El enigma del mal
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Luis Seguí

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El enigma del mal

Luis Seguí

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Esta obra se ocupa del mal y de la condición humana, en concreto del mal que nos constituye y con el que convivimos, el mal que refleja nuestra ruindad y bajeza. Esa es la impresión que le queda a uno después de leerlo y ver desfilar por sus páginas a algunos de nuestros congéneres, protagonistas de lances de los que revuelven las tripas. Quizá no haya que ir tan lejos ni aludir a esos monstruos morales, a los malvados que dan repelús y causan escalofríos. Porque el mal no solo está fuera, en los otros, sino dentro, en cada uno de nosotros. El mal no es una abstracción. José María Álvarez (autor del prólogo)

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Información

Año
2017
ISBN
9786071651181
PRIMERA PARTE

MIRADAS
1. LA PREGUNTA SOBRE EL MAL
«... hay una potencia y un enigma del mal que se puede situar
en el corazón mismo del fenómeno humano
y que poseen una consistencia propia más allá
de toda manifestación empírica».
Bernard SICHÈRE
«Aquello de lo que se trata en El malestar en la cultura
es de repensar seriamente el problema del mal,
percatándose de que el mismo sufre una modificación
fundamental por la ausencia de Dios».
Jacques LACAN
I
El interrogante acerca del origen y la naturaleza del mal es una cuestión a la que han intentado dar respuesta las más diversas corrientes filosóficas, tanto religiosas como laicas, desde el principio de los tiempos. Entendiendo por principio de los tiempos el momento a partir del cual el animal humano se convirtió en un sujeto, es decir, en un ser hablante, sexuado y mortal, e independientemente de la menor o mayor sutileza y profundidad con la que fuera capaz de abordar lo que habitualmente se denomina el enigma del mal. La dificultad, más allá de lo puramente conceptual, de encontrar una causa eficiente para explicar la emergencia del mal como intrínseca de la condición humana, suele conducir a poner el acento en las muy diversas formas que el mal asume al ponerse en acto. De este modo, la maldad o, si se quiere, los actos malvados ejecutados por el Otro y las correspondientes descripciones fenoménicas -que incluyen tanto el hecho como a sus protagonistas- pasan a ocupar el lugar preeminente, desplazando o directamente soslayando la preocupación por el origen del mal en sí. Obviamente, resulta más sencillo y por lo tanto más tentador desde un punto de vista mediático, exponer una suerte de inventario de maldades consumadas -para lo que la simple lectura de las páginas de sucesos de los periódicos, los telediarios y ciertos programas sensacionalistas proveen de abundante material actualizado- que adentrarse en un terreno tan proceloso como el de indagar en las profundidades abisales del origen, eludiendo obviedades tales como afirmar que el Mal es... lo contrario del Bien. El problema del mal o, si se quiere, del Mal, puede estudiarse desde distintos puntos de vista: psicológico, sociológico, histórico y filosófico, y también desde el psicoanálisis, que nunca ha pretendido ser una teoría filosófica ni una cosmovisión, pero que tiene mucho que decir sobre el sujeto. Las teorías filosóficas sobre el mal son muchas y muy variadas. ¿Es el mal un problema exclusivamente de índole moral, o hay un mal metafísico? ¿Tiene el mal una entidad propia, real, integrada por una multiplicidad de males particulares, o es solo un valor -o disvalor, valor negativo-, y por lo tanto sujeto a interpretaciones relativistas? ¿Es el mal una entidad negativa opuesta radicalmente a otra, el Bien, como sostienen las doctrinas dualistas más conocidas, el zoroastrismo o el maniqueísmo? ¿O está el mal indisolublemente unido al ser, lo que para ciertas doctrinas sería una manifestación de pobreza ontológica, y para otras simplemente un real ante el que el sujeto ha de posicionarse como responsable? ¿Es posible desentrañar el misterio de iniquidad en el que anida el mal?
