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La razón populista
This book is available to read until 19º abril, 2026
- 312 páginas
- Spanish
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La razón populista
Descripción del libro
El populismo, práctica política históricamente desdeñada, es pensado en este libro como una lógica social y como un modo de construir lo político desde un enfoque que se aleja del punto de vista sociológico. El autor, con base en el posestructuralismo y en la teoría lacaniana, analiza el populismo estadunidense, el kemalismo turco y el peronismo de la resistencia, y aporta una nueva dimensión al análisis de la lucha hegemónica y de la formación de las identidades sociales, fundamentales para comprender los triunfos y fracasos de los movimientos populares.
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Información
Categoría
Social SciencesCategoría
SociologyII. LA CONSTRUCCIÓN DEL PUEBLO
4. EL PUEBLO Y LA PRODUCCIÓN DISCURSIVA DEL VACÍO
ALGUNOS ATISBOS ONTOLÓGICOS
Retornemos, por un momento, al final del primer capítulo. Allí sugerimos que una de las posibles formas de abordar el populismo sería tomar en su sentido literal algunos de los calificativos peyorativos que se le han asignado y mostrar que ellos sólo pueden mantenerse si uno acepta como punto de partida del análisis una serie de supuestos altamente cuestionables. Los dos presupuestos peyorativos a los cuales nos referimos son: (1) que el populismo es vago e indeterminado tanto en el público al que se dirige y en su discurso, como en sus postulados políticos; (2) que el populismo es mera retórica. Frente a esto opusimos una posibilidad diferente: (1) que la vaguedad y la indeterminación no constituyen defectos de un discurso sobre la realidad social, sino que, en ciertas circunstancias, están inscriptas en la realidad social como tal; (2) que la retórica no es algo epifenoménico respecto de una estructura conceptual autodefinida, ya que ninguna estructura conceptual encuentra su cohesión interna sin apelar a recursos retóricos. Si esto fuera así, la conclusión sería que el populismo es la vía real para comprender algo relativo a la constitución ontológica de lo político como tal. Esto es lo que trataremos de probar en este capítulo. Sin embargo, primero es necesario hacer explícitos algunos supuestos ontológicos generales que guiarán el análisis. En otros trabajos hemos explorado estos aspectos de manera preliminar,[1] por lo que aquí sólo resumiremos las conclusiones principales y sólo en tanto sean relevantes para la argumentación de este libro.
Existen tres conjuntos de categorías que son centrales para nuestro enfoque teórico:
1. Discurso. El discurso constituye el terreno primario de constitución de la objetividad como tal. Por discurso no entendemos algo esencialmente restringido a las áreas del habla y la escritura, como hemos aclarado varias veces, sino un complejo de elementos en el cual las relaciones juegan un rol constitutivo. Esto significa que esos elementos no son preexistentes al complejo relacional, sino que se constituyen a través de él. Por lo tanto, “relación” y “objetividad” son sinónimos. Saussure afirma que en el lenguaje no existen términos positivos, sino sólo diferencias: algo es lo que es sólo a través de sus relaciones diferenciales con algo diferente. Y lo que es cierto del lenguaje concebido en sentido estricto, también es cierto de cualquier elemento significativo (es decir, objetivo): una acción es lo que es sólo a través de sus diferencias con otras acciones posibles y con otros elementos significativos –palabras o acciones– que pueden ser sucesivos o simultáneos. Los tipos de relación que pueden existir entre estos elementos significativos son sólo dos: la combinación y la sustitución. Una vez que las escuelas de Copenhague y Praga radicalizaron el formalismo lingüístico, fue posible ir más allá de la restricción saussuriana a las sustancias fónica y conceptual, y desarrollar la totalidad de las implicancias ontológicas que se derivan de este progreso fundamental: toda referencia lingüística puramente regional fue, en gran medida, abandonada.
