Paisajes de papel
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Paisajes de papel

  1. 98 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Paisajes de papel

Descripción del libro

Como una pesadilla alucinante, la vida de los artistas parece un juego que no quiere revelarse de forma completa. A veces parece una desgarradora melodía que insiste en obturar un instante de la existencia, y otras veces una imagen que pasa de largo ante nuestros ojos. Paisajes de papel insiste en ese espacio de la vida de los artistas que constituye su memoria. A través de dos relatos, se exploran pasajes de la vida de uno de los grandes artistas de la historia. Se trata de un juego de relaciones a través de dos lenguajes —el textual y el visual—, en un homenaje al genio artístico —Leonardo Da Vinci—. Dos relatos de ficción y una serie de dibujos definen los signos que conducen al lector hacia un homenaje ecfrástico, es decir, hacia un juego de la imaginación en el que la palabra y la imagen configuran un mismo sentido.

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Información

PRIMERA PARTE
VIDAS CRUZADAS

Y yo me preguntaba de dónde procede este coraje, de dónde procede en Leonardo el impulso, el poder expresar este ideal, esta nueva necesidad. Deriva del hecho de que la ciencia para Leonardo no es un saber puro, la ciencia es obrar, es esencialmente obrar; y, como sabe que el obrar sin ciencia es vano, “es como emprender un viaje ―dice― sin brújulas” así sabe que la ciencia sin el obrar no tiene su verdadero, su profundo significado humano. La ciencia no tiene un sentido humano sin técnica. Y bajo el Leonardo que pide a la poesía el contacto con la realidad, y a la razón el descubrimiento de la estructura de lo real, hay otro Leonardo moderno, el Leonardo que piensa que sólo de ese modo el hombre puede actuar en la realidad, y crear en la realidad misma, finalmente, el reino del hombre.
Antonio Banfi
Un día en la vida de Leonardo

Leonardus Vincius: Quid plura? Divinum ingenium, divina manus, emori in sinu regio meruere. Virtus et fortuna hoc monumentum contingere gravissimis impensis curaverunt.
Giorgio Vasari

