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Madame de Pompadour
La amante de Luis XV que llegó a ser la mujer más poderosa de Francia
- 168 páginas
- Spanish
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Madame de Pompadour
La amante de Luis XV que llegó a ser la mujer más poderosa de Francia
Descripción del libro
El siglo XVIII en Francia fue apasionante: culminó el Absolutismo monárquico, nació el movimiento de la Ilustración y se produjo la Revolución de 1789. También fue la época de las grandes cortesanas descollando en las más altas esferas del poder; entre ellas, nadie como Madame de Pompadour, la amante de Luis XV, gran compañera y consejera, quien, además, apoyó la Enciclopedia, a los más notables filósofos y literatos de su época, tuvo innovadoras ideas en la industria y educación militar y gravitó en las decisiones del gobierno.
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Información
Categoría
Ciencias socialesCategoría
Biografías de ciencias sociales Capítulo V
La más feroz de las junglas
Luis no podía esperar a reunirse con su amada y, a los cuatro días de su regreso triunfal, se decidió a que Juana fuera presentada de manera oficial a él mismo, a la Reina y al resto de la familia real, para así formar parte de la Corte.
Por más que fuera ahora marquesa, la inexistencia de cuatrocientos años de hidalguía hacía que, para participar en la vida de la Corte -y mantener su relación con Luis-, debiera ser presentada oficialmente por algún miembro.
Por temor a disgustar a la Reina, o por desdén hacia el bajo rango de Juana, no fue fácil encontrarle padrino. Los consultados se excusaban con amabilidad, hasta que una anciana marquesa aceptó oficiar de introductora: Luis le había prometido cubrir sus deudas de juego, que eran abultadas. Ante la Reina diría que había sido obligada a ello. La ceremonia se fijó para el martes 14 de septiembre.
La presentación
Desde el mediodía, una multitud de cortesanos se agolpa en los salones y pasillos para ver pasar a la novata. Juana viste una falda de satén bordado y una blusa ajustada, y lleva el cabello recogido y adornado con pequeñas plumas. La acompañan dos damas de su confianza; la escolta, a regañadientes, la anciana marquesa.
Luis la espera en su cámara, junto a la chimenea. Los asistentes aguardan constatar algún error en la difícil serie de reverencias que ella debe ejecutar ante el monarca. Juana se inclina tres veces con una ductilidad increíble. Su cuerpo desconocía, hasta unos meses atrás, esos movimientos inútiles -la reverencia no es una costumbre burguesa- y, sin embargo, los realiza como quien los ha aprendido desde la cuna. Juana y el Rey intercambian unas pocas palabras de circunstancia. A pesar de que son amantes hace meses, deben actuar como si no se conocieran. Luego el grupo se retira.
Con actitud firme y segura, Juana atraviesa salones y escalinatas atestados de gente que la observa y murmura. Todos saben que es la nueva amante de Luis.
Llega el momento más delicado y más temido por la Marquesa: la presentación ante la Reina. Juana hace todos los esfuerzos posibles para no cometer errores y para agradar a María. Increíblemente, la Reina la atiende amistosamente y le pide noticias de una conocida en común. Los cortesanos presentes apenas pueden creer lo que ven. “Si tiene que haber una, lo mismo da ésta”, habría dicho María después. Juana, turbada de emoción, retribuye el gesto de cordialidad. “Tengo, señora -le dice-, la mayor pasión por agradaros”. Y en el futuro, y hasta su muerte, cumplirá con lo dicho.
El cortejo se dirige a los apartamentos del Delfín. La Delfina la trata con indiferencia. Luis guarda silencio absoluto, y más tarde se comentará que, al darse vuelta Juana, le ha sacado la lengua. El gesto marca las relaciones que mantendrán de aquí en más. La Marquesa continúa su recorrido hacia las recámaras de las mesdames, sin cometer una sola torpeza.
La presentación es un rotundo éxito. A sus encantos naturales, la Marquesa ha sumado una representación perfecta de los modales cortesanos, deslizándose, manejando la cola de su vestido y luciéndose en las reverencias.
