
- 240 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La estrategia del koala
Descripción del libro
El encargo de escribir un libro sobre los faros gallegos se convierte en una delirante road movie que lleva a Marcos Fontana desde Estaca de Bares a Finisterre, un viaje por la tierra de su madre entre pulpos, escarabajos, crustáceos, golpistas, ninjas, vacas y orujo, mucho orujo. Pero recorrer ese espacio casi olvidado va a agitar también los flujos del tiempo y Marcos se verá asaltado por fantasmas del pasado –privados y colectivos–, por el horror y el absurdo de nuestra historia reciente.
Una novela llena de indignación y humor sobre la identidad, la memoria y la familia (y sus mitos y leyendas), que es también una reflexión sobre la forma y el sentido de contarlo."
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura generalII
TIEMPO
“El tiempo, la dimensión humana, la que hace de nosotros lo que somos.”
Martin Amis, La flecha del tiempo
“Todo eso es Historia, Historia con mayúscula, como suele decirse, pero a menudo se olvida y sólo vuelve a salir a la luz por pura casualidad, mientras se rebusca en los desvanes o en los viejos montones de basura.”
Philippe Claudel, Almas grises
“Todas las familias tienen malos recuerdos.”
Michael Corleone
“A boca non é para falar. É para calar.”
Manuel Rivas, Todo é silencio
1. LOS AGUJEROS DE LA MEMORIA
Mientras los operarios trabajan en el nicho donde ya reposa Maruxa, observo desde lejos a la prima de mi madre, su marido y sus dos hijos, tristes y en silencio. Me siento algo culpable por no experimentar pena alguna. Pero es así, para qué mentir. Aquí no soy más que un mirón. Y eso que los conozco desde que era niño. Aunque en verdad todo lo que sé de ellos no es más que un puñado de datos biográficos superficiales, obtenidos en los varios agostos que pasé en Ares con mis padres. Y nada más. Nunca los he visto fuera del pueblo. La misma relación epidérmica que uno puede tener con los vecinos o con el tipo del kiosko. Mi madre diría que son algo más: familia. ¿Pero cuánto material genético comparto con esos primos segundos (y con sus hijos, primos terceros)? Ni siquiera percibo en ellos un mínimo parecido físico que pueda revelar un cierto grado de parentesco conmigo.
Todavía no se han dado cuenta de que estoy aquí. Hay demasiada gente en el cementerio. Entre los asistentes al funeral y los que visitan a sus muertos en un día tan señalado, el lugar resulta agobiante. Muchas viejas, pocos viejos: la selección natural. Unos lloran, otros cuchichean (seguro que cuentan batallitas sobre los parientes que reposan tras las lápidas). Nadie parece fijarse en mí. Mejor.
Los operarios terminan por fin su trabajo. Una lápida más en la fila de nichos. Adiós, Maruxa, buen viaje hacia la nada.
Ahora toca socializar. Ánimo.
Una hora después estoy comiendo en casa de la prima de mi madre. Imposible escapar –como ingenuamente pretendía– de la siempre generosa hospitalidad gallega. Tampoco he protestado mucho. No me cuesta nada pasar un rato con ellos, compartir su pena. O al menos fingir que la siento (nuevo ataque de culpabilidad).
Entre plato y plato, les hago un rápido resumen de estos últimos años, pues hace una década que no nos vemos. Enseguida compruebo que no era necesario: mi madre les ha tenido bien informados de mis andanzas. Ella también les ha contado que estoy en Galicia porque me han encargado escribir el libro sobre los faros. La idea les encanta.
Eso, eso, tú habla bien de Galicia, que la gente vea lo bonita que es, que esta tierra merece que la visiten...
Evidentemente, no les digo lo que pienso contar en el libro acerca de varios pueblos de esta bella tierra. Ni que sería mejor que algunos lugares se quedaran como están, sin el azote de hordas de turistas maleducados. O mejor, sin humanos.
Ellos (en realidad, la que habla todo el rato es la prima de mi madre) me informan, como buenos gallegos, de otras muertes y enfermedades en la familia –muchos nombres me son totalmente desconocidos (no digo nada)–, de los estudios de los nenos (los nenos son ya universitarios), de lo bien que se está jubilado (los padres)... Y también me cuentan que están reformando la vieja casa de la familia.