Siempre la llevaba consigo. A veces sentía en su espalda un peso que no soportaba. No eran los trastos viejos que llevaba colgados, ni la jaula con las pequeñas aves que había comprado en el mercado y que liberaría en la tarde después de comerse un pan con agua al lado del río, como solía hacerlo desde hacía unos meses. Lo acongojaba la lluvia triste que caía y la sombra de los recuerdos sembrados hace ya tantos años.
Tenía la imagen de su abuela en la cabeza; los momentos que pasaron juntos en su taller haciendo cerámica. Sus manos gordas y anchas se estrellaban contra la arcilla y mágicamente le daban forma a la greda espesa y húmeda. Recordaba cómo, en ese entonces, sus pequeños pies pisaban de forma rítmica el barro fresco que luego utilizaría su abuela para hacer un jarrón o una vasija en forma de jirafa o de ave del paraíso. Recordaba su insistencia por dibujar encima del barro húmedo con una tiza roja que había encontrado en el patio.
Todavía hoy sentía en sus manos la sensación de la arcilla secándose y formando una sucesión de pequeñas escamas en su piel e imaginaba la mano de su abuela rodeándole los hombros. Los recuerdos pasaban por su cabeza como una estela de tiempo. Su imaginación cabalgaba desde sus primeros años de vida hasta hoy, y su cabeza se convertía en un museo de imágenes en el que la realidad le mordía la cola a la fantasía.
Pero, en su niñez, no todo había sido bueno. Recordó la vez en que su primera madrastra le tiró todas sus pinturas a la basura y le destruyó los cartones en los que tenía un dibujo de gran formato dividido en octavos. Lo recordaba nítidamente, pues esa noche el aire era un cuchillo de esquimal que rosaba su cara llena de lágrimas, y estas caían como piedras sobre el piso de tierra. Lo recordaba muy bien porque esa noche pensaba en su madre y en el día en que ella decidió, cuando él tenía cinco años, abandonarlo con su padre. Ella nunca le había mostrado afecto ni cuidado alguno, pero tampoco le había destruido algo que fuera suyo. Por eso, después del incidente con su madrastra, tomó sus cosas y se fue a la casa de su abuela, donde fue acogido por la familia entera. Fue así como resultó con cinco madrinas y cinco padrinos, todos tíos suyos.
Esta mañana, cuando apenas si podía quedarse en la cama —pues ni contar ovejas o pajarillos le sirvió para cerrar las puertas del reino de Morfeo— decidió levantarse a escribir algunas notas en su cuaderno. Había imaginado un paisaje con un río desbocado que inundaba un hermoso valle lleno de rosas y azucenas. Empezó a hacer los dibujos e hizo anotaciones al margen, ya que no podía —nunca lo había hecho— pensar en una sola cosa a la vez. De un momento a otro, las palabras se hicieron más importantes que el gesto de las líneas, y entonces sintió que estaba dibujando con las letras zapatudas que salían del movimiento de su mano. Había aprendido a escribir con la mano derecha después de que se fracturara la izquierda en un juego con un amigo de infancia. Desde entonces, todas las letras le salían zapatudas y con una ortografía caótica. Fue la época en la que se dedicó a dibujar caricaturas y a practicar la escritura especular en dialecto toscano. Fue el tiempo en el que su padre lo descubrió terminando uno de sus cuadros y, asombrado por el enorme talento de su hijo, decidió dejar los pinceles, abandonar su oficio de pintor y dedicarse al comercio. Esta actitud favoreció al niño, pues ese mismo día su padre había hablado con un amigo suyo para que recibiera a su hijo de aprendiz.
Así conoció al Gran Maestro, como supo llamarlo desde el primer día. Su cara ancha y su nariz larga lo sorprendieron tanto como las esculturas de su taller. Lo enterneció la figura de un pequeño niño alado que sostenía en sus manos un delfín, y lo conmovió la gracia del joven David con la cabeza de Goliat orbitando a sus pies. En su imaginación de niño inquieto se preguntaba cómo había podido un mozo de contextura aparentemente tan débil y con una espada tan pequeña cortarle la cabeza al hombre melenudo que ahora mostraba un rostro afligido y lastimero debajo de los pies del pequeño héroe. La sonrisa de David le parecía menos que arrogante, y, sin embargo, las pequeñas hendiduras que formaban la comisura de sus labios denunciaban un aire sereno y perverso. Desde ese día empezó a perder la fe en Dios y a creer más en los hombres.
Las obras de su maestro estimularon la energía que tenía en las manos, pero esta fue contenida por las labores que él le había encomendado. Durante un año entero tendría que estar dedicado a la limpieza de los pinceles y a otras actividades menores propias de un aprendiz de artista. Al inicio esto lo desanimó, pero su mente inquieta siempre buscaba la forma de sembrar el placer en las situaciones más áridas. Así aprendió a conocer las cerdas de los pinceles del Gran Maestro y el punto de inflexión adecuado de las espátulas.
Un día, por accidente, mientras limpiaba uno de los pinceles del maestro, decidió frotar sus cerdas secas, pero todavía con rastros del aceite de la pintura, sobre un papel blanco. Los trazos formados por el pincel con los residuos de pigmento le parecieron suaves, aunque imprecisos, pero a medida que incidía sobre la misma línea difusa trazada en el primer movimiento, esta adquiría el cuerpo del humo, dando así una impresión de tenue profundidad.
Después de cumplir con el año de rigor, su maestro le enseñó todo lo que sabía sobre la escultura, la pintura y el arte de la fundición. El maestro pronto notó que su discípulo no solo aprendía con avidez, sino que, además, lo aventajaba en ingenio. De modo que empezó a delegarle tareas independientes como terminar una pintura, retocar un cuadro antiguo, hacer un vaciado o pulir un molde en yeso.
Al inicio, Leonardo se entretenía mirando las pinturas de su maestro. Fijaba su mirada en la sonrisa, los ojos y los gestos de las manos. Analizaba la composición, la paleta de colores y los trazos. Aprendió a amar la suavidad del amarillo de Nápoles y de los ocres, y comprendió, con el tiempo, la lógica de la gama de los tonos terrosos. Un día se embelesó con el velo de una de las vírgenes, y pronto descubrió la técnica con la que la había ejecutado su maestro. Cuando analizaba los gestos de la boca de un ángel o de una madona, sentía que su maestro era tan metódico como cuando aplicaba la perspectiva. Reconocía la precisión con la que trazaba la línea de horizonte y el punto de fuga, pero sentía todavía un rezago del solapo que le recordaban ciertas pinturas bizantinas que había visto en la iglesia de San Vital de Rávena.
Pronto, al notar que la gracia de sus madonas superaba la de las pinturas de su maestro, decidió abandonar su taller. Y puesto que su preceptor también lo supo, no intentó detenerlo.
Por aquellos días corría la voz de su ingenio. La gente afirmaba que nadie podía igualarlo en el dibujo. Esta época fue gloriosa para su familia, pues todos se ufanaban de ser parientes de un prodigio divino. Un día, un tío suyo refirió el origen de su genialidad. Contó que una hechicera había arrojado una maldición sobre su familia, y que una mujer, que practicaba la magia blanca, al ver la miseria de un hombre al que se le morían todas las esposas con las que se casaba, y que su simiente se multiplicaba y las mujeres agónicas no cesaban de traer hijos a este mundo, se compadeció del hombre y de su familia completa y contrarrestó la maldición. El signo que selló el anatema cayó sobre el hijo menor. Mientras este estaba durmiendo en su cuna, un enorme milano real venido del cielo hizo vuelo estacionario sobre su camita y tocó su cara con la cola. El hombre estaba borracho, pero todos creyeron la historia, pues la contó con tanta convicción, que él mismo, ya sobrio, no cesaba de repetirla.
Sus tías paternas, menos dadas a la imaginación y más amparadas en las leyes divinas y en la moral impuesta por la sociedad, aseguraban que el genio de su ahijado era una bendición del cielo y un regalo para la humanidad. Y que, en eso, lo decían con una afectada modestia, habían contribuido ellas y su familia, quienes lo habían estimulado desde que era un niño.
Aunque en no pocas ocasiones colaboró con su maestro después de haberlo abandonado, llegó un día en que tuvo su propio taller. Así pasó de discípulo a maestro. Su padre le ayudó ...

Índice

  1. Carátula
  2. Portadilla
  3. Portada
  4. Créditos
  5. Epigrafe
  6. Prólogo
  7. Primera Parte
  8. Segunda Parte
  9. Reseña del autor
  10. Colofón
  11. Contracarátula