Ya no hay hombres
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Ya no hay hombres

Ensayo sobre la destitución masculina

Luciano Lutereau

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Ya no hay hombres

Ensayo sobre la destitución masculina

Luciano Lutereau

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Desde hace algunos años se habla, en el contexto del psicoanálisis, de cierta "feminización del mundo". La expresión es curiosa: retoma, por un lado, la llamada "estetización de la vida cotidiana", de la que algunos filósofos han hablado desde los 80 hasta nuestros días; pero también, por otro, agrega un matiz suplementario, referido a una cuestión de las posiciones sexuadas.En sentido amplio, la concepción vulgar entiende esta expresión en función de una mayor disposición de las mujeres para acceder a lugares anteriormente ocupados por varones. No obstante, no podría afirmarse con certeza que esto sea algo universal, como tampoco que este acceso sea un índice de feminidad. En varios casos, no demuestra más que la aptitud masculina de algunas mujeres, su competencia para la destreza fálica.Este libro avanza en sentido contrario. Antes que un ascenso de lo femenino a la esfera pública, determinados fenómenos sociales contemporáneos demuestran que los hombres (varones y mujeres) ya no tiene interés en continuar asociados a la potencia del falo. Esta podría ser una forma menos tonta de entender el desenlace del patriarcado. Ya no hay hombres… en el sentido tradicional de la palabra.

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Información

Año
2020
ISBN
9789505567812
Edición
2

El malestar contemporáneo

El pánico sagrado
(En colaboración con Lucas Boxaca)

