NELLIE CAMPOBELLO
o la claridad del principio
Escena primera
Una juez-niña, la inocencia; un abogado prepotente y muy bien vestido, la corrupción; y Nellie vieja, empequeñecida, liviana, una Nellie que nadie sabe cuántos años tiene o dónde ha estado en los últimos meses, el matrimonio Cristina Belmont y Claudio Fuentes ha impedido que la vean: no puede atenderlo, se encuentra indispuesta, si gusta dejar recado. Catálogo de excusas aunque llamen de Bellas Artes, de la Escuela, algún sobrino, un alumno, una amiga.
El abogado se levanta: ahora está, ahora no está. Ahora la ves, ya no la ves. Ya te la enseñé, ya nos vamos. Truena los dedos y dos guardaespaldas cargan a la viejecita. Reflejo de angustia, impotencia, una mano que se aferra: ayúdeme, licenciada. ¡Guardia! ¡Policía! ¡Vigilancia! ¡Patrullas! Nadie en el juzgado, en los pasillos, en la calle. El abogado de los indiciados por secuestro, Belmont-Fuentes sale llevándose a la plagiada sin que alguien lo moleste. Nadie volverá a ver a la maestra Nellie Campobello.
La juez se llama Margarita Guerra, el abogado Enrique Fuentes León y es la mañana del 19 de febrero de 1985, en el juzgado cuarto de lo Penal. La historia de terror continúa para Nellie.
9 de julio de 1986
Ella duerme abandonada en un sillón sucio, está más vieja y flaca, más descuidada; de su regazo resbalan fotografías en blanco y negro de ella y de su hermana Gloria con personajes importantes de la política y del Arte. Sobre una mesa se ve una botella de vino a medio consumir.
La anciana sueña, los zopilotes la rodean, se acercan más cada vez, el más osado suelta un picotazo. ¡Bandidos! Grita Nellie con acento del norte, y en su sueño los zopilotes brincan hacia atrás, chillan, revolotean. Se levanta con agilidad y agita los brazos: ¿piensan descuartizarme cuando aún respiro? ¡Largo, fuera de aquí! No sé dónde estoy, tengo hambre. ¡Me chingaste, Claudio Fuentes, me chingaste, compadre! El sueño sigue su curso, la maestra regresa al sillón encorvada mientras lamenta su ingenuidad: vinieron a llorar conmigo tantos lutos que no sentían, que mis manos, ciegas de soledad, abrieron las puertas. ¡Ya sé que me están matando, Cristina, aves carroñeras!, pero déjenme morir en paz. Entreténganse con los abrigos, las joyas, los bocetos, los famosos telones de Orozco, ¡mi casa! ¡Tráguenselos! ¡Revienten! ¿Creen que no sé que me andan buscando?, ¿que la policía, el INBA, la Escuela, Derechos Humanos, todos me andan buscando?
El hombre es asesino / destroza el canto que canta / y come de toda carne / y bebe sangre escarlata, / pero divino se ostenta y quiere ser respetado / aunque tenga que comerse del gusano los gusanos.
—Todavía hay Nellie para rato. El cuerpo, al fin y al cabo, no es más que la corteza que resguarda el espíritu, y ése no se ha de morir hasta que yo diga. Tengo que salir de esta pocilga, necesito reinventarme, huir como en otras ocasiones a donde nadie me vea hecha un montón de años. Me he inventado cinco o seis veces con nombre y todo. ¡Sáquenme de aquí! ¡Tengo hambre!
Los pensamientos se revuelven con las imágenes y los reclamos del cuerpo. El sueño se convierte en pesadilla cuando se escucha que ladran los perros; en algún lugar aparecen unos doberman canario que muestran las fauces y se abalanzan sobre dos gatos, éstos tratan de escapar, los perros los atrapan, los destrozan.
