
- 85 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Vida de César
Descripción del libro
Cayo Julio César es una de las figuras más destacadas en la historia de la humanidad: fue general de un poderoso ejército, historiador participante de los hechos trascendentales de su época e infortunado dictador de la república romana. Plutarco escribió su biografía como complemento y contraste a la Vida de Alejandro Magno.
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Información
Categoría
HistoriaCategoría
Biografías históricasCayo Julio César
No habiendo podido Sila, luego que se apoderó de la autoridad, ni por esperanza ni por miedo, alcanzar de Cornelia, hija de Cina, aquel que realmente fue monarca de Roma, que se divorciase de César, le confiscó la dote. La causa que César tenía para estar en discordia con Sila era su deuda con Mario. Porque con Julia, hermana del padre de César, estaba casado Mario, que tuvo de ella a Mario el joven, primo de César. Habiendo sido al principio pasado en olvido por Sila, a causa del gran número de muertos comprendido en la proscripción, y de sus ocupaciones, él no pudo estarse quieto sino que se presentó al pueblo pidiendo el sacerdocio cuando todavía era joven, y Sila, obrando contra su pretensión, pudo proporcionar que se le desairase. Consultaba luego sobre quitarle de en medio, y como algunos le dijeron que no tenía razón en querer acabar con un joven como aquél, les replicó que ellos eran los que estaban fuera de juicio, si no veían en aquel joven muchos Marios. Habiendo llegado esta expresión a los oídos de César, se ocultó por largo tiempo, andando errante en el país de los sabinos; y después, en ocasión en que por hallarse enfermo lo conducían de una casa en otra, dio de noche en manos de los soldados de Sila, que recorrían el país para recoger a los refugiados. Del caudillo que los mandaba, que era Cornelio, recabó por dos talentos que lo dejase y, bajando en seguida al mar, se dirigió a la Bitinia cerca del rey Nicomedes, a cuyo lado se mantuvo largo tiempo; y cuando regresaba fue apresado junto a la isla Farmacusa por los piratas, que ya entonces infestaban el mar con grandes escuadras e inmenso número de buques.
Lo primero que en este incidente hubo de notable fue que pidiéndole los piratas veinte talentos por su rescate, se echó a reír, como que no sabían quién era el cautivo, y voluntariamente se obligó a darles cincuenta. Después, habiendo enviado a todos los demás de su comitiva, unos a una parte y otros a otra, para recoger el dinero, llegó a quedarse entre unos pérfidos piratas de Cilicia con un solo amigo y dos criados; y, sin embargo, los trataba con tal desdén, que cuando se iba a recoger les mandaba a decir que no hicieran ruido. Treinta y ocho días fueron los que estuvo más bien guardado que preso por ellos; en los cuales se entretuvo y ejercitó con la mayor serenidad; y dedicado a componer algunos discursos, teníalos por oyentes, tratándolos de ignorantes y bárbaros cuando no aplaudían; y muchas veces les amenazó entre burlas y veras con que los había de colgar, de lo que se reían, teniendo a sencillez y muchachada aquella franqueza. Luego que de Mileto le trajeron el rescate, y por su entrega fue puesto en libertad, equipó al punto algunas embarcaciones en el puerto de los milesios y se dirigió contra los piratas, a los que sorprendió anclados todavía en la isla y se apoderó de la mayor parte de ellos. El dinero que les aprehendió lo declaró legítima presa; y poniendo a las personas en prisión en Pérgamo, se fue en busca de Junio, que era quien mandaba en el Asia, porque a éste le competía castigar a los apresados; pero como Junio pusiese la vista en el caudal, que no era poco, y respecto de los cautivos le dijese que ya vería cuando estuviese de vagar, no haciendo cuenta de él, se restituyó a Pérgamo, y reuniendo en un punto todos aquellos bandidos, los puso en un palo, como muchas veces en chanza se lo había prometido en la isla.
Habiendo empezado en este tiempo a decaer el poder de Sila y llamándole sus deudos, se dirigió antes a Rodas a la escuela de Apolonio Molón, de quien también Cicerón era discípulo; hombre que tenía opinión de probidad y enseñaba públicamente. Dícese que César tenía la mejor disposición para la elocuencia civil y que no le faltaba la aplicación correspondiente, de manera que en este estudio tenía sin disputa el segundo lugar, dejando a otros en él la primicia, por el deseo de tenerla en la autoridad y en las armas; así que, dándose con más ardor a la milicia y a las artes del gobierno, por las que al fin alcanzó el imperio, sólo por esta causa no llegó en la facultad de bien decir a la perfección a que podía aspirar por su ingenio; y él mismo más adelante pedía en su respuesta contradictoria al Catón de Cicerón que no se hiciese cotejo en cuanto a la elegancia entre el discurso de un militar y el de un orador excelente que escribía con la mayor diligencia y esmero.