Queremos ponerla en alquiler para los veranos. Cada vez vienen más turistas, casi todos madrileños... bueno, también tenemos catalanes, pocos todavía, pero todo se andará. Después, si quieres, podemos ir a verla. No la vas a reconocer. Y si un verano te apetece usarla, podrías venir con tu pareja. (Le recuerdo que, en estos momentos, no hay pareja. Pero no digo nada más, no me apetece hablar de mi ruptura con Rosa.) Ya sabes lo tranquilo que se está en Ares. No te rías, que no me olvido de que siempre te quejabas de eso... Podrías venir aquí a escribir. Nadie te molestaría... Ay, Marquiños –a la prima de mi madre le cambian la voz y el gesto–, de quien tendrías que escribir algo es de mi madre. Pobriña Maruxa. Ahí sí que tienes un montón de historias. Ya sabes por todo lo que pasó...
Sin previo aviso, empieza a contarme la de la triple predicción de la echadora de cartas.
Después de una larga sobremesa, voy con la prima de mi madre a visitar la vieja casa familiar. La primera vez que estuve en Ares, en agosto de 1970, aún vivían en ella los bisabuelos y Maruxa. Al año siguiente, la casa quedó cerrada, pues la bisabuela había muerto y Maruxa se fue a vivir con su hija, recién casada (también se llevó a su padre, que por entonces ya se había quedado ciego). Nadie más volvió a habitarla. Seguro que por un lío de herencias. Las miserias de siempre.
Es verdad que la casa parece otra, digo en voz alta. La última vez que la vi estaba muy deteriorada, con varios cristales rotos, desconchados en las paredes y el balcón desfondado. Qué diferente verla ahora pintada de ese elegante color ocre, con las ventanas en blanco (rodeadas por un bonito marco granate) y varias macetas adornando el balcón.
¿Recuerdas, Marquiños, lo bien que lo pasaste aquí de niño?
No digo nada, pues no puedo evocar esos buenos recuerdos, ni tampoco los malos (si los hubo). Han pasado ya 38 años. Pese a todo, cruzar el umbral me provoca una extraña emoción.
Lo que veo en la planta baja tampoco despierta recuerdo alguno. Quizá porque todo en ella es nuevo, diferente.
Ante mí se abre un amplio salón-comedor en el que ya han colocado algunos muebles: un sofá de 3 plazas, una vieja mecedora y una mesa con cuatro sillas. De las paredes cuelgan un par de reproducciones de mapas antiguos de Galicia (los mismos que mis padres tienen en su piso de Barcelona: uno francés del siglo XVII y otro del XVIII en el que se ven las 7 provincias gallegas originales) y un grabado que representa a un arponero a punto de arrojar su arma sobre una ballena. Al fondo del salón está la cocina. Bajo la escalera que lleva al piso superior hay una puerta. Debe tratarse de un baño o de un trastero.
Como ves, ya hemos dejado lista la planta baja. Hasta están instalados los electrodomésticos de la cocina. Ven, vamos arriba. Ahí aún quedan cosas por hacer.
La planta superior está formada por dos amplias habitaciones y un cuarto de baño. De los techos cuelgan tristes bombillas desnudas. Una de las habitaciones está llena de cajas y trastos y en la otra no hay más que una solitaria cama de hierro forjado, sobre la que reposa un colchón todavía envuelto en su forro de plástico.
Es la cama de mi abuela, me da no sé qué tirarla. Aunque el colchón es nuevo, y de látex...
De pronto, la habitación cambia y veo a una anciana tumbada en la cama. A juzgar por el poco espacio que ocupa en ésta, debe ser una mujer muy pequeña. A un lado y otro de la cama, de pie, están mis padres y los primos, inquietantemente jóvenes. Junto a la cabecera, sentado en una silla, hay un hombre muy anciano. Todos observan a la mujer. Nada se mueve, como si fuera una foto. No quiero entrar en la habitación. Entonces oigo la voz de mi madre: Marquiños, acércate hombre, que la bisabuela no te va a comer. Este niño... En casa siempre hace igual... Y entonces el tiempo arranca de nuevo, la foto se pone en movimiento. Pero yo sigo asustado en la puerta.
La voz de la prima de mi madre me devuelve al presente. Debe llevar un rato hablando pues la pillo en medio de una frase: ...y los sanitarios y la ducha ya están instalados. Cuando colguemos lámparas y cortinas, la casa quedará muy bonita. Ya le tocaba a la pobre. Cómo ha cambiado, ¿verdad?
