Camus
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Camus

  1. 293 páginas
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Descripción del libro

"Incluso mis rebeliones estuvieron iluminadas por la luz. Fueron casi siempre, y creo que lo puedo decir sin engañar a nadie, rebeliones para todos, y para que la vida de todos se elevara hacia la luz."Porque escogió la rebelión antes que la revolución, Albert Camus (1913-1960) nos dejó una obra que es toda ella franqueza y "afirmación visible", iluminada por el sol de su Argelia natal. Siempre a la escucha de los acontecimientos de su época, no olvidó jamás recordarle al hombre sus verdaderos valores. Actor de su tiempo, tampoco dejó de narrar la belleza del mundo. Ensayista, dramaturgo, novelista y periodista, en 1957 recibió el Premio Nobel de Literatura. Portador de un humanismo sin trampa ni cartón, creyó en el poder de la verdad. Razonó con el corazón, pero no por ello dejó de cultivar una conciencia exigente.Rechazando todos los dogmas, defendió la inocencia del hombre y un mundo solidario. En pocas palabras, Camus es, más que nunca, nuestro contemporáneo necesario, y su obra nos habla del presente.

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Información

Editorial
Plataforma
Año
2018
ISBN del libro electrónico
9788417114237

Una historia que no tenemos derecho a inventar (1)

El final del año 1952 es penoso. Tal vez Camus sienta de manera difusa que su polémica con Sartre, de la que la prensa ha sacado tajada, es ridícula. Los golpes que se han asestado, sin ser decisivos —y no podían serlo, por lo deshilvanado y caracterial del debate—, han hecho que parecieran colegiales tirándose de los pelos en el patio del colegio. Demasiadas personas que hasta la fecha parecían respetuosas y llenas de admiración se alegran de esta polémica al no comprender lo mucho que ha perjudicado a dos autores cuya gloria era más artificial de lo que se hubiera pensado.
El orgullo de Camus, que también es su escudo contra aquellos por los que se siente despreciado a causa de sus orígenes, acusa el golpe. Quizá no se equivoque al ver, en la hostilidad apenas disimulada del medio intelectual parisino, el desdén de los maestros que están dispuestos a aceptar al intruso siempre y cuando este se someta a su autoridad, pero al que echan desde el momento en que expresa veleidades igualitarias.
Lo que es peor, este debate no es capaz de reconfortar al escritor, que duda de su talento. A su amigo René Char le parece que El hombre rebelde es un libro admirable, único: «Usted no es nunca ingenuo, lo sopesa todo de manera escrupulosa. Esa montaña que usted alza, que de repente construye, refugio y arsenal a la vez, soporte y trampolín para la acción y el pensamiento… Seremos muchos, se lo aseguro, sin posesivo exagerado, que haremos de ella nuestra montaña. No volveremos a decir: “Hay que vivir bien porque…”, sino: “Vale la pena vivir porque…”. Usted ha ganado la principal batalla, la que los guerreros nunca ganan. Qué magnífico es hundirse en la verdad».1 No es el único. A Roger Martin du Gard el libro le parece magistral, de una gran originalidad y, sobre todo, de una honradez intelectual admirable. Son amigos suyos. Pero Hannah Arendt no lo es. Ella escribe a Camus para expresarle su admiración por ese libro enriquecedor. Le llegan testimonios idénticos de todas partes. Sin embargo, no parecen capaces de disipar las ansiedades de Camus: demasiado débil «en ese momento»2 para continuar con su obra, ha dejado de creer en su buena estrella.
Desde hacía tiempo, Camus se había dado cuenta de que las bellas ideas que unían a los resistentes en torno a un ideal de justicia habían sido ahorcadas; Francia había vuelto a ser lo que era antes de la guerra y «el mundo libre» escondía bajo eslóganes humanistas una pusilanimidad repugnante. Si hacía falta alguna prueba más de ello, llega ahora: la España franquista es admitida en la Unesco: «Una nueva y reconfortante victoria de la democracia», ironiza Camus. Recuerda la complicidad que había unido a Franco con la Alemania nazi y concluye: «No es a Calderón ni a López de Vega a los que las democracias acaban de acoger en su sociedad de educadores, sino a Joseph Goebbels». Camus la toma directamente con el presidente del Consejo, el «moderado» Antoine Pinay: «Todo el mundo creía hasta ahora que la suerte de la historia dependía un poco de la lucha de los educadores contra los verdugos. Pero no se nos había ocurrido que, en resumidas cuentas, bastaba con nombrar de manera oficial a los verdugos educadores. El gobierno del señor Pinay pensó en ello».3
Camus expresa alto y claro que de ahora en adelante la Unesco ya no lo representa y que esa venerable institución ya no cuente con él.
