La dimensión desconocida de la infancia
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La dimensión desconocida de la infancia

El juego en el diagnóstico

Esteban Levin

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  1. 224 páginas
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La dimensión desconocida de la infancia

El juego en el diagnóstico

Esteban Levin

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No es el mundo en sí el que da lugar a los niños, sino el acto de jugar el que origina la posibilidad del universo infantil.¿Cómo rescatar su sensibilidad, la imagen del cuerpo, la plasticidad, si no pueden o tienen dificultades para jugar? ¿Es posible diagnosticarlos sin jugar con ellos?Frente a la certeza del poder de turno para diagnosticar la vida de un niño y determinar la de sus padres, lo escolar, la integración o exclusión cultural defendemos la incerteza de la dimensión desconocida y lo provisorio del diagnóstico.No hay infancia sin futuro y no hay futuro sin infancia, pero tampoco hay niñez sin pasado, ni pasado sin niñez. Al jugar, los niños descubren e inventan al mismo tiempo una dimensión secreta y desconocida, no con la finalidad de conocer, sino para habitar su existencia.A contracorriente, este libro comienza cuando termina y finaliza donde empieza. Movimiento en red que desafía al lector en el acto de leer para crear un vacío de saber todavía desconocido. La infancia es el destino.

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Información

Editorial
Noveduc
Año
2020
ISBN
9789875387638
Edición
6
Categoría
Psychology
Categoría
Psychotherapy
Capítulo IV
imagen
1+1=3. El abrazo que camina
Primera impresión
Tomás
Perdura la desazón.
Tieso,
la pasión
no alcanza a sostenerlo,
martiriza lo originario
al comenzarlo.
Espasmos de la piel
traspasan los pies,
raspan el color del día.
El dolor goza,
inmune,
refulgente en la caída
sobre el esquema del cuerpo.
La ansiedad arde,
el equilibrio
remeda el espacio,
estira la distancia,
fragmenta el olvido.
Hay flores
que florecen distintas;
locuaces,
vislumbran la otra orilla.
El movimiento atónito
quiebra
la terca
torpeza.
Gestos del color de alelí
desvelan
el estrabismo del viento.
Tomi
huye hacia el vuelo.
Tomás es un niño muy pequeño. Ha heredado de su madre una problemática genética por la cual presenta una hipotonía generalizada, en especial en miembros inferiores y superiores. Esto ha retrasado el desarrollo psicomotor. Específicamente, lo concerniente al funcionamiento de la función motriz, encarnada en la posibilidad de caminar. Los padres, preocupados, consultan porque su hijo no camina, bloquea el movimiento; temeroso, solo quiere moverse de la mano de la mamá y, al hacerlo, “se siente muy inseguro”, según afirma ella.
La madre, angustiada y preocupada, se ocupa de llevarlo a consultar a distintos especialistas que ya lo han catalogado con variados diagnósticos y pronósticos que van desde “retardo y debilidad del desarrollo”, “trastorno del espectro autista”, pasando por el “síndrome disatencional” y el desalentador “dolencias progresivas musculares involutivas desmielinizantes”.
Ante este panorama, cuando Tomás llega a la primera entrevista diagnóstica, decido bajar a recibirlo junto a un títere-pájaro para darle la bienvenida y comenzar a dialogar con él. El pajarito, sostenido en mis dedos, saluda desde el ascensor a Tomás; él está a upa de la mamá. Sorprendido por los gritos alegres del pájaro, le llaman la atención los movimientos alocados que el títere realiza, invitándolo a pasar, jugar y a mostrarle los juguetes que lo esperan arriba.
Tomás, riéndose, mira como el pequeño títere se esconde, hace gestos y sonidos divertidos, habla con Esteban, con su mamá, con un vecino que en ese momento recorre el pasillo y, sonriente, lo saluda. Junto al títere-personaje llamamos al ascensor; él, con otra voz, nos responde que está bajando. En ese momento, la mamá lentamente baja a Tomás y él queda parado, apoyado en la pared; en esa posición espera que llegue el ascensor, golpea la puerta, se apoya en ella y ambos procuramos abrirla.
Nos miramos; la mirada cómplice del “entredós” parece comenzar a conformarse, la gestualidad sostiene la escena. Noto la hipotonía en las piernas, aunque con dificultad y no sin torpeza puede sostener su cuerpo. El eje postural se torna inestable, pero rápidamente Tomás logra compensarlo para no caerse; no obstante, el desequilibrio provoca que el cuerpo se torne presente e inhiba el movimiento espontáneo.
Entramos al ascensor, que es pequeño; la mamá apoya a su hijo en una de sus paredes y él se sostiene sin la mano de ella. En el momento del ascenso, vuelve a tomarla, pero logra acomodar el eje postural-corporal. Mira al títere, que imita sus movimientos, sonríe. Todos sonreímos; como si fuera un cohete a punto de despegar, hacemos el conteo hasta diez; con un cálido sonido, aprieto el botón y subimos hasta el quinto piso del consultorio. Tomi, expectante, sin duda está en la escena.
