Misericordia
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Misericordia

El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España

  1. 215 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Misericordia

El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España

Descripción del libro

En la presente obra, García de León nos adentra a observar uno de los lados más crueles de la conquista de América, la conquista de los sin tierra, de aquellos que habitaban las regiones del norte de México y el Sur de EUA. Rastreando en los documentos del Archivo de la Nación, el autor dibuja el rostro de un grupo de apaches y su carácter indómito que lucha en un tortuoso recorrido por la supervivencia. La corrupción de los mandos militares, la muerte violenta, el confinamiento y exterminio de una nación indómita se hace patente en esta guerra donde el destino trágico alcanzó no sólo a los vencidos, sino también a sus perseguidores y al imperio ya debilitado que los resguardaba. El autor nos invita a adentrarnos en este momento fugaz y poco contado de la historia.

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Información

Año
2018
ISBN del libro electrónico
9786071654052
Categoría
Historia

IV. BATALLAS EN TIERRA AJENA
La única manera de sobrellevar la desdicha es interpretándola.
Elias Canetti, El suplicio de las moscas

La impaciencia del cazador
El capitán perseguidor Nicolás de Cosío, obsesionado en aquella montería, no sabe con precisión cuántas son las sombras que con tanta tenacidad rastrea. En su cabeza, la imagen de los acechados, en lugar de aclararse se desdibuja al paso de los días escapando a su razón y a su entendimiento. Durante sus insomnios, los bárbaros que persigue aparecen a contraluz, con enormes cornamentas, con espejos y lanzas en las manos; olfateando su llegada y escapando por el desierto, obligando a caracolear sus caballos y saliendo en fuga como siluetas de demonios esparcidos por la llanura, mientras sus guías, desconcertados, no reaccionan ante las circunstancias… En sus quimeras no distingue rostros ni cuerpos precisos sino sólo espectros que se mueven de una parte a otra. Eso le inquieta, pues según su prestigio en el norte, en donde había participado en tantas campañas exitosas contra los bárbaros, alardeaba de conocer todas las estrategias de guerra que ponían en práctica y de distinguir a distancia la nación a la que pertenecía cada guerrero sólo por las figuras y colores marcados sobre su cuerpo…
Pero la búsqueda se precipita y se cristaliza en la bitácora que llevan los oficiales del cabildo de Querétaro para informar al capitán Cosío y al virrey. En ella se le hace saber que “tres presuntos apaches asaltaron a unos arrendatarios mientras descansaban a la sombra de unos árboles del camino”, apenas en las inmediaciones de la ciudad, robándoles sus caballos, algunos cuchillos e hiriendo a una mujer que se resistió al ataque. Informan con detalle que desde un rancho cercano se oyó un disparo seco, hecho por un vecino, y algunos gritos aislados mientras los atacantes desaparecían a gran velocidad internándose de nuevo en el matorral.
Poco después de aquel aviso, dos soldados entran atropelladamente al aposento que le sirve de cuartel y le informan que el 20 de enero una pequeña partida de los gandules en fuga sorprendió en la noche a un grupo de soldados que habían sido enviados como refuerzos de la cacería y que acampaban cerca de Querétaro. Éstos, por el cansancio de la jornada, cayeron en un sueño profundo y el mismo recluta encargado de la guardia terminó por dormirse “presa de un extraño sopor”. Los apaches se habían acercado a su campamento arrastrándose por los matorrales sin ser percibidos, introduciéndose sigilosamente por el monte bajo, deslizándose como las serpientes, estirándose y encogiéndose mientras avanzaban a ras del piso. A la mañana siguiente, los militares advirtieron que habían sido despojados de dos fusiles, unas cuantas balas y una mula; incluso, parte de la comida que traían desapareció de los morrales sin que se hubieran percatado de nada.
—Es así como atacan —masticó Cosío—, roban y luego se esfuman, con habilidades animales para escabullirse, como arena que se disuelve entre los dedos, como peces que se resbalan de las manos una vez atrapados…
Cosío hacía memoria que desde años atrás Bernardo de Gálvez alertaba en su Noticia acerca de la habilidad y destreza con que los apaches ejecutan sus golpes y sus ataques, “y las mañas de que se valen para su logro: embadurnándose el cuerpo y coronándose la cabeza con hierba, de modo que tendidos en el suelo parecen pequeños matorrales”. Decía que “de este modo y arrastrándose con el mayor silencio, se acercan a los destacamentos hasta el punto de reconocer y registrar el cuerpo y la ropa de los soldados que duermen. Y al mismo tiempo que están en esta silenciosa tarea, se comunican recíprocamente por medio de infinita variedad de voces que contrastan exactamente, imitando el canto de las aves nocturnas, como lechuzas o tecolotes, o como el aullido de los coyotes, lobos y otros animales…”
Es hora de partir y Cosío y los suyos montan a toda prisa, pues es necesario llegar a Celaya, hablar con el subdelegado —un hombre instruido, según le advierten—, y organizar allí la movilización de los vecinos, de los conocedores de la región. Algo en que ya se ocupa la autoridad preparando su arribo. Casi al atardecer, han tomado un descanso a la vera de un arroyuelo y sus soldados han desmontado: los guías se reúnen en grupo, separados de los demás, comunicándose en su lengua mientras comen algo que han sacado de un morral. Pero él permanece sobre el caballo con el viejo mosquete sujeto a su espalda, adarga en mano y perdido en sus cavilaciones, tanteando el terreno como lo harían sus baquianos, mientras por su cabeza desfilan órdenes, contraórdenes y ordenanzas de letra abigarrada y pequeña.