Dada la centralidad que recibe la categoría de “relación” en nuestro análisis, queda claro que nuestro horizonte teórico difiere de otros enfoques contemporáneos. Por ejemplo, Alain Badiou concibe a la teoría de los conjuntos como el terreno de una ontología fundamental. Sin embargo, dada la centralidad de la noción de extensionalidad en la teoría de los conjuntos, la categoría de relación sólo puede jugar, en el mejor de los casos, un rol marginal. Pero también en diversos enfoques holísticos hallamos algo incompatible en última instancia con nuestra perspectiva. El funcionalismo, por ejemplo, tiene una concepción relacional de la totalidad social, pero aquí las relaciones están subordinadas a la función y, de esta manera, reintegradas teleológicamente a un todo estructural que constituye algo necesariamente previo y más que lo dado en las articulaciones diferenciales. Incluso en la perspectiva estructuralista clásica, como la de Lévi-Strauss –de la cual la teleología está sin duda ausente–, el todo alcanza su unidad en algo distinto del juego de las diferencias, es decir, en las categorías básicas de la mente humana, que reducen toda variación a una combinatoria de elementos dominada por un conjunto subyacente de oposiciones. En nuestra perspectiva no existe un más allá del juego de las diferencias, ningún fundamento que privilegie a priori algunos elementos del todo por encima de los otros. Cualquiera que sea la centralidad adquirida por un elemento, debe ser explicada por el juego de las diferencias como tal. La manera como sea explicada nos conduce al segundo conjunto de categorías.
2. Significantes vacíos y hegemonía. Voy a presentar estas categorías de la manera más somera, ya que tendremos que volver sobre ellas varias veces en este capítulo. Una versión más detallada del argumento teórico puede hallarse en mi artículo “¿Por qué los significantes vacíos son importantes para la política?”.[2] Nuestra doble tarea es la siguiente: (a) dado que estamos tratando con identidades puramente diferenciales, debemos, en cierta forma, determinar el todo dentro del cual esas identidades, como diferentes, se constituyen (el problema, obviamente, no surgiría si estuviéramos tratando con identidades positivas, sólo relacionadas externamente); (b) como no estamos postulando ningún centro estructural necesario, dotado de una capacidad a priori de “determinación en última instancia”, cualesquiera que sean los efectos “centralizadores” que logren constituir un horizonte totalizador precario, deben proceder a partir de la interacción de las propias diferencias. ¿Cómo es esto posible? En el artículo mencionado antes presenté un argumento estructurado en varios pasos. Primero, si tenemos un conjunto puramente diferencial, la totalidad debe estar presente en cada acto individual de significación; por lo tanto, la totalidad es la condición de la significación como tal. Pero en segundo lugar, para aprehender conceptualmente esa totalidad, debemos aprehender sus límites, es decir, debemos distinguirla de algo diferente de sí misma. Esto diferente, sin embargo, sólo puede ser otra diferencia, y como estamos tratando con una totalidad que abarca todas las diferencias, esta otra diferencia –que provee el exterior que nos permite constituir la totalidad– sería interna y no externa a esta última, por lo tanto, no sería apta para el trabajo totalizador. Entonces, en tercer lugar, la única posibilidad de tener un verdadero exterior sería que el exterior no fuera simplemente un elemento más, neutral, sino el resultado de una exclusión, de algo que la totalidad expele de sí misma a fin de constituirse (para dar un ejemplo político: es mediante la demonización de un sector de la población que una sociedad alcanza un sentido de su propia cohesión). Sin embargo, esto crea un nuevo problema: con respecto al elemento excluido, todas las otras diferencias son equivalentes entre sí –equivalentes en su rechazo común a la identidad excluida–. (Como vimos, ésta es una de las posibilidades de la formación del grupo que plantea Freud: el rasgo común que hace posible la mutua identificación entre los miembros es la hostilidad común hacia algo o alguien.) Pero la equivalencia es precisamente lo que subvierte la diferencia, de manera que toda identidad es construida dentro de esta tensión entre la lógica de la diferencia y la lógica de la