Carlos ingresa al consultorio e inmediatamente pide que se “le pregunte”. Se le pregunta qué lo trae a consulta y dice que viene porque tuvo lo que llama “ataque de pánico”. Súbitamente sintió unas palpitaciones y mareo. “Pensé que me iba a morir, tenía mucha taquicardia y pensé que me moría”, expresa. “Después de eso, días después, me agarró miedo a que me pasara de nuevo”. Agrega, entre otras cosas, que tras visitar varios médicos, estos le han dicho que no tenía nada y que debería consultar a un psicólogo. Duda que sea de orden psicológico la causa de lo que le sucede dado que lo que le pasa a él, lo siente en el cuerpo.
Describe entonces al detalle todas las manifestaciones corporales como sudoración, aumento de la respiración, mareos ocasionales, taquicardia, etc. “No sé qué es lo que me pasa, es un castigo, no me deja hacer nada. A veces voy al supermercado y me parece que me va a pasar lo mismo que esa vez, que me va a volver el ataque y me da miedo de morirme.”
Primera entrevista, pero ya hay algo que insiste. Temor a que algo se repita. En los dichos del paciente se escucha: la muerte como algo inminente. Pero la repetición no es solamente interna al caso; algo se repite en los dichos del paciente y en algunos casos que presentan la fenomenología nombrada como ataque de pánico. Algo de la muerte como inminente se presenta en derredor de lo que se nombra como pánico. ¿Podría ser este un elemento clínico típico?
En posteriores entrevistas, Carlos intenta construir las circunstancias que rodean sus ataques de angustia. Su padre ha muerto hace un año, “de cáncer por fumar”. “Yo también fumo, siempre termino haciendo lo que critico en los demás”. Se le pregunta qué fuma y expresa que el primero de sus ataques lo tuvo el día de su cumpleaños, tras haber fumado marihuana. En este punto pregunta: “¿Puede ser que sea por haber fumado?”. Comenta que recuerda que en el momento en que estaba fumando con sus amigos pensó: “Si me ve mi tía me mata”. Y luego: “Vamos a ir todos en cana”.
He aquí un contenido ideativo que se agrega a la manifestación puramente corporal de la crisis de angustia: una presencia punitiva del Otro que parece tener alguna injerencia en lo que se presentaba como sin causa psíquica, cuestión que parece tener conexión con el “castigo” que el pánico representa para el paciente.
Es de ese mismo modo que se refiere a su infancia: “Un castigo”. De su padre dice: “Nunca estaba en casa, siempre estaba borracho, salvo cuando trabajaba. Mi madre es loca, está internada”. Desde chico se ocupó de cuidar a su sobrina: “Me quedaba en casa solo y a veces no teníamos nada de comer, le daba agua con azúcar para que no llorara. Tenía miedo de que se muriera”. “Para que no saliera me decían, mis hermanos y mi papá, que me iba a agarrar la policía”. Le pegaban continuamente y se pregunta: “¿Por qué todo fue a los golpes?, ¿por qué tanto castigo? Pero no siento rencor”, aclara inmediatamente, dado que no quiere hablar “mal” del padre, “porque los padres son sagrados”.
Recuerda una escena que se repetía en su hogar. Su padre llegaba tarde en la noche, ebrio, y lo despertaba para que le hiciera mate. Luego “servía dos vasos de vino, brindaba y se tomaba los dos vasos, diciéndome que no debía beber, porque me haría mal”. El motivo del brindis: su muerte. “Celebraba que quizás ese fuera el último día de su vida”, aclara el paciente.
Carlos comenta que su padre era un soñador, que lo despertaba por las noches para decirle que lo traería a Argentina. “Yo le creía, pero un día me cansé y lo perseguí con una navajita, se reía de mí y yo le decía que lo iba a matar”. Tras lo dicho el paciente no oculta su sorpresa: ¿qué relación entre este deseo de muerte hacia un padre demasiado vivo y lo que resuena en el ataque como angustia de muerte? Siguiendo las palabras de Carlos: “¿Por qué tanto castigo?”. Tanto castigo, ¿tendrá relación con lo que se le genera a Carlos con respecto a ese padre?
Quizás esta modalidad de presentaciones clínicas, en las que el ataque de angustia se acompaña del sentimiento de muerte inminente, sea un modo de expresión que cobra la tensión entre el yo y el superyó. Freud no deja de hacer esta correlación: “La angustia de muerte, que nos domina más a menudo de lo que pensamos, es en cambio algo secundario, y la mayoría de las veces proviene de una conciencia de culpa”.
Carlos relata el modo en que vivenció la muerte de su padre: no ha podido “llorarlo”. Expresa que iba poco al hospital porque no podía verlo tan mal: “Se ahogaba... no podía respirar”. “Ahogo” que el paciente nota, no sin sorpresa, que utiliza para referirse a su padecimiento. Trabajo de duelo que Carlos encuentra dificultades en realizar.
En el seminario 10 Lacan afirma: “El trabajo de duelo se aplica a un objeto incorporado, un objeto al cual no se le desea demasiado el bien. Entonces, si incorporamos al padre para ser malvados con nosotros mismos es quizás porque tenemos muchos reproches que hacerle a ese padre”.
Reproches, que aunque silenciados por lo sagrado del padre, son igualmente penalizados. Una penalización que retorna a través de la angustia de muerte. Un saldo de lo agresivo hacia el padre que a través de la moralidad silenciosa del superyó se orienta contra el yo. Una moralidad que no distingue entre la acción ejecutada y el deseo que surge de la renuncia a desplegar la acción agresiva.
Carlos comienza a desplegar estos reproches, no sin dificultad porque “Los padres son sagrados”. Tras ser enunciados, éstos permiten contornear cuestiones relativas a la inconsistencia del padre. Comenta que mientras su padre estaba en el hospital hablaba con él: “Yo le decía a mi papá que me pasaba lo de los ahogos, el pánico, pero me decía que era una cuestión de edad y que se me iban a pasar, pero me seguían. Pero bueno qué iba a saber él, además él se estaba muriendo y yo ni bola”.
Todo este recorrido en derredor de la muerte del padre y las circunstancias que la rodearon viene acompañado por una disminución en los montos de angustia y la circunscripción de los miedos, que permite preguntar si el pánico, al menos en este caso, no constituye una manera de tener idea de su muerte y transitar el duelo.

