Rafael Ángel Gómez Choreño*
El malévolo y silencioso veneno de la envidia
…y fui más feliz con el daño ajeno
que con la ventura propia.
Dante Alighieri
La envidia coloca en el deseo una semilla de mal que produce una alienación y una sujeción culposa, y por ello ésta tiende a convertirse, primero, en un vicio y luego en una pasión pecaminosa. No resulta tan claro, sin embargo, por qué el pecado radica, en el deseo envidioso, no en el querer apropiarse de la vida o de los bienes del prójimo, sino en el desear lo que no está presente ni puede estar presente en uno mismo. Un maravilloso ejemplo de estas sutilezas podemos encontrarlo en la historia relatada por Ramón Llull sobre la envidia en el Libro de Evast y Blanquerna, en la que esta distinción ha quedado enfatizada porque el envidioso sobre el que trata el relato es un hombre rico y no necesita el bien ajeno que tanto anhela, pero aun así lo desea poderosa e incontrolablemente, hasta perder el control de sí mismo, sólo porque no lo tiene en su poder, porque no puede poseerlo y no lo puede disfrutar, e incluso deja que su sentimiento de envidia crezca más allá de la codicia hasta convertirse en un deseo de mal y muerte para su prójimo, del que no puede liberarse aunque lo atormente todo el tiempo.
El deseo envidioso suele aparecer casi imperceptiblemente, como si tan sólo se tratara de un mero apetito inconsciente, y apenas podemos hacer conciencia de él, casi siempre demasiado tarde, porque suele hacerse visible o manifiesto justo cuando nuestras pasiones ya lo han convertido en un problema difícil de controlar o incluso imposible de resolver. Con alguna frecuencia el deseo envidioso surge como un deseo que proviene de una pequeña mirada, de un pequeño vistazo a algo que nos parece bueno y deseable; pero luego, casi de inmediato, esa visión de lo bueno y lo deseable se convierte en un sentimiento negativo sobre uno mismo, por efecto de la más elemental comparación que nos revela que eso “bueno” y “deseable” no forma parte ni puede formar parte de uno mismo. Es entonces cuando el espontáneo e involuntario deseo envidioso se transforma en un consciente y voluntario sentimiento de envidia o, mejor dicho, en un “afecto de envidia” y, por su “inadecuación”, se convierte en eso que Spinoza llamaría una pasión triste, que no sólo repercute en las afecciones del cuerpo, sino que también dificulta todas las acciones vinculadas, así como nuestra capacidad de pensarlas. No hay que olvidar que las pasiones tristes, como es la envidia, suelen caracterizarse —como ya lo indicaba Eugenio Trías en su Tratado de la pasión— por una disminución de fuerza o potencia ( puissance) del cuerpo y un entorpecimiento del obrar y el conocer. De esta manera, resultará más sencillo reconocer cómo el deseo envidioso queda colocado con frecuencia en las redes y complicaciones de una economía política de la mirada, permitiéndonos imaginar, sin mayor dificultad, que el mal se nos puede colar en tan sólo el instante que dura una pequeña mirada inoportuna o distraída. El resto siempre ya sólo es una cuestión de tiempo y hasta de suerte. El instante que dura el régimen de la mirada define los derroteros del deseo envidioso y es completamente decisivo respecto a la singularidad de las circunstancias histórico-culturales en que tiene lugar su acontecimiento, pero también respecto a las circunstancias vitales en que termina constituyéndose el “afecto de envidia” y las pasiones que se desprenden de ella.
De hecho, lo que no suele tomarse en consideración en los análisis filosóficos de la envidia es cómo la pequeña mirada de la que ésta se forma es producida, en gran medida, por las diversas políticas que suelen atravesar a la mirada y no tanto por el influjo de una mala voluntad pecaminosa. El que mira, con independencia de la administración de sus propios placeres, deseos e intenciones, coloca su mirada en objetos que ya antes han sido configurados moralmente para ser vistos. El régimen de la mirada es un régimen de visibilidad configurado precisamente como una economía política del deseo, la cual, entre otras cosas, quiere producir experiencias de los cuerpos y formas de subjetividad como las del envidioso. Por eso en nuestro tiempo no hay miradas inocentes ni culpables, sino sólo “sujetos deseantes” permanentemente frustrados y envidiosos. Por otro lado, además, los objetos de deseo que han de interceptarse con el régimen consumista de las miradas envidiosas son parte de una maquinaria que produce tanto la dimensión moral de la mirada (el régimen de lo visible y de los apetitos) como la dimensión psicológica y moral de la envidia (el régimen del deseo). Lo deseable resulta así ineludible en la mera coexistencia material de los cuerpos y su complicación es preciso analizarla exhibiendo cada uno de los artificios morales de una hipócrita burguesía que pone en movimiento una economía del deseo mediante el establecimiento de unas políticas específicas de la mirada. Hay que ver todo lo deseable —nos dicta el imperativo social y político—, pero hay que verlo de un modo normalizado, de acuerdo con ciertas reglas y bajo un cierto control de las circunstancias. Se puede mirar y admirar a la mujer ajena, por ejemplo, pero sólo se le puede desear en secreto o de una manera discreta, no de una manera indecente ni tampoco de una manera vulgar, pues no se trata de ...