Es una excelente actriz y ha representado un papel para el que se ha preparado con pasión y perseverancia durante su estancia en Etioles. Sus nacientes enemigos y las celosas damas de la Corte se han quedado mudos. Y el Rey cae rendido a sus pies.
Los primeros tiempos
Pocos días después, el Rey partió al palacio de Choisy llevando como compañía a la Marquesa y a otros cortesanos. A pedido de Juana, allí se encontraban de visita sus amigos Voltaire y el abate Prévost, notable novelista, historiador, traductor y hombre de una vida apasionante. También estaba, a instancias de la Marquesa, la reina María. Rara vez visitaba la Reina esa estancia, pero Juana había convencido a Luis de incluirla entre los invitados.
María, a quien históricamente le había sido negada la autorización para acompañar a su esposo en sus salidas del palacio, ahora era recibida como un huésped de honor y atendida solícitamente por Juana. Ella sabía que se lo debía a la nueva amante de su esposo, y lo agradecía en silencio.
Luego llegó la estancia en Fontainbleau. La Marquesa y el Rey no se separaban. Salían juntos de cacería -Juana conocía bien el bosque del Senart-, ella lo acompañaba en sus sesiones de gabinete, cenaban juntos y luego participaban de los habituales juegos de cartas.
La Marquesa y el Rey compartían el gusto por la jardinería y recorrían los invernaderos, apreciando las magníficas especies que se cultivaban allí. Con su ímpetu habitual, algo insolente, Juana arrancaba flores y armaba ramos que luego utilizaba para decorar las mesas de la cena, y siempre enviaba uno a la Reina.
Mientras tanto, los antiguos apartamentos de madame de Mailly se redecoraban a toda prisa. La Corte apenas podía creerlo. No sólo Juana era cabalmente burguesa, no sólo su título era demasiado reciente, sino que iría a ocupar uno de los apartamentos del palacio sin contar con un cargo. Las hermanas Nesle habían sido damas de palacio de la Reina. Juana no tenía justificativo para estar allí, excepto la cercanía con el Rey y la pequeña escalera que unía ambos apartamentos.
Cuando esas dependencias están listas, la Marquesa se muda y hace colocar allí un retrato de su hija Alejandrina, obra del genial pintor Jean-Marc Nattier (16851766). A Luis le agrada tanto, que envía al pintor al internado de sus hijas menores para que las retrate. Por supuesto, uno de los cuadros es enviado a María como regalo.
Luis come casi todas las noches en pequeñas cenas íntimas, de ocho o diez personas, que organiza la Marquesa en sus nuevos aposentos. Los invitados son ingeniosos, cultos y, sobre todo, ajenos a Versailles. Allí Luis se divierte como un burgués. Juana y Luis parecen vivir en estado de felicidad absoluta. Para fin de ese año brillante, un hecho desgraciado empaña la felicidad de la marquesa: su madre, Luisa, muere a los cuarenta y dos años de edad.
Felicidad y divorcio
La pareja era la más glamorosa de París. A sus treinta y cinco años, Luis era sin dudas el hombre más apuesto del Reino, pero además era sensato, generoso y sensible a las artes. Claro que también era inseguro y propenso a la melancolía, pero el carácter práctico y decidido de la Marquesa resultaba el antídoto perfecto para sus males. Y él descubría en ella una bondad y una inteligencia aguda que no había encontrado en ninguna otra mujer. Si había en ella excesos de ambición, que el Rey detestaba, se guardaba de disimularlos bien.
El trato de la recién venida era dulce y respetuoso para con todos. Pero su influencia comenzaba a ser notoria. Voltaire, una pluma ácida y reconocidamente anticlerical, había sido bendecido con una pensión de dos mil libras anuales, el cargo de historiógrafo real y el título de Caballero con patente de nobleza.