—¡Villa! ¡Sol! —un sofoco, un dolor agudo en cualquier lado o en ninguno. De la agitación del mal sueño Nellie pasa a un estado de inconsciencia. El tañido de una campana queda vibrando. Vacío absoluto.
1974. Martín Luis Guzmán sale de la luna del ropero y tiende la mano, una Nellie que se ve veinte años más joven deja su libro de Arte Egipcio en el buró y se levanta de la cama; se arregla el pelo en un acto reflejo lleno de coquetería. Martín la ve sonriente.
Ahora ella revisa los codos de la bata de seda, piensa que tendrá que comprarse otra igual porque la disgusta que se vean luidos, horribles; él sabe lo que ella piensa.
Entonces Nellie se da cuenta de su risa burlona y también ríe.
—Martín, Martín, el México de la Revolución se teje con nuestras manos, con mis coreografías, con nuestras Letras, con tus palabras, con nuestra voluntad.
—Eres extranjera del mundo, mujer; cuanto tocas toma de ti acentos propios que luego se prolongan; el lenguaje que hablas te pertenece. Tus piernas de amazona se vuelven trotar de caballos cuando...
—Cállate, señor Guzmán. Sí, soy todo eso, la misma que llegó con su tribu de Chihuahua a pedirte que anunciaras en tu periódico el automovilito rojo con que recorría la Avenida Reforma a toda velocidad.
—“Lo puede ver desde la ventana”, dijiste, “el que está adentro es mi hermano Mauro, el mudito”.
—Tan norteña como tú, tan villista como tú, y sin embargo estoy sola, me dan la espalda tus amigos, los intelectuales, tus políticos, desde que te moriste... —se sorprende y reacciona molesta, resentida— porque sí, te vas a morir dentro de tres años y todos van a querer arrebatarme la escuela. Hasta el INBA.
—Lo sé. Los tiempos cambian. Nos hicimos viejos.
—Eras el hombre del ademán, eras la sonrisa, el dejo en la voz. Conozco tus dedos como conocen los ciegos los bordes de los puentes de sus pueblos / como los hombres conocen sus mentiras y el color de sus cabellos...
Y sin embargo no has sido más que una hoja escrita en lengua extraña entre las páginas de un libro... Y yo aquí, secuestrada y con hambre; no sé dónde estoy pero no, qué va, no has de ser tú el que venga a rescatarme. Y además, ¡viejos los cerros!
La contundencia de la afirmación hace que la imagen de Martín se deslave, manchón de tinta bajo el chorro de agua. Cuando Nellie se da cuenta trata de detenerlo... comprende que es inútil, gime.
—Me embriagué de tristeza en los filos de las sombras / y recé tu nombre en las plazas sin auroras / y no me diste el beso del hombre que se nombra / pero se me quedó la noche del hombre que se llora —y se deja caer en la cama.
Es 1968
Tañe la campana dos veces, las vibraciones del bronce aúllan. Las lágrimas escurren sin contención hasta que la mujer se endereza molesta, seca los caminos, sacude la humedad de la bata, aspira hondo, grita que no la verán llorar la muerte de su hombre, ¡el hombre de otra! Se levanta para ver su silueta en el ropero. Ya no trae la bata sino un traje sastre y abrigo de zorro. Asiente, se aprueba, mira a todos lados retadora. La figura alta, elegante, segura.
—Soy Nellie... sin Ernestina. Esa se murió... uy, hace quince años. Murió disecada, por ahí tengo su pellejo —ríe de su humor—. Se le acabó el tiempo, pero quedé yo: la chirota, la comanche, la brusca, ¡la señorita Nellie Campobello!
Gloria aparece de entre las cobijas: fachosa, con peluca, sin maquillar, envejecida, un poco achispada.
—Ya, caray, cuánto grito. Te quieres convencer, ¿verdad? Pues fíjate que aquí estoy yo para decir que mientes. La única Campobello. Falso. La única Campbell soy yo: María Soledad Campbell Luna. Mi papá me reconoció, en cambio a ti... eres otra bastarda de Felipe Moya... ¡Mentira!, me había olvidado, eres hija de Pancho Villa.
