La guerra de los mundos
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La guerra de los mundos

H. G. Wells

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H. G. Wells

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Es en 1898 cuando H. G. Wells nos relata, por primera vez, la idea de que no estamos solos en el universo; es más, nos han estado vigilando y no tienen buenas intenciones. Todo empieza con un cilindro que cae del cielo; los habitantes, creyendo que se trata de un meteorito, se acercan a observar este espeluznante artefacto y a la espeluznante criatura que esta saliendo de él. Sin saberlo, el curso de la humanidad está a punto de cambiar por completo. Esta impactante historia, es narrada en un Halloween de 1938 en un programa de radio. A pesar de que se les anunció que todo era ficción, los ciudadanos entraron en crisis, tomando sus vehículos y huyendo de la ciudad. Esto quedará para siempre grabado, dándole al libro un extra de terror.

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Información

Editorial
Editorial Cõ
Año
2020
ISBN
9786074573329
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

El hombre de Putney Hill



Aquella noche la pasé en la hostería que se halla en lo alto de Putney Hill y por primera vez desde mi huida a Leatherhead dormí en una cama. No relataré el trabajo inútil que me costó forzar la entrada en la hostería —después descubrí que la puerta principal estaba sin llave— ni cómo registré todas las habitaciones en busca de alimento hasta que, ya a punto de renunciar, encontré, al fin, un pan roído por las ratas y dos latas de ananás en conserva. La casa ya había sido saqueada. Después descubrí en el bar algunos bizcochos y sandwiches, que habían pasado por alto los que estuvieron allí antes que yo. Los sandwiches no pude comerlos, pero los bizcochos estaban buenos e hice una abundante provisión de ellos.
No encendí lámparas por temor de que algún marciano se aproximara a aquella parte de Londres durante la noche. Antes de acostarme sufrí un intervalo de inquietud y anduve de ventana en ventana espiando hacia el exterior por si veía a los monstruos.
Dormí poco. Mientras me hallaba en la cama pude pensar como no lo hiciera desde mi última riña con el cura. Desde entonces hasta ese momento mi condición mental había sido una rápida sucesión de vagos estados emocionales o una especie de estúpida negación de la inteligencia. Pero aquella noche, fortificado ya por los alimentos ingeridos, pude reflexionar con claridad.
Tres detalles se esforzaban por lograr el predominio absoluto en mi cerebro: la muerte del cura, el paradero de los marcianos y el posible destino corrido por mi esposa. Lo primero no me causaba horror ni remordimiento; lo consideraba simplemente como algo terminado y como un recuerdo desagradable, pero nada más. Me veía entonces como me veo ahora, llevado paso a paso hacia aquel acto de violencia, víctima de una sucesión de accidentes que me condujo a la tragedia final. No sentía remordimientos; sin embargo, me molestaba el recuerdo. En el silencio de la noche, presa de esa sensación de la proximidad de Dios que solemos experimentar mientras reinan el silencio y la oscuridad, me formé el único juicio por aquel momento de ira y temor.
Revisé mentalmente cada aspecto de nuestras relaciones desde el momento en que le hallé junto a mí, sin prestar atención a mi sed y señalando hacia el humo las llamas que se alzaban de las ruinas de Weybridge. En ningún momento nos comprendimos. De haber previsto lo que iba a ocurrir le hubiera dejado en Halliford. Mas no preví nada, y el crimen es prever y obrar. Dejo constancia de esto tal como fue. No hubo testigos: bien podría haber ocultado estas cosas. Pero lo incluyo en mi relato, como he incluido todo, y que el lector se forme el juicio que le dicte su criterio.
Y cuando hube dejado de lado el recuerdo de su cuerpo inerte hice frente al problema de los marcianos y al posible destino de mi esposa. Con respecto a lo primero no tenía informe alguno; podía imaginar mil cosas, lo mismo que con lo segundo. Y de pronto, la noche me pareció terrible. Me senté en el lecho, con la vista clavada en la oscuridad. Pedí al cielo que el rayo calórico la hubiera matado súbitamente y sin causarle sufrimientos. Desde la noche de mi regreso de Leatherhead no había orado. Había murmurado plegarias falsas, había orado como los paganos profieren encantamientos en casos de apuro; pero ahora oré en realidad, con cordura y fe, cara a cara con las tinieblas de Dios. ¡Extraña noche! Y más extraña aún en esto: tan pronto como llegó el alba, yo, que había hablado con Dios, salí de la casa furtivamente, como la rata abandona su cueva. Era entonces un animal inferior, tan perseguido como el roedor al que he mencionado. Es seguro que si esta guerra no nos enseñó otra cosa, nos hizo, por lo menos, ser comprensivos con las bestias a las que dominamos.
