo» de la horca.
Yo estaba confundido, lo que me decía me parecía tan desesperado… y escucharlo de él, el viejo bucanero, el cabecilla de la rebelión…
—Haré lo que pueda —le dije.
—¡Trato hecho! —exclamó—. Hablas con valor, ¡y por todos los temporales!, correremos la suerte.
Caminó renqueando hasta la antorcha y encendió de nuevo su pipa.
—Entiéndeme, Jim —dijo cuando volvió junto a mí—. Tengo cabeza. Y me dice que me ponga del lado del squire. Yo sé que tú has escondido el barco en lugar seguro. ¿Cómo lo has conseguido? No lo sé; pero no dudo de que está seguro. Me figuro que Hands u O’Brien se acobardaron. Nunca he tenido mucha confianza en ellos. Mira, no voy a preguntar nada, ni voy a permitir que otros hagan preguntas. Sé cuándo una jugada está perdida, lo sé; y también sé cuándo un muchacho vale de verdad. Ah, eres joven… ¡tú y yo hubiéramos podido hacer grandes cosas juntos!
Llenó en el barril de aguardiente un vasito de estaño.
—¿Gustas, compañero? —me preguntó, y al ver que yo rehusaba, dijo—. Bueno Jim, yo sí tomaré un trago. Necesito calafatearme, porque habrá jaleo. Y hablando de jaleo, ¿por qué me daría el doctor el mapa, eh, Jim?
Mi rostro debió expresar el mayor asombro, y él entendió que era inútil seguir preguntando.
—Ah, pues me lo dio —dijo—. Y seguramente que hay algo por debajo de todo esto, no lo dudo… seguramente que hay algo oculto, sí; Jim, para bien o para mal.
Y bebió otro trago de aguardiente, y se mesó los cabellos como un hombre que se dispone para un mal trance.
Durante largo rato, los bucaneros mantuvieron su consejo; después uno de ellos entró en el fortín, repitiendo el mismo irónico saludo, que me pareció una burla, y pidió que se le prestase por unos momentos la antorcha. Silver se la entregó secamente y el enviado volvió a salir, dejándonos a oscuras.
—Comienza la brisa, Jim —dijo Silver, que cada vez iba adoptando un tono más familiar conmigo.
Yo estaba cerca de una de las aspilleras, y miré hacia el exterior. La hoguera se había consumido y sus ascuas eran un débil resplandor, pensé que a causa de ello habían pedido los conspiradores nuestra antorcha. Los vi, formando un corro, hacia la mitad del declive que descendía hasta la empalizada; uno sostenía la antorcha, otro estaba de rodillas en medio, y vi que una navaja brillaba en su mano con siniestros fulgores que reflejaban la luna y las ascuas. Los demás parecían observar las maniobras de éste. Entonces me pareció ver que además de la navaja tenía un libro en la mano. Aún estaba yo preguntándome qué negocio se traería con tan diferentes objetos, cuando vi que se levantaba y todos juntos se dirigieron hacia el fortín.
—Ahí vienen —dije, y me aparté de la arpillera, porque me pareció indigno que me descubriesen espiándolos.
—Bien, que vengan, muchacho, que vengan —dijo Silver con cierto tono jovial—. Aún me queda un tiro.
Entonces aparecieron, atropellándose al decidir quién entrara el primero, y acabaron por empujar a uno de ellos. Avanzó tan pausadamente, que casi resultaba cómico, vacilando con cada pie, y además adoptaba una insólita postura, con un brazo extendido y el puño cerrado.
—Adelante, muchacho —dijo Silver—, no voy a comerte. Entrégame lo que te han dado para mí. Conozco las reglas, sí señor. No me opongo a la Hermandad.
El bucanero se adelantó con más ánimo y pasó de la suya algo a la mano de Silver, después se retiró todo lo rápidamente que pudo para unirse a sus compañeros.
El viejo cocinero miró lo que le había entregado.
—¡La Marca Negra! Ya la esperaba —dijo—. ¿De dónde habrán sacado este papel? ¡Pero…! ¡Qué es esto! ¡Mira! ¡Esto trae mala suerte! Han arrancado este papel de una Biblia. ¿Quién ha sido el idiota que ha roto una hoja de la Biblia?
—¿Lo ves? —dijo Morgan a los suyos—. ¿Lo ves? Ya se los dije yo. Nada bueno puede venir de esto.
—Bien, ya han hecho lo que tenían que hacer —dijo Silver—. Creo que acabaran todos en la horca. ¿Quién era el mamarracho que tenía una Biblia?
—Era Dick —dijo uno.
—Pues que rece. Creo que a Dick se le ha acabado la suerte, no me cabe duda.
Entonces interrumpió el hombre de los ojos amarillentos.
—Deja esa charla, John Silver —dijo—. Esta tripulación te ha señalado con la Marca Negra por acuerdo de todos, como es nuestra ley; ahora lo que tienes que hacer es leer lo que dice ahí escrito. Después podrás hablar.
—Gracias, George —replicó el cocinero—. Qué bien sabes manejar los negocios, te sabes todas las reglas de carrerilla, y a lo que veo, George, con gusto. Bueno… ¿Qué hay aquí? ¡Ah! «DESTITUIDO»… ¿No es eso? Y muy bien escrito, por cierto, como de imprenta… ¿Lo has escrito tú, George? Me parece que te estás encaramando mucho en esta tripulación. No tardarás en hacerte capitán, y no me extrañaría. ¿Quieres darme una tea encendida? Esta pipa no tira bien.
—Vamos, ya está bien —dijo George—; no vas a seguir burlándote de esta tripulación. Te crees muy gracioso, ¿no? Pero ya no eres nadie, así que baja de ese barril y vota.
—Me parece haber oído que conoces bien las reglas —contestó Silver desdeñosamente—. Pero por si no es así, voy a recordártelas. Estoy aquí sentado porque soy su capitán, y recuerda que lo soy hasta que me hagan todos los cargos y yo pueda contestar; mientras eso sucede, esa Marca Negra no vale ni una galleta. Después, ya veremos.
—Oh, no te apures por eso —replicó George—, que sabemos lo que hacemos. Primero: has sido tú quien ha hecho picadillo a esta tripulación, y no tendrás el descaro de negarlo. Segundo: has sido tú quien ha dejado escapar a nuestros enemigos, cuando ya los teníamos en el cepo. ¿Por qué? Yo no lo sé, pero eso no servía sino a sus intereses. Tercero: has sido tú quien nos impidió atacarles en la retirada. No, John Silver, te hemos calado; tú estás de acuerdo con el enemigo y eso es grave. Por último: e...