—Sí, si quiero. Uno se inventa cada día, Gloriecita, hoy soy Nellie Villa Luna. Tantos años y ¿todavía no entiendes? Hay que subir los cerros y llegar hasta arriba. Las amistades, los nombres, los amores sirven para subir más ligero.
Gloria se desespera, grita que está harta de imposiciones y farsas, de los aires de grandeza, del despotismo de Nellie; se arranca la peluca, sigue con la ropa, la avienta contra el espejo, contra el suelo. Su hermana la mira paciente.
—Estoy hasta el copete de que comercies conmigo, que me vendas, que me uses; me harta que usurpes mis pensamientos. Me plagias todo cuanto deseo, me plagias hasta los sueños y los deformas hasta que ya no son míos: ¡vuélvete objeto!, ¡abre las piernas! ¡Baila! ¡Baila aunque ya no quieras!
La bailarina se descoyunta y empieza a moverse grotesca brincando por la habitación. La paciencia de Nellie empieza a agotarse aunque trata de no verla. Se escuchan ladridos de perros. La maestra se preocupa, toma la bata y cubre a Gloria aunque ella se resiste y lloriquea frustrada.
—¿Qué bicho te picó a ti, mosca muerta, güerita desteñida? Me debes cuanto eres, que no lo aprecies no es culpa mía —se pone un sombrerito, zapatos de tacón y guantes largos, todo a la moda de los años cincuenta.
—¿Y cómo sabes si yo quería ser lo que soy? —moquea. Busca un cigarro.
—Otra vez las mismas peladeces. ¿Crees que nadie se da cuenta? Los he oído murmurando... a los alumnos, dicen que estás bebiendo de nuevo.
—Sí, y qué. Al menos el licor es mío, no puedes arrebatármelo; y esto tampoco —quiere encender el cigarro, no encuentra cerrillo, se desespera y lo retuerce.
Nellie cambia de táctica, ahora es cariñosa, la trata como si fuera una adolescente, explica que no es adecuado atentar contra su reputación, que ella es la “señorita Gloria”. Y eso es suficiente para que se desate una nueva tormenta.
—Melchor y yo nos casamos, no soy ninguna señorita. Melchor y yo queríamos tener al niño y tú lo asesinaste.
—Melchor era un pobre diablo, un mocoso soñador, ¡y esa criatura fue producto de orgías de alcohol!
—Orgías de amor.
—Lo expulsaste mientras te desintoxicabas.
—¡Mientes! Fuiste a sacarme de casa de María Conesa y me llevaste a un sanatorio donde... —duda de lo que sigue. Nellie se le queda viendo con reproche, cada vez más molesta, y las frases de Gloria empiezan a ser incoherentes— no te convenía que el viejo ojos de sapo... ¡está bien! Sí, soy puta, puta y alcohólica.
—Qué estupidez. ¡Basta de tonterías! —trata de controlarse, se sienta junto a ella y la abraza procurando sonar convincente, pero con cierta presión— Ya pasó, muñequita. Tienes que componerte, no tarda en venir José Clemente.
—Me acosa, viejo rabo verde. Esos son miasmas y no tus pendejadas.
—Orozco es un caballero y un artista.
—Me repugnan su cara, la mano de uñas sucias, su aliento fétido de viejo.
—Uno da lo que quiere y hasta donde quiere. ¿Crees que para mí es fácil? Yo no tuve tu suerte, no pude ir ni a la primaria, pero mira dónde estoy y lo que tengo.
—¿Y yo? ¿Qué tengo yo? Martín y tú me moldean, pero no soy de yeso ni de plastilina sino de mastique, que es muy útil para tapar los hoyos.
Nellie se levanta, anuncia que mejor regresa otro día. Gloria la ahuyenta con movimientos y actitudes de desprecio mientras la maestra busca su cartera.