Era un día magnífico y el cielo se teñía de rosa en el oriente. En el camino que se extiende desde Putney Hill hasta Wimbledon había una serie de dolorosos vestigios del aterrorizado torrente, que debe haber llegado a Londres el domingo por la noche, después que se iniciaron las hostilidades.
Vi un carro de dos ruedas con una inscripción que decía: Thomas Lobb, verdulero, New Malden. Tenía una rueda destrozada y junto al mismo había un sombrero de paja incrustado en el barro ahora seco. En la parte superior de West Hill descubrí muchos vidrios manchados de sangre cerca de un abrevadero derribado.
Mis movimientos eran lánguidos, mis planes muy vagos. Tenía la idea de ir hasta Leatherhead, aunque no ignoraba que eran muy escasas las posibilidades de que hallara allí a mi esposa. A menos que la muerte les hubiera sorprendido súbitamente, era lógico suponer que mis primos habían huido; pero me pareció que podría enterarme allí de la dirección en que habían marchado los habitantes de Surrey. Deseaba encontrar a mi esposa, pero no sabía cómo hacerlo. En esos momentos caí en la cuenta de mi terrible soledad.
Desde la esquina avancé por entre los setos y árboles hacia los límites del amplio campo comunal de Wimbledon.
Aquella extensión oscura estaba salpicada en parte por flores de retama y argomas amarillas; no vi la hierba roja, y cuando andaba de un lado a otro, sin decidirme a salir a campo abierto, se levantó el sol, inundándolo todo con su luz y vitalidad.
Descubrí entonces un grupo de ranas muy ocupadas en alimentarse en un charquito entre los árboles. Me detuve para mirarlas y ellas me dieron una lección en su firme voluntad de continuar viviendo.
Poco después me volví con la extraña impresión de que alguien me observaba y descubrí algo acurrucado entre un matorral cercano. Me quedé mirándolo. Después di un paso en esa dirección y del matorral se levantó un hombre armado con un machete. Me acerqué con lentitud mientras él me observaba en silencio y sin moverse.
Al avanzar me di cuenta de que vestía ropas tan sucias como las mías. En verdad, daba la impresión de haberse arrastrado por las zanjas del camino. Sus negros cabellos le caían sobre los ojos y sus facciones se mostraban oscuras, sucias y enflaquecidas, razón por la cual no le reconocí al principio. Tenía un tajo enrojecido en la parte inferior de la cara.
—¡Deténgase! —me gritó cuando me hallaba a diez metros de él. Me detuve de inmediato.
—¿De dónde viene? —me preguntó con voz ronca.
Me quedé pensando mientras lo examinaba con atención.
—Vengo de Mortlake —dije al fin—. Estuve sepultado cerca del pozo que hicieron los marcianos alrededor de su cilindro. Logré salir y he escapado.
—Por aquí no hay alimentos —manifestó—. Esta región es mía. Toda esta colina hasta el río, y por atrás, hasta Clapham y el borde del campo comunal. Hay comida para uno solo. ¿Hacia dónde va?
—No sé —le respondí con lentitud—. Estuve sepultado en las ruinas de una casa durante trece o catorce días. No sé qué ha pasado.
Me miró con expresión dubitativa y luego dio un respingo fijándose en mí con más atención.
—No deseo quedarme por aquí —agregué—. Creo que seguiré hacia Leatherhead, pues allí estaba mi esposa.
Él me señaló con el dedo.
—Es usted —dijo—. El hombre de Woking. ¿Y no lo mataron en Weybridge? Lo reconocí en el mismo momento.
—Usted es el artillero que entró en mi jardín.
—¡Qué buena suerte! —exclamó—. Somos afortunados.
¡Usted! —me tendió la diestra y se la estreché—. Yo me metí en un desagüe. Y después que se fueron escapé por los campos hacia Walton. Pero... todavía no hace dieciséis días y está usted lleno de canas.
Miró de pronto por encima del hombro.
—No es más que una corneja —agregó—. Estos días se entera uno de que hasta los pájaros hacen sombra. Estamos muy al descubierto. Metámonos entre esos matorrales y conversaremos.
