
- 976 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Historia del pensamiento cristiano
Descripción del libro
Nueva edición (los tres tomos en uno), revisada y actualizada por el propio autor, de un texto académico bien conocido a nivel mundial, traducido y publicado en idiomas tan significativos como el chino y coreano, utilizado masivamente en seminarios y escuelas bíblicas a lo largo de las últimas décadas para las asignaturas de historia.
¿Por qué una nueva edición revisada y actualizada de la HISTORIA DEL PENSAMIENTO CRISTIANO?
Ante todo, para ayudar a combatir la falsa afirmación de algunos que mantienen que la acción presente del Espíritu Santo hace innecesario el estudio de lo acontecido en el seno de la Iglesia a lo largo de los últimos veinte siglos; y la pretensión de ciertos grupos evangélicos de empeñados en entroncar su denominación o grupo directamente con la iglesia apostólica, negando toda continuidad histórica y minimizando, o incluso prescindiendo por completo del devenir histórico de la Iglesia, tanto en lo que respecta a sus acontecimientos sociopolíticos como al desarrollo de su pensamiento y visión teológica. Como si el Espíritu Santo se hubiera ausentado de la Iglesia tras la muerte del último de los apóstoles y regresado justo a mediados del siglo XIX o principios del siglo XX. Nadie debería perder de vista que la Biblia es un libro de historia. Desde los origenes del Universo a las cosas que han de venir, pasando por la historia de Israel, la vida de Jesús y los orígenes de la Iglesia, narra un conjunto de hechos y acontecimientos históricos, biografías y experiencias, a la par que oraciones y pensamientos relacionados con estos hechos y experiencias El plan divino de salvación, aunque trasciende a la historia, tiene lugar y se desarrolla, por voluntad divina, en el marco de la historia. ¡Ignorar esta realidad y dejar de lado la historia de la Iglesia, es un grave error que lo único que consigue es se nos aplique, y en este caso con justicia, la etiqueta peyorativa de sectas de nueva creación!
Pero de manera especial, y según lo expresa el propio Justo González, para "servir de introducción a la historia del pensamiento cristiano a todos aquellos que se interesan en esa historia porque son parte de ella, porque también ellos son líderes y pensadores cristianos" de modo que "lo que pensaron y dijeron nuestros antepasados en la fe, nos ayude de algún modo a ser más fieles y obedientes en la hora que nos ha tocado vivir".
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Categoría
Teología y religiónCategoría
Teología cristianaXX
El pensamiento de San Agustín

Al terminar el capítulo anterior, habíamos llevado nuestra historia hasta el año 451, fecha en que tuvo lugar el Concilio de Calcedonia. Sin embargo, nuestros últimos capítulos trataban exclusivamente acerca de las controversias cristológicas en Oriente, y nada habíamos dicho acerca de la actividad teológica occidental después de las controversias trinitarias.
Nos toca ahora regresar a Occidente y a los últimos años del siglo IV y los primeros del V para estudiar la figura cimera de Agustín. Agustín es tanto el fin de una era como el comienzo de otra. Es el último de los padres de la Antigüedad y el fundamento de toda la teología latina de la Edad Media. En él convergen las principales corrientes del pensamiento antiguo y de él fluyen, no sólo la escolástica medieval, sino también buena parte de la teología protestante del siglo XVI.
Porque su teología no fue forjada en la meditación abstracta sino en el fragor de la vida, el único modo de comprenderla es penetrar en ella a través de la biografía del propio Agustín.1
Su juventud
Nació Agustín en el año 354, en la ciudad de Tagaste, en el norte de África. Su padre, Patricio, servía al gobierno romano en labores de administración. No había aceptado la fe cristiana de su esposa Mónica, quien soportaba sus abusos con ejemplar paciencia y se dedicaba con ahínco a rogar por la conversión de su esposo y la de su hijo Agustín, peticiones éstas que vio contestadas antes de su muerte.