Un nuevo e inesperado recuerdo aflora en mi mente. Una imagen inverosímil, pero que percibo con absoluta claridad.
Seguro que te vas a reír, le digo, pero ahora mismo acabo de recordar que en la planta baja los bisabuelos tenían un cerdo. ¿Es verdad o me lo invento? Quizá lo he visto en otra parte y confundo los recuerdos. Ha llovido mucho desde entonces.
Claro que es cierto. Mira que olvidarlo, Marquiños. Con el miedo que te daba. No había manera de que te acercaras a darle de comer.
La prima me cuenta entonces que, como en todas las casas del pueblo, en aquella época la vida se hacía en el piso de arriba, porque la planta baja estaba destinada a los animales. Y mis abuelos no sólo tenían un cerdo, sino que allí también había gallinas y una cabra. ¿No las recuerdas? Entonces tampoco te acordarás, fíjate si hemos cambiado la casa, de que salvo un cuartito que había junto a la ventana, en el que mi madre hacía sus trabajos de costura, el resto de la planta baja –separados por una pared, claro– lo ocupaban los corralitos de los animales y el estercolero. (No recuerdo nada de eso.) Y piensa que ahí no sólo iban a parar la basura y los excrementos de los animales, sino también los humanos, pues el wáter estaba en el piso de arriba y se comunicaba con el estercolero. No pongas esa cara, hombre, que no olía mal. Mi abuelo traía día sí día no arena de la playa, algas y ramas frescas de toxo, que mezclaba con los excrementos. Eso apagaba los malos olores. Cada cuatro o cinco días se removía todo el mejunje, y de ahí sacábamos el estiércol para echar en el campo. Lo mismo hacía el resto de vecinos. Nada se tiraba. No como ahora... Entonces, ¿te gusta como ha quedado la casa?
Le digo que ya me gustaría tener una así en Barcelona, y no un piso diminuto por el que pago una barbaridad.
Tu madre me dijo que vivías enfrente de la Sagrada Familia. Debe ser bonito, ¿no?
Sí, pero muy ruidoso y a todas horas abarrotado de turistas imbéciles. Pero ya no vivo allí. Cuando me separé de Rosa tuve que mudarme a un piso más pequeño y barato en el barrio de Gràcia. Un lugar mucho más tranquilo.
Pero seguro que no es tan tranquilo como Ares. La verdad es que yo no podría vivir en Barcelona. Menudo ajetreo. Lo que tendrías que hacer, Marquiños, es pasar aquí una buena temporada cuando tengamos la casa lista. Seguro que podrías escribir muy a gusto. Solito, sin que nadie te moleste. Como a ti te gusta estar... Si yo sé que en el fondo Ares te agrada...
La prima de mi madre acaba de darme una idea estupenda. Podría quedarme unos días en la casa, los necesarios para escribir el libro de los faros. La cansina tranquilidad de Ares podría ser ahora un aliado perfecto. Además, tendría el mar, el verdadero mar, muy cerca.
Mi propuesta la coge por sorpresa.
Pero, Marcos, si la casa no está del todo acabada. Ya has visto cómo tenemos las habitaciones. No puedes instalarte así.
Bah, tendrías que ver el piso en el que vivo. Comparado con él, esto es un palacio. Da igual que la planta de arriba esté a medio arreglar, ahí sólo subiría para dormir y ducharme. El salón y la cocina están perfectos para trabajar y comer. No necesito más.
Como era de esperar, la hospitalidad gallega se impone y la prima acepta encantada. Seguro que también porque, en el fondo, confía en que eso hará que yo vea Ares con otros ojos.
Voy a buscarte algo de ropa de cama y unas mantas, que ya empieza a hacer frío por las noches. Te traeré también unas toallas, y una escoba. Al menos déjame que le dé un barrido a la casa.
Le digo que no se preocupe, que ya lo haré yo. Faltaría más. Bastante haces con dejar que me quede.