—¿Ha visto a los marcianos? —inquirí—. Desde que salí...
—Se han ido al otro lado de Londres. Creo que allí tienen un campamento más grande. Por allá, por el lado de Hampstead, el cielo se llena de luces durante la noche. Es como una gran ciudad, y en el resplandor se los ve moverse. De día no se ve nada. Pero más cerca..., no los he visto... —contó con los dedos— en cinco días. Vi a dos de ellos al otro lado de Hammersmith. Llevaban algo grande. Y anteanoche... —hizo una pausa y agregó en voz más baja—. Fue cuestión de luces, pero había algo en el aire. Creo que han construido una máquina de volar y están experimentando con ella.
Me detuve sobre manos y rodillas. Ya habíamos llegado a los matorrales.
—¿Vuelan?
—Sí; vuelan —repuso.
Me introduje por debajo de las ramas y me senté.
—La humanidad está perdida —expresé—. Si pueden hacer eso darán la vuelta al mundo... Él asintió.
—Sí. Pero eso aliviará un poco las cosas por aquí. Además...—me miró a los ojos —. ¿No está usted convencido de que la humanidad está liquidada? Yo, sí. Estamos vencidos.
Me quedé mirándole. Por extraño que parezca, no había llegado yo a esta conclusión. El hecho me resultó perfectamente obvio al oírselo afirmar. Aún abrigaba una esperanza vaga o, más bien, conservaba una manera de pensar desarrollada durante la costumbre de toda una vida. Él repitió con absoluta convicción:
—Estamos vencidos. Guardó silencio un momento.
—Ha terminado todo —dijo luego—. Ellos perdieron uno. Sólo uno. Se han afianzado en la Tierra y destrozaron a la potencia más grande del mundo. Nos aplastaron. La muerte de aquel de Weybridge fue un accidente. Y estos no son más que los primeros. Siguen viniendo. Esas estrellas verdes... No he visto ninguna en los últimos cinco o seis días, pero estoy seguro de que caen todas las noches en alguna parte. No se puede hacer nada. ¡Estamos aplastados! ¡Vencidos!
No le respondí. Me quedé con la vista clavada en el vacío esforzándome en vano por pensar algo que desvirtuara sus afirmaciones.
—Esto no es una Guerra —continuó el artillero—. Nunca lo fue. Tampoco las hormigas pudieron hacernos la guerra a nosotros. Súbitamente recordé aquella noche del observatorio.
—Después del tercer disparo no hubo más... Por lo menos, hasta que llegó el primer cilindro.
—¿Cómo lo sabe usted?—me preguntó. Se lo expliqué.
—Se habrá descompuesto el canon—dijo entonces—. ¿Pero qué importa eso? Ya lo arreglarán. Y aunque haya una demora, el final será el mismo. Hombres contra hormigas. Las hormigas construyen sus ciudades, viven en ellas y tienen sus guerras y sus revoluciones, hasta que los hombres quieren quitarlas de en medio, y entonces desaparecen. Eso es lo que somos... Hormigas. Sólo que...
—¿Sí? —le urgí.
—Somos hormigas comestibles.
Nos quedamos mirándonos.
—¿Y qué harán con nosotros? —dije al fin.
—En eso he estado pensando. Después de Weybridge me fui al sur, pensando siempre. Vi lo que pasaba. La mayor parte de la gente gritaba y se excitaba. Pero yo no soy de los que gritan. He visto la muerte de cerca una o dos veces; no soy un soldado ornamental y la muerte no me asusta. Pues bien, el que se salva es el que piensa. Vi que todos se iban al sur y me dije: “Por aquel lado no durarán los alimentos.” Y me volví. Fui en busca de los marcianos, como el gorrión busca a los hombres —con un amplio ademán indicó los alrededores—. Por todas partes se mueren de hambre a montones y se pisotean unos a otros.
Vio mi expresión y se interrumpió un instante.
—Sin duda alguna, los que tenían dinero escaparon a Francia—continuó al poco—. Aquí hay comida. Latas de conservas en las tiendas de comestibles; vinos, licores, aguas minerales, y los caños principales de desagüe y las cloacas grandes están vacíos. Ahora bien, le estaba diciendo lo que pensaba yo. “Aquí hay seres inteligentes y parece que nos quieren como alimento.” Primero destruirán nuestros barcos, máquinas, armas, ciudades, y terminarán con el orden y la organización. Todo eso desaparecerá. Si fuéramos del tamaño de las hormigas podríamos salvarnos. Pero no lo somos, esa es la primera seguridad que tenemos, ¿eh?
