
eBook - ePub
Nuestra mente nos engaña
Sesgos y errores cognitivos que todos cometemos
- 160 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
¿Qué pensaría usted si le demostraran que no puede fiarse de sus sentidos, ya que mucho de lo que ve y lo que oye es una construcción de su mente? ¿Y si le dicen que buena parte de sus recuerdos son inventados y sus razonamientos el resultado de sus intereses más que de las leyes de la lógica? La mente humana es prodigiosa, pero está muy lejos de ser tan precisa y rigurosa como un ordenador: comete numerosos errores. Sin embargo, esas aparentes imperfecciones tienen su explicación, pues nos han servido para adaptarnos lo mejor posible al mundo en que nos ha tocado vivir.
Ahora bien, toda esa intuición y flexibilidad tiene un alto precio que a menudo pagamos en términos de errores, invenciones y engaños de nuestra propia mente. No hablamos de errores que cometemos de forma aleatoria, sino de aquellos en los que caemos todos de manera sistemática, como si estuviéramos programados (de hecho, lo estamos) para cometer ese mismo error. Es lo que solemos llamar "sesgos cognitivos".
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Nuestra mente nos engaña de Helena Matute Greño en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Sciences biologiques y Neurosciences. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
Categoría
Sciences biologiquesCategoría
NeurosciencesAtrapados en los sesgos
Nos habíamos levantado temprano, tanto que no estaba abierto siquiera el comedor del pequeño hotel de montaña en el que nos alojábamos. Parecía que estuviéramos solos Juan Ángel (mi marido) y yo en mitad del Pirineo. Nos reímos un buen rato al pie de la escalera de madera, más por no llorar que por otra cosa. Lo que nos había costado el madrugón. ¡Hay que ser cazurros! Ya se sabe, la ilusión, la prudencia, el «que no se nos haga tarde», todo ello junto. Llevábamos mucho tiempo preparando este día. Había que madrugar, eso estaba claro. Teníamos por delante una ruta larga y en invierno anochece pronto. No era cuestión de arriesgarse a tener cualquier percance tonto y encontrarnos a oscuras en mitad de la montaña. Ya nos habíamos perdido alguna vez y no es divertido. Había que planificar con la idea de estar de vuelta a la hora de comer.
Salimos fuera a respirar el aire gélido de la mañana mientras esperábamos a que abrieran el comedor. La Vía Láctea se mostraba majestuosa sobre nuestras cabezas con el cielo límpido del Pirineo como telón de fondo. Nos abrazamos. La nieve recién caída a nuestros pies, árboles inmensos rodeando el claro del bosque en el que nos encontrábamos, y perfilándose sobre negro, al fondo, las grandes cumbres. Sobrecogedor. Iba a ser una ruta dura pero iba a merecer la pena.
Amaneció, desayunamos los primeros, ultimamos los detalles de las mochilas, nos pusimos las raquetas de nieve y, ¡allá vamos! Crash. Crash. Crash. Crashhh. Aaaah. Hay que vivirlo.
Llevábamos un par de horas andando por la pista cubierta de nieve cuando nos salimos hacia la izquierda, tratando de adivinar un sendero que subía montaña arriba pero que, si no hubiera sido por los mapas que llevábamos y las marcas rojas y blancas que se distinguían en algunos árboles, nos habría resultado imposible percibir bajo la nieve. Empecé a pensar que lo mejor sería dar la vuelta, pero alejé rápidamente ese pensamiento sin decir nada. Nos aseguramos, no obstante, de que no hubiera pérdida: se veían bien las marcas de pintura en algunos árboles. «No problema —pensé—. Seguiremos mientras se vean las marcas; si las perdemos, habrá que volver.»
Empezó a cambiar el tiempo: llegó la ventisca, más frío. Nevaba cada vez con más fuerza, el viento nos impedía avanzar. Quería irme, pero no podía fastidiar la excursión que habíamos preparado con tanta ilusión durante tanto tiempo. Y Juan Ángel parecía ir tranquilo: conocíamos la zona, habíamos estado por allí en verano un par de años antes. Continuamos. Pendiente arriba encontramos alguna placa de hielo, nada agradable, por cierto. Aquello empezaba a parecer cualquier cosa menos una excursión idílica para senderistas con raquetas sobre el fresco manto de nieve recién caída. Esta vez sí dije, no muy convencida: «¿Qué opinas?». Las manos me dolían por el frío a pesar de los guantes. «Ven por aquí, que la nieve está mejor en esta zona», respondió animado Juan Ángel. Seguimos avanzando.
