Manuel
Mira Candel
Periodista
Leyenda negra,
la guerra de los quinientos años
El término «inquisición» se identifica con el de «inquisición española» en todos los países. Como si no hubieran existido las inquisiciones portuguesa, italiana, francesa, ni los atroces consistorios calvinistas, ni los sanguinarios jueces populares anticatólicos en la Inglaterra isabelina. A veces da la impresión de que el único país que expulsó a los judíos es España, cuando mucho antes lo hicieron Francia e Inglaterra.
Pedro Anciles es un oficial republicano que huye de España al finalizar la Guerra Civil y se alista en el ejército de Sudáfrica que combate en Egipto contra el Africa Korps de Rommel. Naturalmente, es un personaje de ficción en la novela Madre Tierra. Pedro Anciles, atormentado y proclive al suicidio, llega a decir en un momento del relato que la Guerra Civil española no empezó en 1936, sino en 1492. Se lo dijo a un periodista americano que no daba crédito a lo que escuchaba.
Brenan, autor de El laberinto español, supo expresar en un solo pensamiento su fascinación por el país al que amó apasionadamente: la mayor aportación de los sabios españoles a la humanidad fue el descubrimiento de la circulación de la sangre; lo hizo Miguel Servet y murió en la hoguera por hereje.
Sobre un hipotético escenario de ficción, nos imaginaríamos a este personaje con la mirada iluminada de los locos, o fanatizado por el ardor de un revolucionario para quien la vida es un combate interminable.
Mientras me recreo en esa imagen, me alumbra el recuerdo del británico Gerald Brenan, que se pasó media vida en las Alpujarras granadinas. Se encerró entre montañas y convivió con gente humilde para conocer el alma de España.
Brenan, autor de El laberinto español, supo expresar en un solo pensamiento su fascinación por el país al que amó apasionadamente: la mayor aportación de los sabios españoles a la humanidad fue el descubrimiento de la circulación de la sangre; lo hizo Miguel Servet y murió en la hoguera por hereje. Ni el bueno de don Geraldo pudo sustraerse a la idea de que, en el mejor de los casos, la sangre es la expresión más genuina de lo hispano.
Sin embargo, uno de los hombres que mejor conoce la historiografía española, Stanley G. Payne, describe que, cuando llegó por primera vez a España, en octubre de 1958, los primeros meses los dedicó a observar a los españoles «a fin de determinar si de verdad eran tan apasionados, violentos y fanáticos» (también él había respirado la atmósfera de la leyenda negra). Tras el examen, llegó a la conclusión de que, si bien tenían sus peculiaridades, «como cualquier otro pueblo», los españoles eran «fundamentalmente gente normal».
El prestigioso historiador e hispanista [Stanley G. Payne] nos transporta a un mundo difícilmente imaginable cuando escribe lo siguiente en su prefacio de En defensa de España: «Ningún otro país tiene una historia tan rica en sus imágenes ni tan abundante en conceptos, mitos y leyendas».
Se me antoja pensar que tal obviedad, esa verdad axiomática sobre nuestra condición de seres humanos normales, es la conclusión a la que nunca quisieron llegar los instigadores de la leyenda negra desde que fuera alentada en las alcantarillas de Nápoles, Ámsterdam o Londres. Las opiniones sobre el origen de ese hedor nauseabundo que perdura en nuestros días están muy divididas. Mientras se dilucida esa cuestión, el hostigamiento prosigue y su carga de toxicidad contamina la buena imagen de España y de los 47 millones de personas, más o menos normales, que la habitan.
Sometidos desde que nacemos a esa fatalidad, resulta complicado mantener la perspectiva de la verdad. Habría que preguntarse qué o quiénes deforman la realidad que para algunos empezó a plasmarse en 1492: si los raíles de la historia, retorcidos por el paso del tiempo; si los propios españoles, empeñados en ahondar en sus miserias; o nuestros enemigos, que existen y sobreviven; algunos siguen cantando en las ceremonias olímpicas de imposición de medallas himnos nacionales que invocan el tormento que les causó nuestra supuesta crueldad. ¿Son, realmente, enemigos?
Solo desde la ficción cabe aceptar la aberración histórica de una guerra de quinientos años, aunque, para delirios bélicos, las treinta y dos guerras en las que participó el coronel Aureliano Buendía. ¿Ficciones? Después de quinientos años, casi nada se ha hecho para eliminar la leyenda negra.
Es admisible que un historiador del cuño de Stanley G. Payne emplee términos «inusitadamente controvertidos» para explicarse el extraordinario submundo de lo que es la historia de España: «Reino bárbaro, decadente, conquista oriental, paraíso multicultural, guerra divina, Reconquista, Inquisición, primer imperio mundial, monarquía paneuropea, decadencia profunda, leyenda negra, país insurreccional, cultura romántica por excelencia, sociedad convulsa y revolucionaria, democracia antifascista única, país fascista especial, pionera de la democracia de consenso...». ¿Se pueden decir más cosas de un solo país?