Tiene otras preocupaciones más vulgares. Su exmujer, Simone Hié, que se volvió a casar con un médico, vive ahora en París, en el bulevar Saint-Michel, y frecuenta los cafés de Saint-Germain-des-Prés. Sigue drogándose, inyectándose en vena hasta dos gramos de morfina al día. Cuando tiene el mono, se vuelve insoportable, y, exasperado, su marido la pega sin conseguir calmarla. Tiene líos con la policía y pasa varios días en la enfermería de la prisión de Fresnes. A veces, cuando le piden que se identifique, ella se presenta como la señora de Albert Camus. En una carta conmovedora a la madre de Simone, que le pide ayuda, Camus le recomienda que se la lleve cerca de ella, a Argel, donde podría cuidarla y ahorrarle tal vez lo que él denomina «las consecuencias judiciales de su locura». Si no, él siente hoy, según dice, la misma impotencia para ayudarla que sentía hace diecisiete años, cuando era su marido; conociendo su vicio, no puede recomendarla para un trabajo en una editorial, como ella le ha pedido.
Todo eso no lo ayuda a mantener la moral alta. Camus necesita sol, y es otoño en París, un largo otoño gris e insoportable. Necesita luz y la busca, una vez más, en Argelia, donde se reúne con su madre, a la que se las arregla para ir a ver varias veces al año. En sus Carnets apunta: «Cuando mi madre apartaba la mirada para no verme, jamás pude mirarla sin que se me llenaran los ojos de lágrimas».4
El geólogo André Rossfelder le propone dar una vuelta en coche por el sur de Argelia.
El viaje es largo, agotador, también estimulante. Después de Laghouat, todo lo que hay es desierto hasta Gardaya: «Reino de piedras que queman de día y se hielan de noche […]. Cuando se labra en este país es para cosechar piedras».5 Los espacios inmensos, vacíos, que dejan a los hombres desprotegidos entre el suelo árido y el cielo infinito, les comunican una grandeza purificada de toda mácula. Para sobrevivir se pelean con los elementos, enfrentados a peligros reales; su felicidad es sencilla. Aquí, entre el horizonte de donde vierte la ola negra de la noche y el que, al oeste, «enrojece, se sonrosa, verdea», en este país en el que reinan «el silencio y la soledad», las batallas literarias parecen irrisorias. La pobreza de la gente, que debe contentarse con lo esencial para sobrevivir, es una lección de pureza. Reconociéndose en esas gentes en nombre de las cuales se ha convertido en lo que es, Camus se libera aquí de los falsos problemas de su vida parisina, hecha de éxitos y de fracasos insignificantes, de esfuerzos estériles, de agitación en una burbuja: «La pobreza extrema y seca; hela aquí regia. Las tiendas negras de los nómadas. Sobre la tierra seca y dura —y yo—, que no posee nada y no podría poseer nunca nada, parecida a ellos».6 En ningún lugar la sensación de que la verdadera lucha del hombre es aquella que lo opone a lo mineral es tan patente como en el cementerio de Laghouat, donde las piedras y los huesos de los muertos se mezclan para recordarnos hasta qué punto cada instante de nuestra vida es una victoria precaria, ridícula, pero real, sobre la mecánica de los astros. Desde luego, no hay nada más legítimo que obrar para ofrecerles a los hombres una vida mejor en una sociedad más justa, pero los enfrentamientos resultantes no deben ocultar las verdades primordiales. Para Camus, escribir es una manera de purificar el mundo, de despojarlo de falsos pretextos para devolverle la rudeza de los orígenes, de ofrecer a la gente la oportunidad de erguirse contra los elementos y de adquirir una dimensión cósmica. «En Laghouat, sensación particular de poder y de invulnerabilidad. En regla con la muerte, así que invulnerable». Y recalca: «No olvidarlo».7
De regreso a Francia, a Camus le gustaría mantenerse al margen de lo que en lo sucesivo le parece fútil. «Tengo cada vez más la sensación de que nos encontramos en medio de una inmensa mistificación»,8 le escribe a Jean Grenier para hacerle comprender su decisión de marcharse de forma definitiva de París y establecerse en el Mediodía; en la espera, viajar, huir al mismo tiempo del nido de víboras del mundo editorial, la ignominia de una clase política sometida al dinero y las preocupaciones familiares, la obligación de llevar una doble vida, ¡que a veces es triple e incluso cuádruple!…, lo cual a la larga resulta agotador.