Nos encontramos con una pareja de extranjeros que estaban un poco perdidos pero parecían bastante expertos. La visibilidad era muy limitada, y cada vez pegaban más fuerte el viento y la nieve. Ayudamos a la pareja a orientarse, y empezamos a atacar juntos una pala bastante dura que subía hacia el lago helado que sabíamos que se encontraba arriba. Según nuestros recuerdos (y nuestro mapa), había un refugio junto al ibón: a esas alturas, lo mejor sería llegar allí. Entre los cuatro nos íbamos ayudando en las zonas complicadas. Lo pasamos mal subiendo pero reconfortaba pensar en la chimenea, el bocadillo y el caldito que nos esperaban arriba. Ilusos.
Nos alcanzaron dos chicos que subían bastante decididos y parecían conocer el camino. Seguimos todos juntos. Llegamos arriba a duras penas. Se veía el refugio, efectivamente, justo al otro lado del lago, donde lo recordábamos. Llevábamos ya más de tres horas de caminata por la nieve y estábamos agotados y muertos de frío. Avanzábamos muy despacio. En verano, aquella era una ruta sencilla pero en aquel momento era imposible caminar más deprisa. Creo que todos vimos el estrecho sendero que bordeaba el lago, serpenteando entre este y las rocas que cerraban la ladera por la que habíamos subido. Rocas por arriba, lago helado por debajo. Mal asunto para un sendero estrecho en media ladera que ni siquiera veíamos bien si estaba helado o no. «Bien, vamos bien», pensé.
La niebla se sumaba ahora a nuestras condiciones de viaje: visión bajo mínimos. Yo volví a dudar sobre qué hacer, pero nadie se pronunciaba, había que seguir, todos parecían decididos, no iba a ser yo la aguafiestas. Debíamos intentar mantenernos bien agarrados al suelo o iríamos a parar al lago. Era difícil. El viento pegaba fuerte y las raquetas no son crampones. Nos habíamos caído ya varias veces en zonas sin riesgo, en la nieve, entre los árboles, mientras subíamos, pero esto era otra historia, ahora había una gran pendiente, una media ladera y un lago helado abajo. Crampones no llevábamos, ¿para qué, verdad? Habiendo salido con nieve recién caída, quién necesita crampones.
Ya no sé en cuántos sesgos estábamos cayendo ese día. De manual. Lo veo ahora, claro, desde la distancia; en el momento seguía sin enterarme. Teníamos que llegar al refugio, esa era nuestra obsesión en aquel momento, era difícil pensar en otra cosa. Pero ni siquiera podíamos ver si estaba abierto ni cuál era el estado del sendero. ¿Y si llegábamos y estaba cerrado? ¡Tendríamos que volver por el mismo camino y la tormenta tenía cada vez peor pinta! No sabía si tendríamos fuerzas suficientes. Todo esto yo lo pensaba, quizá los demás también, pero no quería decir nada ni minar la moral del grupo. En la montaña no puedes echarte atrás a la primera dificultad, pues para eso mejor te quedas tomando un aperitivo urbanita y no pierdes el tiempo. Había que seguir.
La ventisca seguía arreciando desde todos los puntos cardinales. Uno de los chicos que iba delante perdió una raqueta justo cuando empezaba a adentrarse en el sendero que bordeaba el lago; tuvo suerte de estar apoyado bien firme con el otro pie en el pequeño llano de nieve relativamente blanda en el que aún nos encontrábamos y pudo recogerla, aunque con gran dificultad. Mientras observaba sus esfuerzos por recuperar la raqueta y encontrar después un punto de apoyo para poder ponérsela empecé a darme cuenta de que no lo estábamos haciendo bien.
Y entonces, de pronto, me acordé. No sé aún cómo, pero recordé de golpe todas y cada una de mis investigaciones sobre la mente humana, los sesgos cognitivos, mis conferencias sobre el tema, artículos de investigación, las clases y las preguntas de mis alumnos. Uno por uno, estábamos cayendo en todos y cada uno de los errores más conocidos. Seguro que si el lector sabe algo de sesgos cognitivos, ha detectado ya más de uno en lo que estoy contando. Como les decía, de manual.