Sin duda, los antepasados del hombre sabían diferenciar muy bien y sin necesidad de ninguna teoría -que ciertamente aún no estaban en condiciones siquiera de imaginar- las propiedades de lo malo, en tanto podían identificarlas con las consecuencias que para su vida cotidiana tenían ciertos fenómenos, fueran de origen natural o generados por la actitud hostil de sus semejantes, de lo bueno. Era malo todo aquello que atentara contra su precaria supervivencia, y bueno lo que favoreciera la continuidad de la vida. Estas páginas están dedicadas principal -aunque no exclusivamente- a las formas activas del mal, las agresiones, la violencia, la crueldad y la destrucción resultantes de los actos de otros hombres; las formas pasivas, que responden a contingencias de orden accidental o involuntario son objeto de atención, pero fundamentalmente con relación a las reacciones que provocan en quienes padecen las consecuencias, que frecuentemente generan otros males. Sigmund Freud hace un repaso en Tótem y tabú de los recursos de los que se sirvieron los primeros agrupamientos humanos para intentar alejar de sí el mal y sus consecuencias: el animismo, los sacrificios ofrecidos al tótem, la hechicería, la magia, la religión en suma, instrumentos todos para combatir a los malos espíritus y los poderes malignos cuya naturaleza no podían desentrañar. Si no es posible localizar el momento histórico en el que las vivencias de lo malo y de lo bueno pasaron a convertirse en conceptos -y a ser pensados como tales-, es igualmente complicado pretender determinar en qué etapa del desarrollo humano surgió el sentimiento de lo justo, y su reverso, lo injusto, al tiempo de valorar el comportamiento de los miembros del grupo. El paso gigantesco que representó el abandono del estado de naturaleza y la emergencia de la cultura se caracterizó, entre otras novedades, por la circunstancia de que las situaciones a las que se enfrentaban de hecho los antepasados del hombre -los conflictos y luchas derivados de la guerra continua por la supervivencia-, adquirieron nuevos significados. Acaso en los comienzos la invención del derecho fue tal vez el principal recurso puesto en práctica por los hombres para intentar combatir el mal y sus nocivos efectos, tanto si el perjuicio afectaba a un individuo del grupo como al conjunto de la comunidad. Thomas Hobbes describió gráficamente con el axioma homo homini lupus -el hombre es un lobo para el hombre- el contexto salvaje previo al nacimiento de una vida propiamente social, regida por unos pactos que aun siendo extremadamente lábiles conformaron el primer derecho. El llamado pactum societatis llegó cuando los hombres acordaron convivir sin asesinarse recíprocamente; y después de comprobar que asociados estaban en mejores condiciones para enfrentarse tanto a las amenazas de la naturaleza como a las provenientes de otros hombres, se sometieron, mediante el pactum subjectionis, a una autoridad a la que invistieron del poder de aplicar la ley y ejecutar los castigos a los transgresores. Jacques Lacan se refiere a ese sometimiento -a medias voluntario, a medias forzado- preguntándose qué llevó a los sujetos a ser capturados por el discurso de la ley, «que le es ajeno, y con el que, como animal, nada tiene que ver»,1 aludiendo al mito freudiano del asesinato del padre; ese crimen primordial sería el origen de la ley, un pacto entre los hermanos parricidas, que condenó a las siguientes generaciones -hasta hoy- a comparecer como culpables para responder por esa deuda simbólica que, como sostiene Lacan, no cesa de pagar más y más en su neurosis.
El constructo de Freud, por el que el asesinato del padre y el subsiguiente pacto fraterno aparecen como una hipótesis de la emergencia de la ley, es una más entre las teorías contractualistas que coinciden en cifrar el origen de la organización social, del poder y del derecho en una suerte de pacto no escrito cuya existencia puede presumirse, aunque sea de imposible localización en términos históricos. La diferencia sustancial entre el mito freudiano y las teorías desplegadas por otros autores como Althusius, Hobbes, Spinoza, Pufendorf, Locke, Kant y más recientemente John Rawls, es que la teoría de Freud tiene un alcance mucho mayor por las consecuencias que extrae del mito y en las que insistirá una y otra vez. «En Tótem y tabú he intentado mostrar el camino que llevó -escribirá en 1930- desde esta familia (primordial) hasta el siguiente grado de la convivencia, en la forma de las alianzas de hermanos [...] Los preceptos del tabú fueron el primer derecho».2 En efecto, lo que Freud descubre y sobre lo que insistirá una y otra vez a lo largo de su obra es que la ley tiene dos vertientes, la del derecho positivo, y esa otra no escrita por la que los sujetos -al decir de Lacan- se castigan sin descanso en nombre de una deuda simbólica. Se trata, ni más ni menos, del precio que cada sujeto debe pagar a cambio de una renuncia a las pulsiones asesinas e incestuosas, y que no es otro que la adscripción a un malestar imposible de eludir. O dicho de otro modo, el malestar generado por la conflictiva relación del sujeto con la ley deriva de la existencia misma de esa ley, que se le impone de un lado como un fenómeno estructural no regulado por el derecho, y de otro como la encarnación simbólica del discurso del amo. Sin duda, algo debió ocurrir en un momento determinado del proceso evolutivo para que -independientemente de que se acepte como hipótesis de trabajo el asesinato del padre por los hermanos y el pacto entre estos- se instaurasen la prohibición del incesto y la de matar al prójimo, y que la transgresión de estas limitaciones estuviera tan severamente castigada. Para Freud esto no tiene más explicación que la vigencia de lo que él mismo definió como lo anímico primitivo, que es imperecedero, y que le lleva a sostener que los hombres de hoy son descendientes de una «larguísima serie de generaciones de asesinos que llevaban el placer de matar, quizás como nosotros mismos, en la masa de la sangre».3
