Américo Castro
José Jiménez Lozano
CORRESPONDENCIA (1967-1972)
[I]*
Alcazarén (Valladolid), 3 de junio de 1967
Sr. D. Américo Castro
La Jolla
Muy Sr. Mío:
Nuestro común amigo, Jorge Guillén, es quien, al leer este libro que acabo de publicar y que le remito, me escribe que probablemente le gustaría a usted conocerlo. Por esto, me atrevo a enviárselo1.
Desde luego, lo poco o mucho de valor que haya en él a usted lo debo; a la lectura de sus obras y a la fecundidad intelectual que esa lectura suscita. No lo oculto en estas páginas. Y no quisiera haber traicionado su pensamiento en ellas. Su visión de nuestra historia y el instrumento intelectual que usted suministra con ella, aparte de los datos aportados en sus libros, creo que resultan particularmente ventajosos para el entendimiento y la investigación de nuestra religiosidad. Al menos, en las parcelas de historia religiosa que conozco más íntimamente, iluminan las cosas de un modo admirable.
El libro que le envío no tiene ningún carácter técnico y está destinado al público culto normal. También está escrito en estas peculiares circunstancias de nuestro universo religioso, tan llenas también de otros «casticismos» e «inquisiciones». He querido solamente hacer un poco de luz y poner un poco de buena voluntad.
De todos modos, acéptelo usted como un cordial y humilde ofrecimiento. Y sobre todo como un sencillo agradecimiento a su obra y a su persona, tan queridas para mí. Si tiene tiempo de hojearlo, hágalo, además, con cierta indulgencia.
Suyo affmo.
José Jiménez Lozano
[II]*
Milford
Juan Bravo, 7
Madrid
24 de julio de 1967
(Desde el 1 de agosto:
Park Hotel Playa Aro, Gerona).
Sr. D. José Jiménez Lozano
Querido amigo (creo deber llamarle así, y no formulariamente):
Hasta hace dos días no he conseguido tener su libro sobre La libertad religiosa, por el cual pregunté, sin éxito, en algunas librerías1. Solo conocía de usted un muy generoso artículo publicado en Destino2 al cual me he referido con gratitud en Ínsula, número de julio3. Pero su obra, una vez leída, me impresiona profundamente, y he de hablarle de ella procurando —hasta donde me sea posible— aislar sus referencias a mis escritos y pensar en su doctrina y en la posición adoptada por usted respecto al problema central de la vida española, de lo que amargó mi vida desde casi la niñez y acabó por provocar la más atroz e insensata tragedia que yo vi de cerca y usted vivió ya «culturalmente», como yo conocí y padecí la guerra de Cuba y de Filipinas.
Ante todo, me sorprende que un creyente como usted piense en forma tan marginal a la tradición española, y encuentre censores eclesiásticos dispuestos a darle un nihil obstat. Porque lo admirable y alentador de su caso es el hecho de que todo eso se diga desde dentro (claro está que en la librería católica Neblí, calle de Serrano, tenía la ficha de su libro, y otros libros sobre libertad religiosa, pero no el de usted. Sed de hoc, satis).
La cuestión española es mi pesadilla. Pude ver de cerca cómo se desmoronaba la Segunda República en medio de la inconsciente impotencia de sus dirigentes —más bien, de los arrastrados por los acontecimientos—. Aunque sin ser político intenté sugerir construcciones culturalmente estatales, sin arremeter de frente contra la Iglesia y procurando evitar la alternativa tan maravillosamente escrita por usted de tiranía eclesiástica, y destrucción de lo eclesiástico no era posible por falta de personal adecuado, y también de planes bien ideados. Me echaron de un diario republicano por parecerles yo protector de las órdenes religiosas4, lo cual no impidió que en julio de 1936 la radio fascista anunciará con fruición mi fusilamiento (noticia exagerada, como dijo de sí mismo en una ocasión Mark Twain). Al mismo tiempo, debo la vida a nuestra cocinera, que me avisó de no regresar a mi casa de Madrid por haber venido a buscarme dos veces «los nuestros». Huelga decir que todo esto se lo digo a usted inter domesticos parietes, no para el público.
Llegué así a la conclusión en los años amargos (1938, 1939) de que ambas facciones fratricidas eran ángulos de un mismo vértice. Pero ¿cuál era este? Las explicaciones vigentes, los miles y miles de páginas acerca de los españoles, dentro y fuera de España, eran marginales al problema. Para bochorno mío, ¡¡catedrático de la Universidad Central!!, me di cuenta de que ignoraba quiénes y cómo habían sido los españoles. Muchos siguen sin saberlo, y llaman andaluz a Trajano, y ofrecen a sus incautos lectores un amasijo de falsedades. Quizá no sepa que esa obra citada por usted y lanzada contra mí en «nombre de Dios» se ha leído en el refectorio de una abadía berroqueña próxima Madrid (me lo dijo un médico muy amigo que tuvo ocasión de asistir a tamaño evento)5. Lo más inmoral del asunto es la ocultación del hecho de no ser española (castellana) la palabra español (habría sido españuelo en tal caso), y que fue proyectada a fines del siglo XIII sobre los reinos cristianos entonces, desde fuera de ellos. Es, por tanto, absurdo proyectar el extranjerismo «español» sobre pueblos con otros nombres (celtíberos, etc.), con otra conciencia de su «nosotros». Pero ya he aludido a esto en Ínsula (julio), cansado de la necedad e ignorancia malévolas de quienes tratan del asunto español como un médico que estudiara el color del pelo y el tamaño de las narices en enfermo con pulmonía doble y que se está ahogando6. El mal de España es una crónica «españolitis», mal diagnosticada y torpemente atendida.
El extraordinario mérito de su obra —bien sabe Dios que no es lisonja, la cosa es demasiado seria para incurrir en frivolidades— es que usted habla desde la intimidad del doliente, con conciencia y angustia del mal que le aflige. Nadie lo ha hecho antes. Mis análisis —tan benévolamente juzgados por usted— tenían por fuerza que ser rigurosamente objetivos. Mis juicios chocan con los engagés de toda clase. De haberme yo situado en modos de pensar marxistas, positivistas ortodoxos de cualquier denomination (como se dice en inglés), nunca hubiera dado con el quid tan antipático a católicos preconciliares, como a judíos y marxistas. En Israel me tienen por antisemita; otros me tildan de judío, etc., de ahí que haya leído con delicia su cita de Tomás de Aquino (p. 57): «todo lo que sea verdad, sea dicho por quien sea dicho, viene del Espíritu Santo». Para mí, lo central de mi creencia (si no tuviera, ¿en qué iba a fundar mis escritos?) es la firme convicción de que un juicio asertivo no se basa solo en él mismo, sino en una trascendencia que lo domina y hace posible. Mi brega en U.S. es insistir con los jóvenes que aún a veces me escuchan en que el hombre, aunque logre «lunizar» en la Luna, como tal hombre continuará siendo tan incompleto y menesteroso como antes, si es que no se ha deshumanizado hasta no tener conciencia de su sí mismo. De ahí, el considerable valor de la literatura, no entendida como «formalismo», ni estadística, sino como expresión de insuficiencias y anhelos. ¿Cómo hubiera sido posible —de no ser así— revivir el cristianismo de Cervantes? Lo de Cervantes hombre de «Contrarreforma» es insostenible, eso se hizo al precio de ocultar y falsear lo que está bien claro. Cuando tenga ...