Es más fácil decirlo que hacerlo. Francine empieza a dar muestras de lo que será una depresión profunda. La vida en casa se ha vuelto difícil; sin perder, no obstante, su cualidad de referencia definitiva, indestructible, precisamente porque la familia y los hijos pertenecen a esa estructura esencial de la existencia hecha de nacimientos y muertes que colocan a las pasiones, por más excitantes que estas sean, en un lugar secundario. A la espera de un buen pretexto para marcharse de Francia, Camus se refugia en el teatro porque sus proyectos literarios están estancados, en efecto, pero también porque le parece el arte más elocuente, el que le produce más placer y, sobre todo, porque le permite ver a María Casares con la coartada de la creación dramática. Un lujo del que se veía privado cuando pasaba tiempo en compañía de la señora Koestler, entre otras; desde Londres, adonde esta se ha ido siguiendo a un hombre casado que no esconde sus propias infidelidades, ella sigue escribiéndole y recibe como recompensa cartas particularmente afectuosas. Casares también: cuando están separados, Camus y María se escriben todos los días o casi y en unos términos que manifiestan un entusiasmo sospechoso; los excesos retóricos deben asegurar al otro acerca de la solidez de una alianza que ambos necesitan sin conseguir respetarla; de común acuerdo, relegan a las esferas etéreas de un amor ideal unos sentimientos enfrentados demasiado a menudo a traiciones y miserias que los efectos de estilo deben minimizar. María Casares acoge en su apartamento de la calle Vaugirard a un Camus desamparado al que cura las heridas y venda las llagas; la calidad del enfermo influye sobre la notoriedad de la enfermera, cuyos remedios se deben probablemente menos a su encanto que a su posición: deidad mundana, su cariño restituye una apariencia de justicia y da a Camus un derecho de permanencia en los medios de los cuales no consigue apartarse y que lo rechazan.
La idea de un festival de teatro en Angers viene como anillo al dedo.
Tal vez Camus tenga la sensación de que su relación amorosa es una forma de creación en el momento en que, precisamente, el escritor no llega a empezar esa novela para la cual no deja de tomar notas, contentándose con movilizar sus cualidades literarias para relatos menos ambiciosos. Incluso una obra de teatro le parece, en este momento, por encima de sus posibilidades. Camus prefiere retomar Los espíritus, de Pierre de Larivey, un texto que había trabajado en Argel unos diez años atrás, y, ayudado por María Casares, hace para ella, a su medida, una adaptación de La devoción de la Cruz, de Calderón de la Barca. La actriz tiene interés en el papel de Julia, en el que a veces es una enamorada inocente y otras, una amante cubierta de luto, un bandolero sinvergüenza, una monja que rompe sus votos y cae en el perjurio para acabar clavada en la cruz plantada sobre la tumba de su hermano enamorado, salvada in extremis de la ira de su padre, que quiere matarla por intervención divina llevándosela a una nube hacia el cielo de los ángeles…
Marcel Herrand garantiza la puesta en escena. Fallece pocos días antes del estreno, que a pesar de todo se celebra el 14 de junio de 1953 en el decorado espectacular del foso del castillo de Angers. Camus, que ha podido constatar que el trabajo de los prestigiosos escenógrafos parisinos no es más «profesional» que el que él mismo ejercía cuando dirigía el Teatro del Trabajo, decide encargarse de la puesta en escena del texto de Larivey. Construye una comedia en la que temperamentos potentes, como le gustan a su maestro Jacques Copeau, se excitan, guiados por una intriga guiñolesca que no les permite perderse en los meandros del teatro psicológico. Para ambientar al público, antes de levantar el telón, María Casares, Serge Reggiani y Paul Oettly recitan poemas de Du Bellay.
La acogida es cálida, sin más, sin que se pueda comparar con los éxitos cosechados desde hace algunos años en Aviñón por la troupe de Jean Vilar. Peor. Mientras que este, que dispone de la sala de Chaillot, puede retomar sus puestas en escena en París y ofrecerles el público que se merecen, los espectáculos de Angers mueren una vez que se acaba el festival. Empujado sin duda también por la ambición de María Casares, a Camus le gustaría fundar una troupe subvencionada y disponer de un teatro del que sería el director y a la vez autor, escenógrafo y administrador.
El verano de 1953 se presenta mal. Es decir, vacío.
No queda otra que apretar los dientes y seguir adelante: «O el mundo está loco o lo estamos nosotros —le escribe a finales de junio Camus a René Char—. ¿Cuál es soportable? Al final, el alma está recocida, vivimos contra un muro. Pero hay que aguantar, usted lo sabe tan bien como yo. Solo aguantar, y un día…».9
Francine y los niños están en el Mediodía con unos amigos, los Polge: Urbain es farmacéutico en Saint-Rémy-de-Provence y Jeanne, su mujer, es hija de un agricultor, vecino de Palermo; son buenos e inteligentes, asegura Camus, y eso escasea. Sus hijos tienen la misma edad que los gemelos, las dos familias se entienden de maravilla y pasan juntas unas vacaciones felices. Las últimas en mucho tiempo.