Freud se reconoce claramente hobbesiano cuando escribe que «... el prójimo no es solamente un posible auxiliar y objeto sexual, sino una tentación para satisfacer en él la agresión, explotar su fuerza de trabajo sin resarcirlo, usarlo sexualmente sin su consentimiento, desposeerlo de su patrimonio, humillarlo, infligirle dolores, martirizarlo y asesinarlo».4 Dado que la condición humana no predispone a los sujetos a la contención voluntaria de sus instintos, la emergencia de la ley como límite al goce y a la prepotencia de lo real es requisito imprescindible para asegurar la convivencia social. Y aun cuando el transcurso del proceso llamado civilizatorio ha creado la ilusión de que al menos una buena parte de las sociedades humanas ha hecho suyos unos principios morales que sus miembros asumen y respetan voluntariamente -Freud lo denominaría el superyó cultural-, no se trata más que de eso, de una ilusión.
II
«En realidad no hay desarraigo alguno de la maldad».5 Esta contundente afirmación de Freud corresponde al texto De guerra y muerte. Temas de actualidad, escrito en 1915, en mitad de lo que entonces se llamó la Gran Guerra, y evidencia una convicción acerca del carácter ontológico del mal que sostendrá durante el resto de su vida, aunque al tiempo de redactar este artículo no había desarrollado completamente aún su teoría sobre la pulsión de destrucción. Si en términos generales reitera en este texto la tesis expuesta en Tótem y tabú en cuanto a la prepotencia de las pulsiones homicidas e incestuosas y la dificultad para someterlas, la irrupción del conflicto bélico acentuó en él la severa opinión que tenía de la condición humana. El artículo consta de dos ensayos, titulados respectivamente La desilusión provocada por la guerra y Nuestra actitud ante la muerte, correspondiendo este último a la conferencia que él mismo pronunciara en la sociedad cultural hebrea B’nai B’rith a comienzos de ese mismo año 1915 en Viena. Ambos ensayos son de una extraordinaria riqueza teórica y conceptual en relación con la cuestión del mal, y bastante reveladores de lo que podría denominarse la ideología que animaba las opiniones políticas -y los prejuicios- de Sigmund Freud en esa época. En él confluían la creencia en la razón propia de un hijo de la Ilustración y los descubrimientos que iba haciendo en el campo de lo que aún se denominaba metapsicología, hallazgos que ponían en cuestión no solo el racionalismo y el historicismo, con su fe en el progreso indefinido, sino muy en particular cualquier concepción idealizada del sujeto. Como señalarían Max Horkheimer y Theodor Adorno, el pecado original de la Ilustración consistía en que a la voluntad de dominio sobre la naturaleza se asociaba la tentación del dominio sobre los hombres, y de semejante tentación dominadora no podía sino emerger el racismo, la xenofobia y el colonialismo. Y si las luces de la razón ilustrada no alcanzaron a cegar por completo al inventor del psicoanálisis, también hay que destacar que el texto en su conjunto muestra a un Freud presa de sentimientos encontrados, ante un conflicto que pone a prueba su lucidez intelectual frente a una auténtica marea de fervor belicista, alimentado por el nacionalismo austrogermano.
En la primera parte del texto, al aludir a la decepción provocada por el estallido de la guerra, escribe Freud que «el ciudadano particular puede comprobar con horror [...] algo que en ocasiones había creído entrever en las épocas de paz: que el Estado prohíbe al individuo recurrir a la injusticia, no porque quiera eliminarla, sino porque pretende monopolizarla».6 Además de la profunda amargura que le embarga al comprobar el retroceso de la civilización ante el despliegue de la pulsión de muerte en estado puro, Freud se muestra convencido de la superioridad de la raza blanca y, en particular, del papel de «las grandes naciones dominadoras del mundo y en las que ha recaído la conducción del género humano»,7 aunque muy a su pesar debe reconocer que incluso la que cons...

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