Tenemos conocimiento de la juventud de Agustín y de su conversión principalmente por su obra Confesiones. Las Confesiones de Agustín —que toda persona culta debiera haber leído— son una autobiografía espiritual en la que el autor se esfuerza por mostrar y confesar cómo Dios dirigió sus pasos desde sus primeros años, aun en medio de su rebelión e incredulidad. Se trata, por lo tanto, de un documento sin paralelo en la literatura antigua y —aun cuando algunos eruditos hayan dudado de su fidelidad histórica— de una oportunidad inigualable para estudiar el modo en que su propia vida influyó en el pensamiento de Agustín.2
En Tagaste pasó Agustín los primeros años de su vida, y de allí fue a continuar sus estudios, primero a la vecina Madaura, y luego, a la edad de diecisiete años, a Cartago. Allí se dedicó, no sólo al estudio de la retórica, sino también a una vida desordenada que culminó en su unión a una concubina de la que, un año después, nació su único hijo, Adeodato. Pero esto no fue obstáculo para que Agustín continuara destacándose en los ejercicios de retórica, y pronto fue tenido por uno de los más elocuentes hombres de la ciudad.
Fue en Cartago, y con el propósito de mejorar su estilo, que Agustín leyó el Hortensia de Cicerón, obra ésta que le hizo apartarse de la retórica pura y superficial y lanzarse a la búsqueda de la verdad.
Mas siguiendo el orden usado en la enseñanza de tales estudios, llegué a un libro de cierto Cicerón, cuyo lenguaje casi todos admiran, aunque no así el fondo. Este libro contiene una exhortación suya a la filosofía, y se llama el Hortensia. Semejante libro cambió mis afectos y mudó hacia ti, Señor, mis súplicas e hizo que mis votos y deseos fueran otros. De repente apareció a mis ojos vil toda esperanza vana, y con increíble ardor de mi corazón suspiraba por la inmortalidad de la sabiduría, y comencé a levantarme para volver a ti. Porque no era para pulir el estilo —que es lo que parecía debía comprar yo con los dineros maternos en aquella edad de mis diecinueve años, haciendo dos que había muerto mi padre—; no era, repito, para pulir el estilo para lo que yo empleaba la lectura de aquel libro, ni era la elocución lo que a ella me incitaba, sino lo que decía.3
Sin embargo, esta búsqueda de la verdad no llevó al joven Agustín a la fe cristiana ortodoxa, sino más bien al maniqueísmo.
El maniqueísmo
Los orígenes del maniqueísmo, así como sus doctrinas, son mucho mejor conocidos hoy que hace cuarenta años, pues en las últimas décadas se han descubierto importantes documentos de origen maniqueo que sirven para corregir la visión parcial y fragmentaria que antes obteníamos a través de los escritores ortodoxos, que eran la única fuente de nuestro conocimiento del maniqueísmo.4
Mani, el fundador del maniqueísmo, nació en Babilonia, en el año 216. Al parecer, su padre era miembro de una secta de tendencias gnósticas ascéticas, y fue en el seno de esa comunidad que Mani nació y se crió. A los doce años recibió una revelación que le ordenó apartarse de la secta en que había nacido, y a los veinticuatro recibió otra que le convirtió en el profeta y apóstol de la nueva «religión de la luz». Tras predicar, no sólo en Persia y Mesopotamia, sino también en la India, perdió el apoyo imperial de que antes había gozado y fue hecho prisionero y encadenado de tal suerte que sucumbió antes de cumplirse el mes de su encarcelamiento.5 A su muerte sus discípulos se dividieron, pero ya en el año 282 uno de ellos, Sisinio, había logrado reunirles bajo su obediencia. A partir de entonces el maniqueísmo emprendió una amplia campaña de difusión