Esa verdad axiomática sobre nuestra condición de seres humanos normales, es la conclusión a la que nunca quisieron llegar los instigadores de la leyenda negra desde que fuera alentada en las alcantarillas de Nápoles, Ámsterdam o Londres.
El prestigioso historiador e hispanista nos transporta a un mundo difícilmente imaginable cuando escribe lo siguiente en su prefacio de En defensa de España: «Ningún otro país tiene una historia tan rica en sus imágenes ni tan abundante en conceptos, mitos y leyendas». «La historia más exótica de Occidente», apostilla más adelante. Así las cosas, ¿por qué extrañarnos de que un personaje novelesco como Pedro Anciles construya la leyenda de una guerra civil de quinientos años? ¿No es igualmente absurdo saber que el coronel Aureliano Buendía perdió las treinta y dos guerras en las que intervino?
No creo que exagere nuestro admirado Stanley G. Payne con sus dieciocho términos definitorios del concepto España. La fascinación que despierta lo español en el prestigioso catedrático de la Universidad de Wisconsin-Madison subraya la singularidad casi lujuriosa de este país, las paredes de su caverna con pinturas rojas de heridas sin cicatrizar y, al fondo, la presencia de una hoguera inextinguible que lo mismo suministra calor que hiela los músculos del alma.
La leyenda negra no es una guerra, sino una maldición. Un estigma. [...] Ningún otro país la ha sufrido. Ninguno la sufre, solo España.
Antes de 1492, ya se habían tirado los trastos, y de qué manera, Juana la Beltraneja e Isabel I de Castilla en lo que para algunos analistas es la primera guerra civil previa a la unidad política de los territorios germinales de España. Y después, la «guerra civil» de los comuneros de Castilla, y la de los segadors en Cataluña, y la terrible Guerra de Sucesión de principios del XVIII, considerada por algunos «la primera guerra mundial»: los aspirantes Borbón y Augsburgo al trono ampliaron sus campos de batalla a todos los continentes y océanos. Y la guerra civil de la Independencia; y las interminables guerras carlistas, y la de 1936, por citar las más conocidas. Ciertamente, una hoguera inextinguible de violencia. La sangre de la que hablaba don Geraldo.
La leyenda negra no es una guerra, sino una maldición. Un estigma. La guerra que solo se percibe en el corazón helado por el asombro ante la injusticia. La calumnia que empapa de oscuridad el tejido de la historia de una nación y lo transforma en un campo minado de sospechas. Ningún otro país la ha sufrido. Ninguno la sufre, solo España. Cuando desde Francia a Japón, desde Canadá a China, desde Chile a Australia, alguien habla de leyenda negra está hablando de España.
Habría que preguntarse qué sería de este país sin ese estigma, sin el laberinto plagado de espejos cóncavos que deforman el físico de quienes se horrorizan al observarse. Durante quinientos años, los españoles nos hemos estado observando en esos espejos rotos por ingleses, holandeses, franceses, italianos, alemanes, hasta sentir repulsión por la deformidad que despiden.
Algunos, por no decir muchos, de los problemas culturales, sociales y políticos de la sociedad española en la actualidad han sido lastrados por la herencia envenenada de la mala imagen que ha creado en el país una especie de subconsciente colectivo de complejo de inferioridad. A veces se manifiesta en circunstancias irrelevantes; parece que no está, pero existe. Así, la joven americana de una famosa serie de televisión se encara con agresividad a su padre: «Pareces la Inquisición española», le dice, lo insulta, en versión original, mientras el texto del doblaje elimina el adjetivo «española».
El término «inquisición» se identifica con el de «inquisición española» en todos los países. Como si no hubieran existido las inquisiciones portuguesa, italiana o francesa, ni los atroces consistorios calvinistas, ni los sanguinarios jueces populares anticatólicos en la Inglaterra isabelina. A veces da la impresión de que el único país que expulsó a los judíos es España, cuando mucho antes lo hicieron Francia e Inglaterra. Y causa consternación que no se reconozca, o no se reconozca lo suficiente, el inmenso legado cultural y de fraternidad del pueblo sefardí hacia España, sustanciado en instituciones, fundaciones, asociaciones, cátedras y universidades que velan por la supervivencia de esa hermandad. ¡No somos tan malos como parecemos! Uno de los momentos más cálidos y entrañables de mi vida fue el encuentro que mantuve, en un hotel de Tesalónica, Grecia, con Renha Molho, una de las más eximias investigadoras del legado histórico sefardí: «Q...