equivalencia. Cuarto, esto significa que en el locus de la totalidad hallamos tan sólo esta tensión. Lo que tenemos, en última instancia, es una totalidad fallida, el sitio de una plenitud inalcanzable. La totalidad constituye un objeto que es a la vez imposible y necesario. Imposible porque la tensión entre equivalencia y diferencia es, en última instancia, insuperable; necesario porque sin algún tipo de cierre, por más precario que fuera, no habría ninguna significación ni identidad. Sin embargo, en quinto lugar, lo que hemos mostrado es sólo que no existen medios conceptuales para aprehender totalmente a ese objeto. Pero la representación es más amplia que la comprensión conceptual. Lo que permanece es la necesidad de este objeto imposible de acceder de alguna manera al campo de la representación. No obstante, la representación tiene, como sus únicos medios posibles, las diferencias particulares. El argumento que he desarrollado es que, en este punto, existe la posibilidad de que una diferencia, sin dejar de ser particular, asuma la representación de una totalidad inconmensurable. De esta manera, su cuerpo está dividido entre la particularidad que ella aún es y la significación más universal de la que es portadora. Esta operación por la que una particularidad asume una significación universal inconmensurable consigo misma es lo que denominamos hegemonía. Y dado que esta totalidad o universalidad encarnada es, como hemos visto, un objeto imposible, la identidad hegemónica pasa a ser algo del orden del significante vacío, transformando a su propia particularidad en el cuerpo que encarna una totalidad inalcanzable. Con esto debería quedar claro que la categoría de totalidad no puede ser erradicada, pero que, como una totalidad fallida, constituye un horizonte y no un fundamento. Si la sociedad estuviera unificada por un contenido óntico determinado –determinación en última instancia por la economía, el espíritu del pueblo, la coherencia sistémica, etcétera–, la totalidad podría ser directamente representada en un nivel estrictamente conceptual. Como éste no es el caso, una totalización hegemónica requiere una investidura radical –es decir, no determinable a priori– y esto implica involucrarse en juegos de significación muy diferentes de la aprehensión conceptual pura. Aquí, como veremos, la dimensión afectiva juega un rol central.
3. Retórica. Existe un desplazamiento retórico siempre que un término literal es sustituido por otro figurativo. Comencemos señalando un aspecto de la retórica que es muy relevante para nuestra discusión previa. Cicerón, al reflexionar sobre el origen de los desplazamientos retóricos,[3] imaginó un estado primitivo de la sociedad en el que había más cosas para ser nombradas que las palabras disponibles en el lenguaje, de modo que era necesario utilizar palabras en más de un sentido, desviándolas de su sentido literal, primordial. Esta escasez de palabras representaba para él, por supuesto, una carencia puramente empírica. Imaginemos, no obstante, que esta carencia no es empírica, que está vinculada con un bloqueo constitutivo del lenguaje que requiere nombrar algo que es esencialmente innombrable como condición de su propio funcionamiento. En ese caso, el lenguaje original no sería literal, sino figurativo, ya que sin dar nombres a lo innombrable no habría lenguaje alguno. En la retórica clásica, un término figurativo que no puede ser sustituido por otro literal se denominó catacresis (por ejemplo, cuando hablamos de “la pata de una silla”). Este argumento puede ser generalizado si aceptamos el hecho de que cualquier distorsión del sentido procede, en su raíz, de la necesidad de expresar algo que el término literal simplemente no transmitiría. En ese sentido, la catacresis es algo más que una figura particular: es el denominador común de la retoricidad como tal. Éste es el punto en el cual podemos vincular este argumento con nuestras observaciones previas sobre hegemonía y significantes vacíos: si el significante vacío surge de la necesidad de nombrar un objeto que es a la vez imposible y necesario –de ese punto cero de la significación que es, sin embargo, la precondición de cualquier proceso significante–, en ese caso, la operación hegemónica será necesariamente catacrética. Como veremos más adelante, la construcción política del pueblo es, por esta razón, esencialmente catacrética.