y propaganda, tanto hacia la India y China en Oriente como hacia Palestina y Egipto en Occidente. Poco después, sus representantes se encontraban en toda la cuenca del Mediterráneo, donde ganaban adeptos poniendo en ridículo las doctrinas del cristianismo ortodoxo.6 La doctrina maniquea sigue el antiguo camino gnóstico de intentar ofrecer respuesta a la miseria de la condición humana mediante una revelación que le da a conocer al ser humano su origen divino y le libra de sus ataduras a la materia. Según esta doctrina, el espíritu humano es parte de la sustancia divina, y a ella debe volver. En el entretanto, se encuentra sujeto a terribles angustias que son sencillamente el resultado de su unión, aquí en la Tierra, con el principio del mal. Por otra parte, el principio del bien se ha revelado anteriormente mediante numerosos profetas, de los cuales los principales fueron Buda, Zoroastro y Jesús. El propio Mani es la continuación de esta ilustre estirpe de profetas, con la salvedad, de enorme importancia, de que él es el último de ellos: los que antes que él vinieron, sólo nos dejaron revelaciones incompletas y parciales; pero ahora Mani nos ha revelado la Verdad última, la Verdad de que dieron testimonio hombres tales como Buda, Zoroastro y Jesús. Aun más, Mani es la encarnación del Paracleto, y en él hay revelación, no sólo de la verdad religiosa, sino también de una ciencia perfecta. Esta «ciencia», naturalmente, consistía de manera casi exclusiva en una serie de mitos acerca del origen y el funcionamiento del mundo, y del modo en que la Luz y las Tinieblas —los dos principios eternos y antagónicos de todo dualismo de tendencias gnósticas— luchan en él. Y, sin embargo, a pesar de su carácter mitológico, la tal «ciencia» fue capaz de captar la imaginación y la adhesión de un hombre como Agustín.
Agustín nunca pasó de ser «oyente» del maniqueísmo, y no llegó —ni, al parecer, pretendió realmente llegar— al rango de los «perfectos».7 Debido a su punto de partida dualista, el maniqueísmo propugnaba una ética de renunciación de tal suerte que hubiera sido imposible cumplirla sin llegar al extremo de negarse a ingerir alimentos. Para salvar este obstáculo, se distinguía entre los «oyentes» y los «perfectos». Los «oyentes» no se dedicaban a una vida de absoluta renunciación, sino que continuaban llevando la vida del común de los humanos, aunque, como es de suponerse, participando del culto y las doctrinas maniqueas y contribuyendo con sus bienes a la obra de la «iglesia de la luz». La esperanza de tales «oyentes» no era ir directamente al cielo tras su muerte, sino reencarnar en algún «perfecto». Por su parte, los «perfectos» debían llevar una vida de absoluta renunciación a todo, excepto a ciertos alimentos de los que era lícito comer con el fin de salvar, digiriéndolas, las partículas de luz que en ellos había.8
Fue, pues, al rango de los «oyentes» que Agustín perteneció durante nueve años.9 Al parecer, lo que le inclinó hacia el maniqueísmo fue la promesa que éste hacía de ofrecer una explicación «racional» del universo, sin necesidad de recurrir a autoridad externa alguna. Puesto que los maniqueos rechazaban buena parte del Antiguo Testamento, y éste siempre le había resultado difícil de entender, Agustín tuvo entonces otra razón para sumarse a estos predicadores de la religión «espiritual». Por último, el problema del mal y su relación con el Dios bueno, problema que siempre le había atormentado, parecía quedar resuelto con la afirmación de que había, no un solo principio eterno, sino dos, y que ambos pugnaban en esta vida y este universo nuestros.