De la mano de la mamá, apresuradamente, sale del ascensor y entramos al consultorio; observa el espacio, los juguetes, una rampa de colores, la escalera, los aros, la colchoneta. Tomás se sienta junto a su mamá; poco a poco, se aleja lentamente de ella, atraído por el títere que le propone moverse y jugar. Él, sentado, se mueve, por momentos, con un incipiente gateo alterna un movimiento de las manos con el de los pies (anticipa la alternancia del caminar). La mamá queda muy sorprendida porque su hijo nunca se aleja de esta manera de ella… “Y mucho menos –afirma– en un lugar totalmente desconocido para él”.
Indudablemente, a partir de la complicidad del encuentro, de la invitación a jugar junto al títere (que quiere presentarle a otros amigos y otros juguetes), Tomás puede tomar distancia de la seguridad de las manos de su mamá y comenzar a experimentar otra escena, en la que no tiene que estar pendiente permanentemente de la motricidad sensorial-corporal, sostenido en el escenario que juntos inventamos a medida que jugamos.
Tomás mira el pequeño tobogán, se acerca a él (moviéndose sentado, apoya una mano y la otra, desplazándose hasta tocarlo). El pajarito lo acompaña y sube un escalón; él se incorpora, lo agarra y me lo da. El títere exclama: “Voy a volar un poco más arriba, ¿venís?... Te invito, vos también podés. Y después nos tiramos por el tobogán, Esteban nos va a ayudar”. Él no deja de mirarme, confirma lo que dice el pájaro y lo ayudo a incorporarse. Temeroso, el niño se toma de mi mano y con la otra se apoya en el escalón; sostengo el eje axial para ubicar la postura y evitar que se desestabilice.
Lentamente, Tomás mueve un pie, se desequilibra, tiembla y logra, con esfuerzo, pasar a otro escalón. El títere lo alienta desde la rampa, hasta que, por fin, en el vértigo de la escena, sube los cuatro escalones. Se sienta lo más alto posible y, desde allí, empuja el títere, que festeja el momento de deslizarse; cuando llega al suelo, lo invita a realizar lo que él hizo: lo espera. Tomi mira, afirmo el gesto; se va soltando de la mano que hasta ese instante lo sostenía y, en el vaivén, se deja deslizar en el placer fluctuante de la realización sensoriomotriz.
Alentamos y festejamos el movimiento gestual e, inmediatamente, con mucha más seguridad, vuelve hacia los escalones, me da la mano y repetimos junto al títere varias veces la experiencia escénica. Tomás cada vez trepa con más seguridad y prestancia (postural) psicomotriz. Lo que más le cuesta es pasar los pies por delante para acomodar la postura y largarse por la pendiente. Con muchas ganas, pese a la torpeza, lo logra; con los pies dirigidos hacia delante, juega a tirarse en un impulso jovial, que pone en juego el funcionamiento de la función motriz por el lado del placer en la gestualidad. (1)
Tomás se esfuerza cada vez un poco más, desafía el problema genético, choca contra él; en la colisión de fuerzas, encuentra y produce otra dimensión desconocida que lo mantiene expectante, deseante. Gatea, se desplaza como puede hasta un cubo, luego hacia una pelota que, para él, es “gigante”; explora el contorno, como puede la empuja, golpeándola con las dos manos y llega hasta la mamá. Ella (tras un gesto afirmativo) se la vuelve a lanzar; el títere la reclama, la busca y la vuelve a tirar… Juntos, los cuatro (Tomás, la mamá, el títere y Esteban) juegan con el movimiento de la pelota, el ir y venir teje puentes en red abiertos al encuentro con el otro, a la comicidad y a la natalidad de lo que puede suceder al arrojar la gran pelota acompañada de sonidos, ritmos y gestos.
En el consultorio hay una rampa chica, seguida de un cuadrado y una pequeña escalerita de tres escalones; el colorido material, blando, acolchonado, está preparado para evitar cualquier golpe en caso de una circunstancial caída. La calidez del material invita a jugar con él. A continuación, el pájaro-títere se ubica en la rampa y le pide ayuda al niño, porque le da miedo bajar por ella. Entusiasmado, Tomás va a su “rescate”, gatea, vuelve a la rampa, toma al títere, va al cuadrado y baja por los escalones con el mismo gateo; al llegar al último escalón, apoya las manos en el piso, vacila, con un movimiento gestual gira la cabeza; al mirarnos, se anima a continuar; coloco mi mano para evitar cualquier golpe, le explico que lo voy a cuidar para no caerse y lentamente mueve un brazo, luego el otro, logra bajar al piso con el títere. Sonríe y recomienza una vez más, jugando con el pájaro, que se esconde tras una pelota, se sube a un aro o pide ayuda porque no sabe cómo salir del escondite y le da mucho miedo.