En otoño, Francine no está bien. Duerme mucho, se queda en la cama y casi no sale de su habitación. Camus, que se jacta de tener una vitalidad que vale por diez, vaga por la casa, tiene ganas de salir, pero no se atreve, siente el peligro, pero no sabe qué hacer. Tiene mala conciencia y le gustaría aliviar la ansiedad de su mujer sin ser capaz de ofrecerle consuelos mentirosos, de una eficacia dudosa. También hay que cuidar de Catherine; Jean se ha quedado con los Polge. La niña tiene ahora ocho años y «milagrosamente se ha convertido en una gran persona»;10 sin embargo, es demasiado pronto para enfrentarla a sufrimientos para los que no está preparada. En octubre, lo que parecía una ligera depresión, fácilmente superable con un poco de reposo, se revela mucho más grave. Se necesitan cuidados más continuados, los cuales en un primer momento parecen bastar: Camus habla de una muy leve mejoría, e incluso Francine, que está en periodo de convalecencia en Orán, está convencida de que ha conseguido vencer la enfermedad gracias a sus esfuerzos.
Desgraciadamente, sus esperanzas se desvanecen enseguida.
«Me he encontrado a Francine en un estado preocupante —escribe Camus a finales de diciembre, cuando va a Orán, a Jean Grenier, que está pasando las fiestas de Fin de Año en Francia y que había propuesto a sus amigos que se fueran con él a Egipto, donde sigue trabajando, para pasar unos días de vacaciones—. Esperaba que esta vuelta a la unidad familiar la hubiera ayudado a recuperar el equilibrio. Pero, en cambio, me he encontrado con que su depresión se ha agravado, convirtiéndose en una neurastenia, complicada además con manifestaciones de angustia y obsesión. Estoy muy preocupado y me reprocho a mí mismo no haberme tomado más en serio los primeros síntomas.»11 Al cabo de unos días, por medio de un telegrama anula su viaje a Egipto: Francine casi se cae de la terraza de casa, lo cual podría ser también un intento de suicidio. Tiene que estar constantemente vigilada antes de someterse a un tratamiento en un centro hospitalario en París.
En los albores del mes de enero de 1954, Francine es internada en una clínica en Saint-Mandé, en las afueras de París.
La vida de Camus está pautada por las visitas a la clínica, adonde va todas las tardes, incluso cuando tiene una fuerte gripe. Sedada, Francine duerme mucho, llora a menudo, mira al vacío cuando le hablan y, cuando responde, dice cosas incoherentes, a veces sobre María Casares. Camus no se separa de su mujer y querría ayudarla lo mejor que puede a vencer sus trastornos psicológicos, que preocupan a los médicos, cuyos diagnósticos son imprecisos, se contradicen e, inciertos, retrasan la elección de un tratamiento.
Sin perder jamás la esperanza de que Francine se vaya a curar, alegrándose del mínimo signo esperanzador, a Camus no le queda más remedio que rendirse a la evidencia: si algún día lo consigue, la remisión de la enfermedad será larga, muy larga, agotadora para todos. Es peor de lo esperado: la habitación de Francine está en la primera planta y, saltando por la ventana —para fugarse, cree su hermana Christiane,...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. El hombre que sería si no hubiera sido el niño que fui
  6. La calle Lyon, en Argel
  7. Gamberro y piojoso
  8. Una chica para nada como las demás
  9. Un partido para nada como los demás
  10. La belleza cura, la luz alimenta
  11. Noventa y nueve hojas en blanco
  12. Una profesión decepcionante
  13. Una chica de Orán
  14. Falda y guantes blancos
  15. Un cliché negativo
  16. Un mundo que debe morir
  17. Valores secundarios
  18. El energúmeno
  19. Inmensamente cansado e indignado en vano
  20. Francine, siempre ahí
  21. Europa, un desierto
  22. El amor por el teatro
  23. Enfermo
  24. París es una selva y sus fieras son míseras
  25. Una historia que no tenemos derecho a inventar (1)
  26. Una cura
  27. La causa más grande que conozco
  28. Una noche cada vez más densa
  29. Vivir en y por la verdad
  30. Un retrato de Tolstói y un piano para Francine
  31. Una historia que no tenemos derecho a inventar (2)
  32. ANEXOS
  33. Colofón