Vuelto a Roma puso en juicio a Dolabela por vejaciones ejecutadas en la provincia, acerca de las que dieron testimonio muchas ciudades de la Grecia, mas con todo Dolabela fue absuelto; y César, para mostrar su agradecimiento a aquella nación, tomó su defensa en la causa que sobre soborno seguía contra Publio Antonio ante Marco Lúculo, pretor de la Macedonia, en la que estrechó tanto a Antonio, que tuvo que apelar ante los tribunos de la plebe, pretextando que en la Grecia no contendía con griegos con igual derecho. En Roma fue grande el favor y aplauso que se granjeó por su elocuencia en las defensas, y grande el amor del pueblo por su afabilidad y dulzura en el trato, mostrándose condescendiente fuera de lo que exigía su edad. Tenía además cierto ascendiente, que los banquetes, la mesa y el esplendor en todo lo relativo a su tenor de vida iban aumentando de día en día y disponiéndole para el gobierno. Miráronle algunos desde luego con displicencia y envidia; pero en cierta manera lo despreciaron, persuadidos de que, faltando el cebo para los gastos, no llegaría a tomar cuerpo, y dejaron que se fortaleciese; pero cuando ya era tarde advirtieron cuánto había crecido y cuán difícil les era contrarrestarle, sin embargo de que veían que se encaminaba al trastorno de la república: teniendo esta nueva prueba de que nunca es tan pequeño el principio de cualquiera empresa, que la continuación no lo haga grande, tomando el no poder después ser detenido del habérsele despreciado. Cicerón, pues, que parece fue el primero que advirtió y temió aquella aparente serenidad para el gobierno, a manera de la del mar, y que en la apacibilidad y alegría del semblante reconoció la crueldad que bajo ellas se ocultaba, decía que en todos los demás intentos y acciones suyas notaba un ánimo tiránico; “pero cuando veo —añadía— aquella cabellera tan cuidadosamente arreglada, y aquel rascarse la cabeza con sólo un dedo, ya no me parece que semejante hombre pueda concebir en su ánimo tan gran maldad, esto es, la usurpación del gobierno”. Pero esto no lo dijo sino más adelante.
La primera demostración de benevolencia que recibió del pueblo fue cuando contendiendo con Cayo Publio sobre la comandancia militar, fue designado el primero y, la segunda y más expresiva todavía cuando habiendo muerto Julia, mujer de Mario, de la que era sobrino, pronunció en la plaza un magnífico discurso en su elogio, y en la pompa fúnebre se atrevió a hacer llevar las imágenes de Mario, vistas entonces por la primera vez después del mando de Sila, habiendo sido los Marios declarados enemigos públicos. Porque como sobre este hecho clamasen algunos contra César, el pueblo les salió al encuentro decididamente, recibiendo con aplausos aquella demos tración, maravillado de que, al cabo de tanto tiempo, restituyera como del otro mundo aquellos honores de Mario a la ciudad. El pronunciar elogios fúnebres de las mujeres ancianas era costumbre patria entre los romanos; pero no estando en uso el elogiar a las jóvenes, el primero que lo ejecutó fue César en la muerte de su mujer, lo que le concilió cierto favor y el amor de la muchedumbre, reputándole, a causa de aquel acto de piedad, por hombre de benigno y compasivo carácter. Después de haber dado sepultura a su mujer partió de cuestor a España con Vetere, uno de los generales, al que tuvo siempre en honor y respeto y a cuyo hijo, siendo él general, nombró cuestor a su vez. Después que volvió de desempeñar aquel cargo, casó por tercera vez con Pompeya, teniendo de Cornelia una hija, que fue la que más adelante casó con Pompeyo el Magno. Como fuese pródigo en sus gastos, parecía que trataba de adquirir a grande costa una gloria efímera y de corta duración, cuando en realidad compraba mucho a costa de poco; así, se dice que antes de obtener magistratura ninguna se había endeudado en mil y trescientos talentos. Encargado después del cuidado de la vía Apia, gastó mucho de su caudal, y como creado edil presentase trescientas y veinte parejas de gladiadores, y en todos los demás festejos y obsequios de teatros, procesiones y banquetes hubiese oscurecido el esmero de los que le habían precedido, tuvo tan aficionado al pueblo, que cada uno discurría nuevos mandos y nuevos honores con qué remunerarle.