Mientras tanto, Guillermo continuaba alejado de París. Juana presentó una demanda de separación de bienes y de cuerpos. El marido abandonado no presentó oposición. Sufría en silencio y sin esperanzas: su tío le había advertido que tenía un rival contra el que no podía luchar.
Un golpe para el delfín
A pesar de los esfuerzos de Madame, el Delfín la detestaba y hacía poco por disimularlo. La extrema devoción religiosa de éste y la cercanía de la Marquesa con escritores herejes habían levantado una barrera infranqueable entre ambos. Luis era retraído y pasaba mucho tiempo con Teresa, su esposa embarazada, tan tímida y devota como él. Apenas un año después de su fastuoso casamiento, la española dio a luz una niña, María Teresa, que viviría sólo dos años. Pero algo salió mal y, a los tres días, la parturienta murió, sumiendo al Delfín en una pena indecible.
La muerte de la Delfina abrió la posibilidad para, seis meses más tarde, instalar a una princesa sajona en el trono, buscando la alianza de Sajonia, hasta entonces firmemente unida a Austria. Madame participó de estas intrigas. De la otra parte, el promotor del enlace fue el vencedor de Fontenoy, Mauricio de Sajonia, quien sugirió a una de sus sobrinas, María Josefa, para desposar al viudo. Para ello se aseguró el apoyo de la Marquesa; ambos se tenían aprecio y, por otro lado, una nueva esposa, de cuya elección la Marquesa participara, era una oportunidad inmejorable para quebrar la férrea desconfianza del Delfín.
Al poco tiempo, Josefa de Sajonia ocupó el lugar de Teresa, y la unión matrimonial obligó a Sajonia a romper su alianza con Austria.
Josefa se ganó el corazón de Luis y de toda la Corte,
Pero en lugar de promover una posición más amable hacia quien era su mentora, se dejó arrastrar por el encono de su pequeño círculo hacia la favorita.
Vida íntima
El tiempo de la Marquesa era ocupado sin resquicios. Pasaba muchas horas con el Rey, pero además debía trabajar su relación con el resto de la familia real, presidir la pequeña corte que se armaba a su alrededor, estar atenta a los embates de sus enemigos, desarmar conspiraciones y a la vez estar bella, fresca, alegre y descansada para encontrarse con su amante por la noche. Y Juana cumplía con todo ello. Se mostraba generosa con todos, pero firme en su lugar junto al Rey.
Además, Madame le brindaba especial atención a la Reina, ya que deseaba congraciarse con ella y ganarse su confianza. Para ello convenció a Luis de que tratara mejor a su esposa, y de pronto María fue invitada a eventos de los que se la había excluido; sus deudas, que por cierto eran muchas, fueron pagadas por el rey; su apartamento fue redecorado y Luis se mostró con ella más bondadoso que nunca.
Otra vez, María supo que todo eso era obra de la Marquesa y estaba a gusto con la nueva favorita. Juntas jugaban a las cartas -actividad que la Reina adoraba y que a la Marquesa aburría enormemente-, y cuando Juana debía dejar la mesa de juego para reunirse con el Rey en sus aposentos, pedía permiso a la Reina con humildad y decoro. También intentó acercar al Rey y al Delfín, pero con menor éxito.
Por su parte, Luis estaba más animado que nunca. La Marquesa organizaba fiestas y obras de teatro para él; lo interiorizaba en el arte, la arquitectura y la decoración; lo aficionaba aún más a la jardinería; le brindaba sus consejos, que en general eran sabios y políticos.
Recordemos: Luis detestaba las muchedumbres -las había sufrido de niño-, por lo que cenaban en mesas de pocos integrantes, pero siempre ingeniosos y animados, y allí bebían y bromeaban. Los intelectuales más reputados se daban cita en el comedor de la Marquesa para animar al Rey. De esa manera, ella lograba combatir a los mayores enemigos de los monarcas: el tedio y el transcurrir los días sin sentido. Su rey veía alternados los placeres de la intimidad y los de la diversión fecunda. Estaba conectado con el mundo de las ideas y las artes sin perder la dimensión de una rica vida privada. En su mundo de nobleza, ella lograba recrear para el soberano algo que nadie más podía ofrecerle: un ambiente burgués, nada acartonado y casi con las ventajas de cualquier hombre anónimo.