La captura del viento
Uno de los destinos del guerrero es saber la caza del venado… Saber leer las marcas de su presa, saber cómo pisa, cómo es su huella y si es macho o es hembra… tienes que conocer al Gran Hermano, advertía el Soñador, mientras sentado al lado del fuego enderezaba los mimbres que servirían para armar las flechas… El resto del grupo escuchaba al arquero con atención y en silencio.
Tienes que saber sus costumbres, saber cómo camina y por dónde dejará su pisada. Te pones junto al agua, junto al arroyo y te agazapas bien, según la dirección en que el viento corra, y que tu cuerpo esté contra la parte posterior del animal para que no alcance a ventearte… Te quedas inmóvil después de haberte quitado todo olor humano, después de haber engrasado tus piernas con la misma grasa del animal, después de guardar abstinencia y ayuno, para que tus teguas te permitan andar en silencio si acaso tengas que caminar por el bosque. Ya oculto en el lugar preciso, pueden pasar muchas horas y tendrás que mantenerte inmóvil. Así estarás unido a la tierra, enterrado, con la tierra encima y la cabeza viendo, junto a un arbusto o con un matorral encima mientras tu cuerpo está hundido en el inframundo. Pasarán muchas horas sin comer y aguantando la sed, mientras las culebras, los alacranes y los ciempiés caminan sobre ti. Si vas a usar las flechas, sostienes el arco con la mano izquierda; para que cuando ataques puedas utilizarla con certeza y dar en el blanco. O bien, cuando lo tengas cerca, cuando se distraiga y mueva la cabeza, lo alcances por detrás y de un solo golpe la doblegas, hasta que el cuello se ablande y deje de tirar patadas que puedan ser mortales, es la razón por la que nunca lo acometerás de frente. Al caer muriendo, el animal todavía conserva su aliento. Entonces te acercas a su boca y le chupas su viento, su aliento vital; y tiene que ser el último viento porque en ese viento lleva la fuerza de su vida y el espectro de su alma. Cuando hayas aspirado y tragado ese aliento, tienes que reverenciar al animal por su valor y ligereza. Es cuando se ejecuta el canto para honrar a la presa, destacando su fuerza y sagacidad, mientras algunos puñados de tabaco se dispersan en las seis direcciones. En ese instante le pones la séptima fracción de tabaco picado junto a la cabeza y le rezas dándole las gracias, para honrarlo, revestirlo de honor, y que en el futuro no te inflija.
Al oído le trasciendes que su carne servirá de alimento de los tuyos. Tratarás a su cuerpo como si fuera el de tu propio hermano. Le retirarás la flecha con que lo has herido de muerte, pues luego te servirá de protección, porque tiene su sangre. Lo desangrarás en el lugar de su muerte, retirándole las entrañas y quitándole los pulmones, final aposento de su respiración; y los pondrás con reverencia en la tierra, pues allí habitó el último aliento que no es tuyo sino del Dios supremo, el que inicialmente creó todas las cosas…