—¡Marxista de quinta! Hitler en decadencia, ¡racista socialista!, capitalista disfrazada, igual que el ojos de sapo y todos tus intelectuales.
La maestra estampa la mano con fuerza en la mejilla de la bailarina.
—Deslenguada. El alcohol te afectó el cerebro, las neuronas, estás loca.
—¡Los zopilotes vendrán a comer tus entrañas cada noche, para que tengas tiempo de arrepentirte, y vas a morirte de hambre, de vieja, de abandono. ¡Nadie sabrá en que fosa te enterrarán “tus compadres”!
Nellie la mira asustada. Se escuchan los chillidos de las aves, ladridos y gruñidos de perros. Gloria queda vencida, sin aliento, demasiado triste.
—Por qué me odias tanto, ¿necesitas quererme a puñaladas? Mira la hiel que supuran tus ojos —esta vez hay verdadero dolor en el timbre de su voz.
—Esto es lo que quedó de mí y de todos los Luna que abrazaste como ramo de amapolas para ahogarnos en esta ciudad. Carlos, Mauro, el Chato, la Negrita, todos nos fuimos secando hasta volvernos arena.
En cuanto termina de decir, Gloria se integra a la colcha, a la sábana, la cama; se funde; una estela de vapor busca la luz. Nellie reacciona, trata de evitarlo, las manos luchan con sombras y luces, hasta que no queda nada más que el dolor que endurece las entrañas. Arrebuja la colcha contra el vientre.
—Gloriecita hermosa, ojitos de miel salvaje, mi niña triste que no te alegras con nada, ¿cuándo se te extravió la risa? ¿Por qué la amargura? Una vez fuimos a ver a nuestro hermano Guadalupe al hospital. Mamá te llevaba en brazos. El herido de la cama de junto te prestó su reloj para que jugaras y con tu manita de un año jugaste a estrellarlo en el piso de cemento. Todos reímos, tú también, con tus cuatro dientes te reíste de la risa y yo quise ser las manos de mamá para tener tu alegría en mis brazos. Así te he sostenido. Inventé a Ernestina para que me prestara un regazo tibio donde cobijar tus orfandades y tus sueños —avienta la colcha. Ahora su voz es un reproche sordo—. Yo soy escritora. Tú querías ser danzarina, y yo era capaz de cualquier cosa por ti; por eso formé una compañía de ballet, para que fueras la estrella y tuvieras escenarios y salones y teatros; por eso fui tu compañero de baile en Cuba y te hice coreografías y le pedí argumentos a Martín y telones a Orozco y música a Chávez, pero yo no puedo inyectarte la ambición que me mueve. ¿Quieres que te pida perdón? Los angelitos se nos secaron en las entrañas, se nos mezclaron con las lágrimas; María Soledad, alma mía, nunca estuvimos embarazadas.
Se desvanece sobre la cama, sufre un estertor que la sacude. Quietud, otra vez el vacío. Los zopilotes entran por una ventana que no existía, caminan cautelosos, alargando el pescuezo hacia los cuatro puntos cardinales, los ojos negros destellan; uno da brincos aleteando con el cuerpo arqueado, otro llega hasta Nellie y lanza el primer picotazo, una ligera reacción, la tela desgarrada, algo de piel y de sangre. Tres tañidos del bronce, esta vez más sonoros, los animales se espantan, el sonido reverbera como aroma. Nellie se endereza buscando aire, en cuanto ve a las aves lanza dardos desde su garganta, las aves se esfuman. El cuerpo, el rostro de Nellie es más joven.
—El silencio de mi danza supo de buitres en cruz / que persiguieron mi impulso, dardo clavado en mi ser / como el ave de rapiña, que vuelve sombra la luz. Se trata de ganar la batalla, al tiempo, al INBA, a los políticos, a mis compadres. Ganarle la batalla a la muerte.
Los recuerdos vienen en ráfagas: poemas ...