Luis, el hombre
De a poco, Luis, el hombre, ganaba terreno frente al monarca; la figura privada nada tenía que envidiar a la pública. En el apartamento que compartía con la Marquesa, con su pequeño e íntimo comedor, su biblioteca, sus mapas y su mesa de trabajo, Luis se desprendía en parte de su coraza de estadista y se dejaba estar. Más sólo en parte.
Aunque profundizó sus amistades y su vida social era afectuosa y significativa, algo hacía a Luis XV, aún, impenetrable. Había asumido demasiado joven un rol que ya era parte de él, y todavía persistía en su dignidad de rey esa leve desconfianza hacia los demás.
El Monarca alternaba con muchos y nunca se abandonaba a nadie. Ninguna persona podía sentirse cercana al Rey si no había sido invitada, al menos una vez, a cenar en el “pequeño gabinete”. Las cenas eran lo más informales que podían serlo en una Corte; se tocaban temas alegres y ligeros, y la mesa era servida sólo por dos o tres lacayos, que abandonaban la habitación no bien realizada su tarea, dejando a los pocos invitados en la intimidad, bajo una luz tenue.
La Marquesa hacía, siempre, lo imposible por satisfacer a Luis. Llevaba la velada con excelencia y tacto. Al finalizar, cada uno se calentaba y servía su propio café, incluido el Monarca, que por cierto disfrutaba de hacerlo. Luego había juegos de naipes en el gabinete contiguo. Madame, como dijimos, los detestaba y a menudo cabeceaba de sueño en su taburete, pero al Rey le agradaban un poco.
Voltaire, invitado habitual a esas partidas, también las detestaba, y aún más la pérdida de dinero que ellas implicaban. Pero su compañera, la célebre Emilia, perdía la cabeza en una mesa de juego. Cierta vez, en Fontainbleau, ella apostó todo lo que había llevado, pidió unos luises a Voltaire y los perdió también, y no conforme con eso comenzó a endeudarse con el resto de los asistentes, práctica común en la Corte. Ofuscado, Voltaire profirió críticas a los jugadores, aunque en inglés, desconociendo que la mayoría de los presentes manejaba el idioma. La pareja debió huir del palacio de Fontainebleau, humillada por la impertinencia del hombre de la Ilustración.
Luis, el estadista
Para 1747, prácticamente había terminado la Guerra de Sucesión Austriaca, pero los resultados de la paz no serían visibles hasta fines de 1748. Aún no había primer ministro, pero el Rey suplía esa ausencia con su propio trabajo. Se reunía una vez por semana con cada ministro. Dos veces por semana se celebraba la reunión de Consejo.
A diferencia de su predecesor en el trono, de estilo decidido y tajante, Luis XV escuchaba a sus ministros, esperaba aprender de ellos y sopesaba alternativas. Era competente, más que otros antes que él, pero no demostraba plena seguridad; no era arrogante ni intransigente, y requería el parecer de los demás. Paralelamente, le faltaba confianza en sí mismo y demoraba las decisiones, y por ello cambiaba frecuentemente de ministros. Con el tiempo, el trabajo de gabinete y las dificultades de la gestión llegaron a agobiarlo, y comenzó a desentenderse de ellos, haciendo recaer el peso de las decisiones en la Marquesa o en sus ministros de turno. Luego ocuparía más de su tiempo en la caza y las mujeres que en los asuntos políticos.
Pero a la vez, Luis era sensible, sentimental y se sentía responsable de su Reino. Las dificultades de gobierno, las calamidades de su pueblo y las miserias e intrigas de la Corte lo afectaban, sumiéndolo en la tristeza. Era, en verdad, un ser particular. Era sensual y cada vez con mayor frecuencia se abandonaba a los placeres de la carne huyendo de las dificultades. Pero cuando regresaba al trabajo, su decisión solía ser atinada. La imagen unilateral y negativa, la de un Luis débil y perezoso, es la que al final pasó a la historia, quizás algo injustamente.