De igual modo que la fuerza del maniqueísmo estaba en su pretensión de ser estrictamente «racional» y «científico», su gran debilidad estaba en su incapacidad de cumplir esa promesa. Desde los comienzos mismos de su período maniqueo, Agustín tenía dudas que sus maestros no pudieron resolver. Al principio creyó que, con sólo llevar esas dudas ante alguno de los principales maestros del maniqueísmo, recibiría la respuesta necesaria. En el entretanto, combinó sus labores docentes y sus estudios maniqueos con investigaciones astrológicas en las que puso su confianza hasta que se le probó irrefutablemente la falsedad de la astrología.10 Cuando por fin llegó el ansiado momento en que pudo conocer a uno de los más famosos obispos maniqueos —Fausto de Mileva— la ocasión resultó en una decepción tan grande que Agustín perdió su fe en el maniqueísmo.
En estos nueve años escasos en que les oí con ánimo vagabundo, esperé con muy prolongado deseo la llegada de aquel anunciado Fausto. Porque los demás maniqueos con quienes por casualidad topaba, no sabiendo responder a las cuestiones que les proponía, me remitían a él, quien a su llegada y una sencilla entrevista resolvería facilísimamente todas aquellas mis dificultades y aun otras mayores que se me ocurrieran de modo clarísimo.
Tan pronto como llegó pude experimentar que se trataba de un hombre simpático, de grata conversación y que gorjeaba más dulcemente que los otros las mismas cosas que éstos decían. Pero ¿qué prestaba a mi ser este elegantísimo servidor de copas preciosas? Ya tenía yo los oídos hartos de tales cosas, y ni me parecían mejores por estar mejor dichas, ni má...
Índice
- Título
- Derechos de autor
- Contenido
- Lista de abreviaturas
- Prefacio a la edición revisada
- Prólogo
- Advertencia preliminar
- I Introducción
- II La cuna del cristianismo
- III Los Padres Apostólicos
- IV Los apologistas griegos
- V Las primeras herejías: reto y respuesta
- VI Ireneo de Lyon
- VII Tertuliano
- VIII La escuela de Alejandría: Clemente y Orígenes
- IX La teología occidental en el siglo tercero
- X La teología oriental después de Orígenes
- XI La controversia arriana y el Concilio de Nicea
- XII La controversia arriana después del Concilio de Nicea
- XIII La teología de Atanasio
- XIV Los Tres Grandes Capadocios
- XV La doctrina trinitaria en Occidente
- XVI Comienzan las controversias cristológicas
- XVII La controversia nestoriana y el Concilio de Éfeso
- XVIII El monofisismo y el Concilio de Calcedonia
- XIX ¿Apostólica o apóstata?
- XX El pensamiento de San Agustín
- XXI La era de los epígonos
- XXII La teología en Oriente hasta el Sexto Concilio Ecuménico
- XXIII El Renacimiento Carolingio
- XXIV La edad oscura
- XXV El Renacimiento del siglo XII
- XXVI La teología oriental desde el avance del islam hasta la Cuarta Cruzada
- XXVII Introducción general al Siglo XIII
- XXVIII El agustinismo del siglo XIII
- XXIX Los grandes maestros dominicos
- XXX El aristotelismo extremo
- XXXI La teología oriental hasta la caída de Constantinopla
- XXXII La teología occidental en las postrimerías de la Edad Media
- XXXIII El fin de una era
- XXXIV Un nuevo comienzo
- XXXV La teología de Martín Lutero
- XXXVI Ulrico Zwinglio y los comienzos de la tradición reformada
- XXXVII El anabaptismo y la reforma radical
- XXXVIII La teología luterana hasta la Fórmula de Concordia
- XXXIX La teología reformada de Juan Calvino
- XL La Reforma en la Gran Bretaña
- XLI La reforma católica
- XLII La ortodoxia luterana
- XLIII La teología reformada después de Calvino
- XLIV El despertar de la piedad personal
- XLV El nuevo marco filosófico
- XLVI La teología protestante en el siglo XIX
- XLVII La teología católica romana hasta la Primera Guerra Mundial
- XLVIII La teología oriental tras la caída de Constantinopla
- XLIX La teología en el siglo XX
- L Una visión final