Asentí.
—Así es. Ya lo he pensado. Pues bien, vamos ahora. Por el momento nos capturan cuando quieren. Un marciano no tiene más que caminar unas millas para encontrar una multitud en fuga. Y un día vi a uno en Wandsworth que hacía pedazos las casas y rebuscaba entre las ruinas. Pero no seguirán haciendo eso. Tan pronto como hayan terminado con nuestras armas y barcos, destruido nuestros ferrocarriles y finalizado las cosas que están haciendo aquí comenzarán a cazarnos de manera sistemática, eligiendo a los mejores y guardándonos en jaulas. Eso es lo que harán después de un tiempo. ¡Dios! todavía no han empezado con nosotros. ¿No se da cuenta?
—¿No han empezado? —exclamé.
—No. Lo que ha pasado hasta ahora se debe a que no hemos tenido la prudencia de quedarnos quietos y los hemos molestado con nuestros cañones y tonterías. Además, perdimos la cabeza y huimos en grandes multitudes hacia donde no había más seguridad que en los sitios en que estábamos.
Todavía no quieren molestarnos. Están fabricando sus cosas, todas las que no pudieron traer consigo, y preparando lo necesario para el resto de su raza. Posiblemente se deba a eso que hayan dejado de caer otros cilindros, pues, sin duda, temen aplastar a los que ya están aquí. Y en lugar de correr a ciegas o de juntar dinamita con la esperanza de hacerlos volar tenemos que prepararnos para un nuevo estado de cosas.
Así es como lo pienso yo. No está eso de acuerdo con lo que el hombre desea para su especie, pero es lo que nos aconsejan las circunstancias. Sobre ese principio me basé para obrar. Las ciudades, las naciones, la civilización, el progreso..., todo eso ha terminado. Finalizó la partida. Estamos vencidos.
—Pero si es así, ¿para qué hemos de seguir viviendo? El artillero me miró con fijeza durante un momento.
—No habrá más conciertos hasta dentro de un millón o más de años; no habrá una academia real de artes ni restaurantes de lujo. Si son diversiones lo que le interesan puede olvidarse de ellas. Si tiene modales delicados o le desagrada comer las arvejas con el cuchillo o pronunciar malas palabras, le conviene dejar de lado esos reparos. Ya no servirán de nada.
—¿Quiere decir...?
—Quiero decir que los hombres como yo son los que seguirán viviendo... para que no se pierda la raza. Le digo que estoy firmemente dispuesto a vivir. Y si no me equivoco, usted también demostrará lo que vale y será como yo. No vamos a permitir que nos exterminen. Y tampoco pienso dejar que me capturen, me domestiquen y me engorden como a un cerdo o a una vaca. ¡Uf! ¡Esos malditos bichos que se arrastran!
—No querrá decir que...
—Sí. Yo viviré bajo sus pies. Ya lo tengo proyectado a la perfección. Estamos vencidos; no sabemos lo suficiente. Debemos aprender para lograr otra oportunidad de triunfar. Y tenemos que vivir y mantenernos independientes mientras aprendemos. ¿Comprende? Eso es lo que ha de hacerse.
Lo miré con fijeza, lleno de asombro y profundamente conmovido por su resolución.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Es usted todo un hombre!
Acto seguido le estreché la mano.
—¿Eh? —dijo él con los ojos relucientes—. Lo pensé bien, ¿eh? —Prosiga usted.
—Pues bien, los que no quieran ser atrapados deben prepararse. Yo ya lo he hecho. Eso sí, no todos nosotros tenemos lo que se necesita para ser bestias salvajes, y eso es lo que hemos de ser. Por eso le estuve observando. Tuve mis dudas al verle tan delgado. Claro que no sabía que era usted ni que había estado sepultado. Todos estos, los que vivían en estas casas, y todos los condenados dependientes de comercio, que vivían por allá, no sirven. No tienen coraje, no sueñan ni ansían nada, y el que no tiene esas cosas, no vale un ardite.