Una vez solo, vuelvo a explorar la casa. Recorro las habitaciones vacías. La vieja cama trae de nuevo la imagen de la bisabuela. Y la del cerdo. Pero la cabra y las gallinas se niegan a aparecer. Aunque esta vez aflora un nuevo e inesperado fantasma de mi más lejana infancia: el bisabuelo tosiendo salvajemente después de beber una copita de Aromas de Montserrat, que mis padres le habían traído como simpático souvenir catalán. Aunque, en verdad, no sé si es algo de lo que fui testigo o si, por el contrario, se trata, como otros muchos, de un recuerdo implantado. Una leyenda familiar (otra más) que he escuchado contar varias veces a mis padres, entre risas, fascinados por el hecho de que el pobre viejo casi se ahogase por las toses que le provocaba ese horrendo brebaje dulzón, cuando era capaz de tragarse enormes lingotazos de orujo sin pestañear.
No me apetece seguir haciendo flash-back. Mejor volver a la planta baja, donde todo es nuevo y, por ello, limpio de recuerdos. Un espacio aséptico y por estrenar.
2. RITUALES
La marea está baja. Lo he visto mil veces, pero no deja de fascinarme que el mar se retire tantos metros (de niño siempre me pregunté adónde iba toda esa agua). Observo en silencio la playa ahora enorme, la oscura tierra antes cubierta por el mar, los racimos de algas ya secas, cuyo penetrante olor, unido al del salitre, lo inunda todo.
Examino hacia dónde apuntan las barcas ancladas en la ría. Una costumbre que adquirí de niño, desde el día en que me explicaron que se podía predecir el tiempo según la dirección hacia la que mirasen las proas de las barcas. A la izquierda, sol; a la derecha, lluvia. No fallaba. Después supe que todo tenía que ver con el viento. Si soplaba de Poniente o bien de Levante, si traía o se llevaba las nubes. Nunca lo he olvidado. Y cada uno de los muchos días que he pasado en Ares, he cumplido con el ritual de leer el futuro meteorológico en las barcas.
Una vez que sé que mañana hará bueno (por fin), regreso sobre mis pasos.
Mientras camino hacia el supermercado, doy un largo rodeo. Ares no ha cambiado demasiado en estos diez años de ausencia. Ha crecido en extensión (lo vi desde el coche), pero las calles del centro del pueblo (la parte más antigua y la única que me gusta recorrer) siguen prácticamente igual. Algunas se han convertido en peatonales. Y poco más. Incluso se mantienen las casas abandonadas y medio en ruinas que vi en mi última visita. Por suerte siguen ahí los mismos bares: Corbalán, O Pescador, Avenida, O Parrocho, Zamborela... Lo esencial de Ares, después de la ría.
El último agosto completo que pasé allí fue el de 1983, cuando tenía 18 años. Desde entonces sólo he vuelto en tres ocasiones –1990, 1995 y 1998–, y no pasé más que una semana, el tiempo justo para visitar a mis padres y disfrutar de la ría.
Me veo a mí mismo con 18 años. Pelo largo, camiseta negra, las incombustibles Converse en los pies (mi único lujo en aquella época). Aquellas fueron las últimas vacaciones completas que pasé con mis padres. No trabajaba, no tenía un duro, y quedarme todo el mes solo en Barcelona estaba descartado. La voz de mi madre se abre paso en mi cerebro: Ya hacemos muchos esfuerzos, hijo, para poder pasar un mes en Galicia...
Llevábamos cinco años sin veranear allí, pues la economía familiar no estaba por entonces para grandes fiestas. Hasta ese momento la cita veraniega en Ares había sido sagrada: siete veranos seguidos (salvo el del 71, que coincidió con el nacimiento de mi hermano mediano). Volver a Ares fue como aterrizar en otro planeta, parecido pero a la vez extraño. Como si me faltara un último dato para acabar de entender su código. Una sensación que nunca ha desaparecido del todo.
Los pocos amigos que había hecho en mis veranos infantiles se habían perdido en el tiempo. Fue como empezar de nuevo. Claro que tener 18 años y poner el marcador a cero no era lo mismo que ser un niño y bajar a la playa con una pelota: en menos de un minuto ya tenías varios amigos con los que jugar durante todas las vacaciones.
Y Ares se convirtió en el paraíso del aburrimiento. Bañarse en la ría, cazar alguna que otra...
Índice
- CUBIERTA
- David Roas
- Candaya Narrativa, 25
- DEDICATORIA
- CITAS
- MAPA
- ÍNDICE
- I
- II
- AVISO DE NAVEGANTES