Eran dos las facciones que había en la ciudad: la de Sila, que tenía el poder, y la de Mario, que estaba maltratada. Queriendo, pues, suscitarla y promoverla durante el mayor aplauso de su magistratura edilicia, hizo formar secretamente las imágenes de Mario y algunas victorias en actitud de conducir trofeos y, llevándolas de noche al Capitolio, las colocó en él. Los que a la mañana las vieron tan sobresalientes con el oro, y con tanto arte y primor ejecutadas, estando expresados en letra los triunfos alcanzados de los cimbros, se llenaron de temor por el que las había allí puesto, pasmados de su arrojo; y ciertamente que no era difícil de acertar. Difundiéndose pronto la voz, y trayendo a todo el mundo a aquel espectáculo, los unos gritaban que César aspiraba a la tiranía, resucitando unos honores enterrados por las leyes y los senadoconsultos, y que aquello era una prueba para tantear las disposiciones del pueblo, a fin de ver si, ablandado con sus obsequios, le dejaba seguir con tales ensayos y novedades; pero los de la facción de Mario, que de repente se manifestaron en gran número, se alentaban unos a otros, y con su gritería y aplausos confundían el Capitolio. Muchos hubo a quienes al ver la imagen de Mario se les saltaron las lágrimas de gozo, elogiando a César hasta las nubes, y diciendo que él sólo se mostraba digno pariente de Mario. Congregóse sobre estas ocurrencias el Senado y, levantándose Luctacio Catulo, varón de la mayor autoridad entre los romanos, acusó a César, pronunciando aquel dicho tan sabido que César no atacaba ya a la república con minas, sino con máquinas y a fuerza abierta; pero César hizo su defensa, y habiendo logrado convencer al Senado, todavía le acaloraban más sus admiradores y le excitaban a que emprendiera todos sus designios, pues con todo se saldría y a todo se antepondría, teniendo tan de su parte la voluntad del pueblo.
Murió en esto el pontífice máximo Metelo; y aunque se presentaron a pedir esta apetecible dignidad Isáurico y Catulo, varones muy distinguidos y de gran poder en el Senado, no por eso desistió César, sino que, bajando a la plaza, se mostró competidor. Pareció dudosa la contienda, y Catulo, que por su mayor dignidad temía más la incertidumbre del éxito, se valió de personas que persuadieran a César se apartase del intento mediante una grande suma, pero éste respondió que si fuese necesario contender de este modo, tomaría prestada otra mayor. Venido el día, como la madre le acompañase hasta la puerta de casa, no sin derramar algunas lágrimas: “Hoy verás —le dice—, oh madre, a tu hijo o pontífice o desterrado”; y dados los sufragios, no sin grande empeño quedó vencedor, inspirando al Senado y a los primeros ciudadanos un justo recelo de que tendría a su disposición al pueblo para cualquier arrojo. Con este motivo, Pisón y Catulo culpaban a Cicerón de haber andado indulgente con César, cuando en la conjuración de Catilina dio suficiente causa para ser envuelto en ella. Porque Catilina, cuyo proyecto no se limitaba a mudar el gobierno, sino que se extendía a destruir toda autoridad y trastornar completamente la república, impugnado con ligeros indicios, se había salido de la ciudad antes que se hubiese descubierto todo su plan, dejando por sucesores en él dentro de ella a Léntulo y Cetego. Si César les dio o no secretamente algún calor y poder, es cosa que no se pudo averiguar; pero convencidos aquéllos con pruebas irresistibles en el Senado y preguntando el cónsul Cicerón a cada uno su dictamen acerca de la pena, hasta César todos los condenaron a muerte; pero éste, levantándose, pronunció un discurso muy estudiado para persuadir que dar la muerte sin juicio precedente a ciudadanos distinguidos por su dignidad y su linaje no era justo ni conforme a los usos patrios, como no fuese en el último apuro; y que poniéndolos en custodia en las ciudades de Italia que el mismo Cicerón eligiese hasta tanto que Catilina fuese exterminado, después podría el Senado en paz y en reposo determinar acerca de cada uno lo que correspondiese.
Pareció tan arreglado y humano este dictamen y fue pronunciado con tal vehemencia, que no sólo los que votaron después, sino aun muchos de los que habían hablado antes, reformando sus opiniones se pasaron a él, hasta que a Catón y a Catulo les llegó a su vez; porque éstos lo contradijeron con esfuerzo, y dando Catón en su discurso valor y cuerpo a la sospecha contra César, y altercando resueltamente con él, los reos fueron mandados al suplicio, y a César, al salir del Senado, muchos de los jóvenes que hacían la guardia a Cicerón, sacando contra él las espadas, le detuvieron; pero se dice que en aquel tiempo Curión, cubriéndose con la toga, le libertó de sus golpes; y que el mismo Cicerón, habiendo ...
Índice
- Portada
- Presentación
- Cayo Julio César
- Lecturas complementarias