Aunque más adelante será necesario decir más sobre la retórica para mostrar los recursos discursivos que intervienen en la producción discursiva del “pueblo”, podemos, por el momento, dejar el asunto aquí. Hay, sin embargo, un último punto al que debemos referirnos. Hemos afirmado que, en una relación hegemónica, una diferencia particular asume la representación de una totalidad que la excede. Esto otorga una clara centralidad a una figura particular dentro del arsenal de la retórica clásica: la sinécdoque (la parte que representa al todo). Y esto también sugiere que la sinécdoque no es sólo un recurso retórico más, que simplemente es agregado a la taxonomía junto a otras figuras como la metáfora o la metonimia, sino que cumple una función ontológica diferente. Aquí no podemos entrar en la discusión de este asunto que, al pertenecer a los fundamentos generales de la clasificación retórica, excede en gran medida el tema de este libro. Mencionemos simplemente al pasar que las clasificaciones de la retórica han sido ancillares para las categorías de la ontología clásica, y que el cuestionamiento de esta última no puede dejar de tener importantes consecuencias para los principios de las primeras.
Con esto tenemos la mayor parte de las precondiciones necesarias para empezar nuestra discusión sobre populismo.
DEMANDAS E IDENTIDADES POPULARES
Debemos tomar aquí una primera decisión: ¿cuál va a ser nuestra unidad de análisis mínima? Todo gira en torno de la respuesta que demos a esta pregunta. Podemos decidir tomar como unidad mínima al grupo como tal, en cuyo caso vamos concebir al populismo como la ideología o el tipo de movilización de un grupo ya constituido –es decir, como la expresión (el epifenómeno) de una realidad social diferente de esa expresión–; o podemos concebir al populismo como una de las formas de constituir la propia unidad del grupo. Si optamos por la primera alternativa, nos enfrentamos de inmediato con todas las dificultades que describimos en nuestro primer capítulo. Si elegimos, como pienso que debemos, la segunda, debemos también aceptar sus implicaciones: “el pueblo” no constituye una expresión ideológica, sino una relación real entre agentes sociales. En otros términos, es una forma de constituir la unidad del grupo. No es, obviamente, la única forma de hacerlo; hay otras lógicas que operan dentro de lo social y que hacen posibles tipos de identidad diferentes de la populista. Por consiguiente, si queremos determinar la especificidad de una práctica articulatoria populista, debemos identificar unidades más pequeñas que el grupo para establecer el tipo de unidad al que el populismo da lugar.
La unidad más pequeña por la cual comenzaremos corresponde a la categoría de “demanda social”. Como señalé en otra parte,[4] en inglés el término demand es ambiguo: puede significar una petición, pero también puede significar tener un reclamo (como en “demandar una explicación [demanding an explanation] ). Sin embargo, esta ambigüedad en el significado es útil para nuestros propósitos, ya que es en la transición de la petición al reclamo donde vamos a hallar uno de los primeros rasgos definitorios del populismo.
Veamos un ejemplo de cómo surgen demandas aisladas y cómo comienzan su proceso de articulación. El ejemplo, aunque imaginario, se corresponde en buena medida con una situación ampliamente experimentada en países del Tercer Mundo. Pensemos en una gran masa de migrantes agrarios que se ha establecido en las villas miseria ubicadas en las afueras de una ciudad industrial en desarrollo. Surgen problemas de vivienda, y el grupo de personas afectadas pide a las autoridades locales algún tipo de solución. Aquí tenemos una demanda que, inicialmente tal vez sea sólo una petición. Si la demanda es satisfecha, allí termina el problema; pero si no lo es, la gente puede comenzar a percibir que los vecinos tienen otras demandas igualmente insatisfechas –problemas de agua, salud, educación, etcétera–. Si la situación permanece igual por un determinado tiempo, habrá una acumulación de demandas insatisfechas y una creciente incapacidad del sistema institucional para absorberlas de un modo diferencial (cada una de manera separada de las otras) y esto establece entre ellas una relación equivalencial. El resultado fácilmente podría ser, si no es interrumpido por factores externos, el surgimiento de un abismo cada vez mayor que ...
Índice
- PORTADA
- ÍNDICE
- PREFACIO
- I. LA DENIGRACIÓN DE LAS MASAS
- II. LA CONSTRUCCIÓN DEL PUEBLO
- III. VARIACIONES POPULISTAS
- COMENTARIOS FINALES