La inercia, por ejemplo. Toda esa fase previa de preparación nos empujaba a seguir adelante pasara lo que pasara, sin pensar, sin dar marcha atrás, sin aguar la fiesta. ¡Por simple y llana inercia! Cual locomotora sin frenos. Madre mía. Gran error. Sesgo de manual. ¿Cómo no me había dado cuenta antes de por qué estábamos siguiendo adelante en esas condiciones? Es bueno dejarse llevar en nuestras decisiones diarias, sobre todo si no implican riesgo; evidentemente, no podemos estar revisando de forma continua nuestras decisiones, pues entonces no haríamos nunca nada (excepto decidir y re-decidir, claro). Pero aquí, en la montaña, ¡era tan obvio que no debíamos dejarnos llevar por la inercia!
Habíamos caído también en los sesgos típicos de los grupos. El del consenso, como queramos llamarlo, da igual, recibe nombres variados. El grupo es normalmente algo que asociamos con seguridad y protección, y eso es bueno en el día a día. Buscar la protección del grupo cuando tienes que volver a casa por la noche caminando por un lugar poco transitado, por ejemplo, es adaptativo. Pero el sesgo consiste en considerar también el grupo como protector en situaciones en las que este no puede protegernos.
En nuestro caso, el grupo no podía protegernos de un simple resbalón, y un simple resbalón podía ser fatal. Como íbamos en grupo, nos sentíamos seguros. No. Ese era el principal error. Aquel chico tan fuerte que iba delante no estaba más seguro que yo ni podría protegernos de nada si resbalábamos. Acababa de perder la raqueta y casi no logra recuperarla. Y una placa de hielo es una placa de hielo. Y un ibón helado en plena tormenta en la montaña es eso, un lago helado. No hay que darle más vueltas. El cielo negro, los rayos y centellas que ya se empezaban a escuchar, los aludes que también se oían, ¿a qué estábamos esperando? El equipo del chico fuerte que iba el primero del grupo era tan dominguero como el nuestro en ese contexto, quizá su fortaleza física fuera mayor, pero eso era todo, iba con raquetas y con eso está todo dicho. Por otro lado, mi experiencia era mayor, y la de Juan Ángel también. Se acabó. Me quedé parada mientras pensaba en cómo decirles que me iba.
—Venga, vamos, se puede pasar —me gritó el chico de Zumosol, intentando hacerse oír a través del rugido del viento en cuanto me vio parada.
—Vámonos —le dije a Juan Ángel—. Esto está muy feo.
—Sí, vámonos.
—¿Os vais? —preguntó la otra mujer mirando después a su pareja.
—Esperad, bajamos con vosotros.
—Igual deberíamos irnos también, ¿verdad? —dijo el chico número 2.
—Sí, vámonos, venga. Es lo mejor —contestó el grande.
Respiré. Creo que esa palabra es la que mejor define mi estado de ánimo en aquel momento. Sensación de haber tomado la decisión correcta. Empezamos a bajar por donde habíamos subido, todavía muy nerviosos por la tormenta, protegiéndonos del viento y la nieve como podíamos, pero ya respirando, vislumbrando un final feliz. Nos caímos aún mil veces en la nieve mientras bajábamos, perdimos las raquetas otras doscientas veces (por lo menos), y los guantes estaban ya tan empapados que de poco servían en su intento de mantener las manos alejadas de la congelación. O esa era, al menos, nuestra sensación, aunque supongo que cumplieron su función, pues logramos conservarlas.
Fue dura la bajada, larga y fría. Pero desde el momento en que nos dimos la vuelta pude respirar, y creo que todos lo hicimos. Se produjo una especie de alivio general; una sensación de haber tomado la decisión correcta. Lo que más me impactó, creo, fue el hecho de que nos volviéramos todos. Creo que, al decir que me iba, conseguí romper, sin darme cuenta entonces, el sesgo del grupo, ya no había consenso. Y, al quebrar este sesgo, empezaron a reaccionar los demás miembros del grupo, uno por uno.