Pero en aquel momento, 1748, su posición era incuestionable. Podía considerarse el más poderoso de los monarcas europeos. Federico II podía hacerle sombra, pero su reino era pequeño y atrasado al lado de Francia. Austria aún no había despegado como potencia. Inglaterra acababa de perder una guerra. España estaba en declive e Italia era un mosaico de estados. Rusia era primitiva y estaba demasiado lejos como para gravitar en el continente. En lo personal, era uno de los hombres más apuestos de la monarquía; era joven y vigoroso; su Corte era la más glamorosa y sus palacios eran la envidia de toda Europa. Era afectuoso con sus hijos; la relación con su esposa, si bien fría, era cortés; estaba enamorado de una de las damas más notables de su época. Su vida, podría decirse, era plena.
Luis pasaba sus días entre los palacios de Versailles, Choisy y La Muette, el castillo de Compiegne o el Trianón. En otoño, la Corte en pleno se trasladaba a Fontainbleau.
Al Rey le gustaba la variación, y por ello adoraba moverse de un palacio a otro. Los entretenimientos debían renovarse para acaparar su atención; de otra forma, corría riesgo de aburrirse y caer en la melancolía. Como todos sus antepasados, amaba la caza y dedicaba a ella muchas horas. Ése era el deporte tradicional de los reyes. Allí, esos seres atados a los protocolos y la frialdad de las Cortes liberaban sus instintos bárbaros. Luis, un ser tranquilo, refinado y melancólico, bondadoso y sensato, que detestaba el derramamiento inútil de sangre, pasaba, sin embargo, horas y horas entre el barro y la pólvora, acechando a criaturas indefensas y en huida.
La excitación de la caza era, tal vez, un contrapeso a la extrema artificialidad de su vida y una válvula de escape a sus represiones. Pero, además de ello, estaba su laboriosa amante para darle color a la vida.
Nuevas costumbres
Madame de Pompadour y Luis participaron, y en cierta medida protagonizaron, el nacimiento de una nueva era en las maneras y costumbres, que rompió con fuerza con el periodo anterior.
Como vimos, para estos tiempos la aristocracia se aburguesó en sus maneras. Nos dice Darnton:
“La alta sociedad estaba abandonando la tendencia orgiástica en la comida, que había predominado durante el reinado de Luis XIV, cuando los banquetes eran acontecimientos maratónicos de veinte o más platillos; estaba empezando a imponerse una cuisine bourgeoise. Los platillos eran menos numerosos, pero se preparaban con más cuidado. Eran acompañados de los vinos y las salsas apropiados, y parecían estar de acuerdo con una coreografía común: potages, ors d’oeuvre, releves de potage, entrees, roti, entremets, dessert, café y pousse-café. Esto puede parecer intimidante al comensal moderno de la clase media, pero era la simplicidad misma en el siglo XVIII”.
Pero el nuevo gusto por la simplicidad no implicaba el rechazo del lujo. Aún se gastaban grandes cantidades de dinero en ropas y muebles. El toilette de una dama de la nobleza o la alta burguesía incluía un déjeuné de vajilla especial: varias jarras, cafeteras y tazones para café, leche caliente y chocolate, cubiertos de plata, azucareras y tazas de la más fina porcelana, y varios lico...
Índice
- Introducción
- Capítulo I. El joven rey
- Capítulo II. Diez hijos, tres amantes
- Capítulo III. Madame “Pescado”
- Capítulo IV. La República de las Letras
- Capítulo V. La más feroz de las junglas
- Capítulo VI. La amante casta
- Capítulo VII. Tiempos aciagos
- Capítulo VIII. Fin de fiesta
- Epílogo
- Bibliografía