En un momento, el títere se cae, llora, reclama ayuda…Voy a buscar el “maletín del doctor” y, juntos, lo atendemos, le colocamos en el ala una venda adhesiva (curita) para que pueda seguir volando. La fantasía moviliza la realidad, la desfigura; al mismo tiempo, coloca otra escena en juego y ella se articula en el placer del movimiento gestual. Entre lo sensorio y lo motriz, se inscribe la gestualidad del encuentro relacional con el otro. Tomás repite el placer del deseo de jugar, subir y bajar por la rampa, el cuadrado y la escalerita; lo hace cada vez de manera diferente. En la alteridad, está atento a lo que va sucediendo a medida que lo experimenta.
La experiencia que produce Tomás sostiene un ritmo, una musicalidad; en esa trama, mientras está jugando, miro a la mamá; ella está observando la escena y veo que, con alegría, está llorando. Llora contenta; la dulzura de las lágrimas maternas por el logro de su hijo respira el don, invisible y sensible a la vez, que impulsa el deseo de continuar jugando la fantasía real que se pone en juego. En la vivacidad del espacio compartido, el niño baja gateando por la rampa, encuentra una pelota, se la tira a la mamá, ella me la da, luego el títere la toma y se la tira a Tomás. El balón va y viene junto al deseo de cada uno de encontrarse con el otro.
La pelota se va para el balcón; voy a buscarla, pero, sin embargo, él gatea para llegar antes, la toma y la tira una vez más. Al hacerlo, llega a un enrejado que protege la estufa, se agarra de él y lentamente se trepa hasta quedar parado, tomado de esa red de protección. Titubea, suelta una mano y la otra continúa agarrada con fuerza, para no caerse; a solo dos pasos, estoy con la pelota que se ha dirigido hacia allí. Tomás me mira, nuestras miradas se tocan en un espacio impalpable, intangible pero real. Ante la expectativa encarnada en la mirada, exclamo: “¿Tomi, te tiro la pelota? Así podés patearla… Dale… A la una… a las dos… y a laaas (suspendo el gesto)… ¡tres!”. Y la lanzo.
La pelota gira hasta alcanzar sus pies, él calcula y, cuando llega, la patea, sonríe y grita “¡Goool, goool, goool”. “¡Golazo!”, afirmo con todo mi cuerpo e instantáneamente abro los brazos. “¡Un abrazo!”… Se produce un compás de espera y muy despacio, el pequeño abre la mano y se suelta del enrejado; la apertura de la base de sustentación de las piernas se amplía (los pies hasta la rodilla tiemblan un poco). Sin dejar de mirarnos, exclamo: “Sí, Tomi, vení a festejar”. Él sustenta el eje postural en la bipedestación (comprueba que sus piernas los sostienen sin caerse), mueve una pierna, da un pequeño pasito, luego otro y otro… Continúo con los brazos abiertos, me acerco un poco, achico la distancia y llega al abrazo, el gran festejo del gol.
Espontáneamente, de mis brazos lo llevo a la pared; apoya las manos y se desplaza hacia el enrejado. La mamá, junto al títere-pájaro, festeja; Tomás señala la pelota y repite el gesto… “A la una, a las dos… y a laaas… ¡tres!”. Pateo la pelota; él, tomado con una mano de la red, la devuelve y grito: “¡Gol, gol de Tomi!”… Cada vez más seguro, se suelta y viene a festejarlo.
La escena adquiere textura, color, gestualidad, en un prisma cómplice enmarcado en el deseo de hacer con la pelota. Hacer implica caminar, mantener el eje axial y coordinar el equilibrio para patear y festejar los goles; confirma el uso de la imagen del cuerpo más allá del órgano motor. En el ritmo actuante, la mamá aplaude y grita también el gol; Tomás se suelta de la reja y va caminando unos pasos hacia ella, que lo recibe con los brazos abiertos. Él habita en el territorio del abrazo compartido.
A partir de su problemática genética (hipotonía generalizada), Tomás crea sus propias imposibilidades, inhibiciones y defensas frente a un cuerpo-organismo que no le responde y lo torna inestable. Al brindarle un espacio diferente, vía el títere, el cuerpo, el espacio hospitalario, el ritmo en el “entredós” transferencial, crea, al mismo tiempo, la posibilidad de lo imposible. Inventa un puente, un atajo a través del gol, la pelota (identificándose con el papá, que siempre le juega al fútbol). Al realizarlo, puede “olvidarse” del peso de la hipotonía, del síndrome genético y de sus secuelas diagnósticas. Mirando el deseo del deseo del otro (títere, pelota, mamá, Esteban), se lanza a caminar, al despliegue del funcionamiento de la función motriz, liga lo sensorio en el placer de lo psicomotor jugado en la imagen corporal.
Comenzamos con Tomás a upa de su mamá, el peso del cuerpo reflejado en la hipotonía mantenía viva la problemática genética y hacía que la misma adquiriera cada vez el sobrepeso propio e impropio de la patología en cuestión. Lo corporal ubicado en el lugar de lo ordinario (de lo que tenía que ocurrir) devenía tensión paradójicamente dramatizada en la generalizada hipotonía, sostenida en ella, el eje axial postural estaba en un verdadero estado de dehiscencia sin sostén simbólico ni imaginario. A partir del nuevo escenario, lo ordinario se transformó plásticamente y devino extraordinario. Podríamos interrogarnos acerca de qué es ese extra (de lo ordinario) que a partir de allí se pone en juego.
Induda...

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