Recordando esta historia ahora no sé ni cómo pudimos dudar durante tanto tiempo, ni cómo tardé tanto en decir nada, mucho menos en darme cuenta de que estábamos cayendo en un sesgo tras otro, sabiendo además como sabía que constituyen uno de los principales peligros en la montaña. Creo sinceramente que en este caso saber algo sobre sesgos nos salvó la vida. Podrán llamarme exagerada, lo sé, pero me da un poco igual, no crean. Quizá Juan Ángel y yo y la otra pareja y los chicos grandes y fuertes cometimos un error pensando que era demasiado arriesgado pasar por aquel estrecho sendero que bordeaba, a media ladera, el lago helado, quizá hubiera sido posible llegar al refugio, y quizá incluso estaba abierto y tenían el caldito preparado y la chimenea encendida. Quizá. Llegar allí habría sido un gran reforzador para nuestros esfuerzos. Pero más probablemente habría sido un error fatal, y lo malo es que en esos casos no suele haber segundas oportunidades.
Casualidades de la vida, yo había leído poco tiempo antes el libro de Wray Herbert On second Thought, que trata sobre los hábitos y errores de la mente, y comienza, precisamente, narrando una historia en la que murieron un grupo de montañeros sepultados por un alud. Afortunadamente, la historia de Herbert se quedó grabada en algún lugar de mi memoria, porque no suelo recordar todo lo que leo, y además cuando sales a hacer una ruta preciosa en la montaña nevada no estás pensando en tus lecturas e investigaciones sobre el funcionamiento de la mente, y mucho menos en aquello que leíste sobre sesgos cognitivos que utilizaba el ejemplo del grupo de montañeros que morían atrapados por un alud. Pero de alguna forma esa historia afloró a mi consciencia y trajo consigo un torrente de lecturas, investigaciones, ideas, en las que había estado trabajando. Era fundamental detenerse y pensar. Pensar, pensar, pensar: es la única defensa frente a los sesgos. ¡Párate y piensa!
En nuestra ruta, fue la necesidad de esperar cuando el chico que iba delante perdió la raqueta lo que me dio la oportunidad de pararme y pensar, y darme cuenta de que aquello no podía salir bien. No en vano el título del libro de Herbert que les comentaba hace un momento podríamos traducirlo como ‘Pensarlo dos veces’. No podemos pensar a todas horas, para algo tenemos un piloto automático fabuloso, pero si algo es importante, hay que detenerse y pensarlo dos veces. Incluso antes de que se caiga la raqueta del que va delante, párese y piénselo una segunda vez.
Otros sesgos en nuestro ejemplo
Además de los sesgos que ya hemos comentado en esta historia, yo destacaría, sobre todo, los siguientes. En primer lugar, la familiaridad. ¿Qué cosas le hacen a usted estar tranquilo y relajado? ¿Lo ha pensado alguna vez? Además del grupo, algo que es fundamental es la familiaridad, lo conocido. La familiaridad con el ambiente, con las personas, con la situación, con el lugar es una de las cosas que más nos tranquiliza, estar en un lugar que nos sea familiar. Esto es la otra cara de la moneda. Es adaptativo, pues en la mayoría de esas ocasiones es mejor estar relajado y guardar nuestras energías para las situaciones y lugares que no conocemos; las gentes que no conocemos nos obligan también a extremar las precauciones.
Es normal que, cuando estamos en una situación conocida, relajemos el nivel de alarma, no tiene sentido ir por la vida en alarma cinco cuando podemos vivir tranquilos la mayor parte del tiempo. Solo que en nuestro ejemplo, a pesar de que el Pirineo era un lugar relativamente conocido, no era el salón de nuestra casa. Nos confiamos, ese fue otro sesgo. Y aunque nos era familiar en verano, nunca habíamos estado en esa zona en invierno, ni con las condiciones de nieve y hielo que había ese día. En fin. La familiaridad nos hizo sentirnos seguros pero en realidad era absurdo estarlo. Todo esto, además, hay que tener en cuenta que es siempre muy intuitivo. Ya sé que, si ahora me paro a pensarlo, es evidente que no estábamos familiarizados con esa ruta concreta, en esas condiciones concretas. Pero es que los humanos (y los demás animales) no funcionamos comparando las condiciones exactas para saber si son familiares o no. Si hiciéramos eso, entonces cada situación sería totalmente nueva y diferente de las conocidas, jamás podríamos dar un paso sin morirnos de miedo pensando que la situación es distinta, que hay una nube más o menos, o que la vez anterior el grupo lo integrábamos cinco personas y ahora somos seis. No, cuando decimos que algo es familiar, siempre es «más o menos». Y ese más o menos (sobre todo si se acerca al «más») nos da seguridad.
