NEÉ PETER
Me entrevistaron para un trabajo en un restaurante francés llamado Le Carré sur Le Carré —La Plaza en La Plaza—, en Angrignon, una acaudalada área anglófona de Montreal. Me pidieron que me presentara a las nueve de la mañana. Las puertas estaban cerradas, pero alcancé a ver a un mesero parado sobre una mesa sacando cadáveres de moscas de un candelabro con las manos.
Toqué el vidrio. Soltó las moscas en una cubeta y me dejó entrar; luego me mandó a la cocina. Era alto y delgado, con los ojos húmedos y saltones de una lagartija, y pude sentir cómo me miraba mientras yo pasaba por las puertas giratorias.
—¡Hola! ¡Guau!
Casi me estrellé contra lo que parecía ser un niño con una gorra de béisbol roja. Me di cuenta de que usaba chaqueta de chef y llevaba una bolsa de basura.
—Lo siento —dije—. Soy...
Puso la bolsa en el suelo, se limpió la mano en la chaqueta y me la ofreció. Traía la chaqueta de chef arremangada hasta el codo. Sus amplios y rojos tenis de patinador combinaban con su gorra.
—Debes de ser Peter. Yo soy John. Te voy a hacer la prueba.
John era pequeño y rollizo, con una cara clásicamente hermosa que parecía más un hecho objetivo que cosa de sentirse atraído. Bonnie llamaba a estos hombres “belleza de fotografía”; se veían bien en la foto pero de algún modo eran demasiado pulcros como para desearlos. Le di la mano.
—Hola.
Levantó la bolsa de basura otra vez.
—Leí tu currículum. Me sorprendería que no te contratáramos. ¿Tienes preguntas antes de comenzar?
La pelusa rubia sobre sus mejillas sugería el comienzo de la pubertad.
—¿Te importa si te pregunto cuántos años tienes?
—Diecinueve.
—¿Y qué haces aquí?
—Soy el saucier. El sabroso saucier.
Me sonrió ampliamente, con sus grandes dientes de caballo. El mesero a nuestro lado estaba poniendo las mesas y los cubiertos brillaban como diamantes bajo el limpio candelabro. Podía sentir que estaba escuchando todo. Que mandaran a este niño a entrenarme era quizás una especie de prueba.
—Nada más déjame tirar la basura y empezamos.
Me enseñó cómo preparaban su filete marinado. John se paró detrás de mí mientras asaba unas mitades de limones. Tenía que cuidar de no pegarle un codazo en el estómago mientras volteaba los limones con pinzas. Nunca dejó de sonreír y de tararear, a veces sin melodía, a veces cosas reconocibles como Walking On Sunshine”.
—Lo estás haciendo muy bien —se quitó la gorra y se limpió el sudor con la parte trasera de su brazo. Vi al mesero pasar por la ventana, doblando servilletas, observándonos con cuidado—. ¿Desde hace cuánto dijiste que eres cocinero?
—Catorce años —dije—. Desde que estabas en el jardín de niños.
Se rió, también equinamente, como un relincho.
—Yo he cocinado desde el jardín de niños, también. No me podías alejar de la cocina de juguete. Quiero ser repostero —mi cerebro completó la oración: cuando crezca—. Es el mejor trabajo en la cocina clásica. Tienes tu propio horario, ganas casi lo mismo que el chef principal...
—Pero tienes que ir a la escuela de gastronomía —le dije.
—Estoy ahorrando para ir. ¿Tú fuiste?
—No.
—O quiero abrir mi propio restaurante, con un menú que cambie todas las semanas. Cinco platillos, montado como una rostice- ría, pero con...
Su divagar incesante me estaba empezando a molestar.
—¿Y ahora qué?
John me pasó el exprimidor. Se sorprendió de que yo exprimiera los limones sin esperar a que se enfriaran. A sus manos quizá todavía no les salían los suficientes callos.
—¿Qué quieres hacer?
—Bueno, podríamos asar un filete para que yo vea cómo lo presentas.
—No, digo, a largo plazo. ¿Qué planes tienes? ¿Quieres abrir tu propio restaurante? ¿Cuál es tu sueño?
Si yo tenía otros sueños, estaban ocultos detrás del enorme sueño que ocupaba todos mis pensamientos, que dominaba mi existencia. ¿Qué más quería? No podía pensar en nada más. No me quedaba energía para otras fantasías.
—Mi propio restaurante. Claro.
—Muy bien. ¿Por qué no pones un filete sobre la parrilla? Yo iré por lo demás para las guarniciones.
Asentí. John bailaba mientras se alejaba, una mezcla entre saltos y rapeo. Una vez dentro del congelador, empezó a cantar, lo suficientemente fuerte para que lo pudiera escuchar a través de la puerta de acero cerrada.
—Encima del espa-GUETI... cubierto de queso...
El mesero asomó la cabeza por la ventana, emocionado, como si hubiera estado esperando a que John saliera de la habitación.
—Es raro, ¿cierto? ¿No te parece raro?
Escupía mientras hablaba. Flecos de espuma blanca cayeron sobre los muebles de metal.
Abrí el contenedor de plástico en donde estaban los filetes marinados. Tomé uno con las pinzas.
—Sólo es joven.
—Es el sobrino del jefe. Solía ser su sobrina.
Mis pinzas se juntaron, vacías, con un chasquido de metal. El filete se me había caído en los zapatos. Me agaché para recogerlo y acerqué demasiado la car...