Los celos feminizan

Habitualmente, es la histeria quien mejor testimonia del estatuto sintomático de los celos, en la medida en que sus corrientes celotipias son un modo de interrogar el carácter enigmático del deseo del hombre en función de la Otra. “¿Qué le viste a ésa?” o bien “¿Cómo pudiste estar antes con ella?” son preguntas habituales que, en la histeria, apuntan menos a buscar una respuesta que aporte un dato que al propósito de sostener una versión del deseo que la ubique en la escena como excluida y, por ende, no la toque como causa. Por esta vía, asimismo, los celos histéricos son una vía privilegiada para sostener el goce de la sustracción –cuestión que incluso se corrobora en que, como ocurre en nuestros días, la histérica preste el cuerpo para el acto sexual, es decir, condescienda a ser objeto de goce… a expensas de una fantasía en la cual se pregunte si acaso él no piensa en otra mujer en ese momento–. Por lo tanto, los celos de la histérica pueden ser una defensa eficaz (sostenida en la posición antedicha) contra el acto (de ser tomada por un hombre) y, cabe pensar, un análisis de un caso de histeria que no haya elaborado este trasfondo celotípico seguramente no habrá avanzado demasiado.
Asimismo, respecto del uso defensivo de los celos puede destacarse una elaboración que se desprende de otro libro reciente: ¿Qué quiere decir “hacer” el amor? (2010) de G. Pommier. Para dar cuenta de este aspecto, mencionaremos un breve recorte clínico del tratamiento de un obsesivo que, luego de un episodio de fuerte celotipia respecto de su esposa, que llevó a una discusión (y una reconciliación en el período de una semana), tiene el sueño siguiente:
“Mi mujer está en una oficina, mi oficina, y hace mi trabajo. De repente entra un hombre que dice querer conversar con ella, y yo escucho las preguntas que le hacen. Son preguntas sobre cuestiones profesionales, pero yo interpreto –me resulta evidente– que esas preguntas son tendenciosas, ya que el hombre está interesado en mi mujer. Siento celos. Me angustio y me despierto.”
Curiosamente, este sueño angustiante tiene también la función de demostrar la condición interpretante del inconsciente: en el curso de las asociaciones, este analizante se sorprende al notar que sus celos sobrevinieron en un momento singular, ya que en ese entonces la relación con su mujer alcanzaba una suerte de reencuentro en el cual él podía sentirse enamorado “de nuevo”.
En este punto, la interpretación fue una traducción brusca: sus celos –en el sueño– mostraban un punto de identificación narcisista con su mujer, es decir, ese punto en que él podía volver a verse a sí mismo a través de ella y reconocer el rebrote de su condición de seductor (el día que precedió al sueño se había encontrado pensando en “lo bien y lo lindo” que se sentía junto a su mujer… y el efecto cautivante que eso producía en otras mujeres).
En definitiva, el inconsciente le interpretaba que sus celos eran una manera de defenderse de ese nuevo amor que sentía por su mujer; su celotipia era una proyección del temor que sentía por volver a enamorarse.
Como sostiene G. Pommier en el libro que mencionamos, el amor feminiza a un hombre –a menos que su amor sea la demanda infantil de ser amado–; por lo tanto, la angustia de castración para un hombre no tiene que ver con la expectativa de que el falo le sea cortado, sino con la capacidad de asumirse como amante ya que “cuando una mujer provoca una erección, ese falo le pertenece y su amante puede experimentar por ello una angustia de castración que lo feminiza”. (5)
De este modo, el análisis de la bisexualidad constitutiva del hombre no tendría tanto que ver con el deseo por otro hombre sino con la asunción, propiamente dicha, de una posición de amante –ya que cuando un hombre ama… lo hace como mujer–. Así, en función del recorte clínico anteriormente mencionado, no alcanza con decir que allí los celos eran un reaseguro narcisista contra el deseo, sino que el análisis de un hombre que no haya considerado su posición respecto del amor –más allá de la degradación del partenaire a la condición de objeto fantasmático– tampoco habrá avanzado demasiado.
Por último, cabe retomar la indicación anterior a la proyección. Es un hábito reducir la concepción psicoanalítica de los celos a este único mecanismo. En otro contexto ya hemos estudiado la diversidad de referencias relativas a esta cuestión. (6) Expongamos aquí sólo algunos resultados de ese trabajo anterior: no sólo desde la perspectiva freudiana pueden encontrarse otras variables junto a la proyección (que, en realidad, se aplican a la paranoia), como en el caso de los celos normales o edípicos, o bien en un caso singular de celos que Freud –en su célebre artículo de 1922– adscribe a una asunción del “punto de vista de la mujer”.
En función de esta última mención, en el contexto antedicho, hemos construido el fantasma que subtiende los celos proustianos de En busca del tiempo perdido, donde los celos del protagonista por Albertine restituyen un goce supuesto a la mujer (como un modo neurótico de responde...

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