No obstante, a veces, esa sensación de seguridad es nuestra trampa mental, es un sesgo. Como todo montañero con un poquito de experiencia sabrá, es mucho más fácil perderse en las montañas de aquí cerca que en las de otros continentes. El sesgo no se aplica solo a los accidentes de montaña, claro. ¿Dónde hay más accidentes de carretera? En las carreteras cercanas a casa. ¿Por qué? Porque como son más familiares nos dan mayor sensación de seguridad. Y así todo. ¿Dónde tienen los pilotos deportivos más accidentes de avioneta? Normalmente también cerca de casa. Es familiar, luego la reacción intuitiva es que podemos relajarnos, no hay que extremar precauciones (aunque se avecine tormenta no es problema, estoy cerca de casa, puedo apurar un rato más). Sesgo. Peligro.
En segundo lugar, el exceso de confianza. Es lo que puede ocurrirles a los montañeros expertos, y a cualquier persona más o menos avezada que se confía en exceso. Y los accidentes les ocurren a ellos, no solo a los novatos. Me he reído de nosotros mismos al contarles la historia ahora, a posteriori, rememorando la cantidad de errores que cometimos. Pero estas cosas nos ocurren sobre todo cuando tenemos cierta confianza, cuando nos creemos más o menos expertos. ¿Se han fijado en esas noticias que salen cada dos por tres en los periódicos de «Montañero experto muerto [o, vale, a veces, rescatado] en el Pico No-sé-qué»? Se publican con cierta frecuencia, sobre todo en invierno. ¿No les llama la atención que tantas veces sean expertos montañeros los que se despistaron? Es verdad que siempre hay novatos en verano que suben en alpargatas y tienen que ser rescatados, pero por lo general los accidentes más graves, el alud, las malas condiciones atmosféricas, es más fácil que te pillen en mitad de la montaña si tienes cierta experiencia y te confías. El novato, ese día tan malo, no se arriesga. El experto se confía. Sesgos, sesgos, sesgos. Lo mismo podemos decir del buceador experto. Y por qué no, del bróker experto, del comercial experto, del abogado, del político que se confía. La experiencia es un grado, sí, por supuesto. Y es bueno que nos genere confianza, podemos relajarnos en las tareas en las que somos más avezados. Es correcto, es altamente adaptativo. Solo que, a veces, la situación es un poco más compleja de lo que creemos, ya no somos tan expertos, y, sin embargo, seguimos relajados y confiados. Ahí es donde la liamos. Sesgo al canto.

Figura 2: El sesgo de la seguridad del grupo. Cuando vamos en grupo, tendemos a relajarnos al pensar que este nos protege. Esta sensación tiene una base real, porque el grupo puede ayudarnos a superar muchas adversidades. Sin embargo, en algunos casos concretos, como el de verse sorprendido por un alud en la montaña, el grupo no puede prestarnos ayuda, por lo que es posible que se genere una confianza falsa.
Y en tercer lugar, el grupo. Sí, del grupo ya hablé antes, pero es tan importante que déjenme que insista un poco, solo por dejarlo claro. Cuando vamos en grupo tendemos a sentir que este nos protegerá, y generalmente puede ser cierto. Si se acerca un animal con intención de comernos, si vienen los de otra tribu a secuestrarnos, si tenemos hambre y sed, si estamos enfermos… hay muchas, muchísimas situaciones en las que poder contar con la protección del grupo es una bendición: no solo nos sentimos más seguros sino que realmente lo estamos. Pero, una vez más, no deberíamos extrapolar esa protección que nos proporciona el grupo a situaciones en las que este poco o nada puede hacer por nosotros.
Sesgos, sesgos y más sesgos
Sesgos cognitivos hay muchos, en realidad muchísimos. Hay ...
Índice
- Introducción
- Mentes cavernícolas
- Atrapados en los sesgos
- El ministerio de la verdad
- Magia en los sentidos
- Aprendizaje e ilusión de control
- Científicos: ¿sabios sin sesgos?
- Epílogo
- Apéndices
- Sobre la autora