“Todos ellos solían salir corriendo para el trabajo. He visto centenares de ellos, con el desayuno en la mano, correr para tomar su tren por temor de llegar tarde al trabajo y perder el empleo. Se dedicaban a negocios que nunca quisieron entender. Volvían corriendo a sus casas por temor de no llegar a tiempo para la cena. Se quedaban en sus hogares después de comer por temor a la oscuridad de las calles. Y dormían con sus esposas no porque las quisieran, sino porque ellas tenían un poco de dinero, que les brindaba algo de seguridad en sus miserables vidas. Vidas aseguradas por temor a la muerte y a los accidentes.
Y los domingos... el miedo al Más Allá. ¡Como si el infierno quisiera conejos! Pues bien, los marcianos serán una bendición para ellos. Bonitas jaulas, bien aireadas; alimentos de primera; nada de preocupaciones... Después de una semana de andar corriendo por los campos sin nada que comer irán por su propia voluntad para que los capturen. Al cabo de un tiempo estarán contentos y se preguntarán qué hacía la gente antes que los marcianos se hicieran cargo de las cosas.
Y los borrachos y los holgazanes..., ya me los imagino. Todos se volverán religiosos. Hay centenares de cosas que he visto y que sólo en estos últimos días comencé a ver con claridad. Muchos aceptarán las cosas como se presenten y otros se afligirán porque algo anda mal y pensarán que es necesario hacer algo.
Ahora bien, cuando las cosas se ponen de tal manera que muchas personas opinan que deberían hacer algo, los débiles de carácter y los que se debilitan con mucho pensar siempre inventan una especie de religión de brazos cruzados, muy pía y superior, y se someten a la persecución y a la voluntad del Señor. Posiblemente lo haya visto usted.
En esas jaulas resonarán los himnos y los salmos. Y los menos simples contribuirán con un poco de..., ¿cómo se llama?... Erotismo.”
Hizo una pausa.
—Es muy posible que los marcianos tengan preferidos entre ellos; que les enseñen a hacer pruebas. ¿Quién sabe? Puede que se pongan sentimentales con algún muchachito que se crió entre ellos y deba ser sacrificado. Y es posible que enseñen a algunos a perseguirnos.
—No —exclamé—. ¡Eso es imposible! Ningún ser humano...
—¿De qué sirven esas mentiras? —me interrumpió el artillero—. Muchos hombres lo harían con gusto. ¿De qué vale fingir que no es así?
Y yo sucumbí a su convicción.
—Si vienen a buscarme... ¡Dios! Si vienen a buscarme... Calló para meditar con el ceño fruncido.
Me puse a pensar en lo que había dicho. No encontré argumentos para oponer a sus afirmaciones. En los días anteriores a la invasión nadie habría puesto en duda mi superioridad intelectual en comparación con la suya —yo, un conocido escritor de temas filosóficos, y él, un soldado común— y, sin embargo, él ya había delineado una situación que yo no alcanzaba a comprender del todo.
—¿Qué hace usted? —pregunté al poco—. ¿Qué planes tiene? Vaciló un momento antes de contestarme.
—Verá usted —dijo al fin—. ¿Qué tenemos que hacer? Tenemos que inventar una clase de vida en la que los hombres puedan medrar y multiplicarse y estén seguros de poder criar a sus hijos. Sí... Espere un momento y le aclararé lo que pienso que puede hacerse. Los mansos desaparecerán como las bestias mansas; en pocas generaciones serán gordos, estarán bien cuidados... y servirán de alimento a los marcianos. El riesgo está en que los que sigamos sueltos nos volvamos salvajes y degeneremos para convertirnos en una especie de raza feroz... Verá usted, pienso vivir bajo tierra. He elegido las cloacas y los desagües. Claro que los que no los conocen creen que son algo terrible; pero debajo de Londres hay miles y miles de conductos, y en unos cuantos días de lluvia, estando la ciudad desocupada, quedarán perfectamente limpios. Los caños principales son lo bastante grandes y aireados para vivir. Además, están los sótanos, las bóvedas de los bancos y de las tiendas, y desde ellos se pueden abrir pasajes hasta los caños. Y los túneles del ferrocarril y los del tren subterráneo. ¿Eh? ¿Comprende? Formaremos una banda de hombres fuertes e inteligentes. No aceptaremos a cualquiera que quiera unírsenos. A los débiles, los rechazaremos.
—¿Como pensaba hacer conmigo?
—Bueno... por lo menos, parlamenté con usted, ¿no?
—No discutiremos el punto. ...

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