Oficio de silencios
Desde la cumbre de un cerro, desde donde las nubes empiezan a descender, los escapados hacen preparativos: ruegan al Gran Misterio mediante el ayuno y la oración, dispersando a los cuatro vientos el humo del tabaco y repasando los principios de la caza que son los de la guerra. Juntan los mimbres que han dejado secar por días para hacer sus armas, compuestas ya con las puntas de fierro que han venido afilando a lo largo de toda la travesía. Se aprestan las aljabas de gamuza, se preparan las ofrendas: una piel de caballo teñida de rojo, otra de becerro, pequeñas bolsas de tabaco y unos trozos de corteza: todo atado en un fardo que se cuelga de las ramas de un árbol en el espacio sagrado de la cumbre. Ajustadas en forma de mariposa o de mosca, se añaden a las flechas las plumas en la parte trasera para darles velocidad y rumbo… Se atavían las lanzas de caña de otate, en cuya punta se amarran algunas bayonetas que traen desde Plan del Río y de otros rescates que han hecho en el camino, pintándolas de rojo y azul y adornándolas, como ahora lo han hecho, con dos plumas de águila amarradas cerca de la punta. Lanzas del tamaño exacto para el combate cuerpo a cuerpo.
—Pisamos huesos, sangre seca, despojos de eternos fugitivos… —exclama el chamán, el Soñador
Danzan frenéticamente en círculo, eliminando en el sudor todo mal corporal, para que su purificación les permita acercarse al Gran Misterio, invocando al Señor de la Casa del Trueno, al que agita las alas, al espíritu del oeste, llevando en su interior la medicina de combate para así llegar fortalecidos a las batallas por venir… Porque al amanecer los espíritus son penetrantes, durante el día languidecen y al atardecer vuelven a su casa y es el momento en que se puede robar al enemigo su espíritu y quitarle su destreza. Igual en el combate: deja que tus enemigos se fatiguen, espera pacientemente hasta que estén en desorden o se sientan inseguros; podrás salir entonces y caer sobre ellos con ventaja…
Empieza un tenue canto, casi inaudible, mientras los guerreros consagran las armas alrededor del fuego e inician la danza de los dueños de la montaña —gahan bagúdzitash—, evocando el dikohe, el noviciado que efectuaron cuando recién salían de la adolescencia. Con los restos de las copas de algunos sombreros que han obtenido en los ranchos aparejan las cofias que ahora llevan atadas en la cabeza, ornadas con palos que representan el relámpago para protegerse contra los espíritus malignos. Mientras la danza gira entran a la ceremonia por el oriente los cuatro gahan de los puntos cardinales, ataviados con faldas cortas y mocasines. El que hace de oficiante canta intercalando frases con ruidos que imitan la flauta y el tambor, sacando de su ámbito a los espíritus que les puedan ser adversos. Son doce los cantos sagrados de la guerra y acaban cuando el fuego ha casi terminado por extinguirse. Poco a poco, y extenuados por la fuerza del rito, los hijos del desierto descansan sobre la hierba…
Al caer la noche, a la hora en que la luz del sol principia a ceder frente a la oscuridad, se oyen a los lejos, hacia Jerécuaro, los gritos de los vecinos “de razón” e indios de comunidad que han sido movilizados para perseguirlos… En la lejana cumbre quedan de pie las cuatro ramas secas que sostienen las pieles ofrendadas y las bolsas de tabaco consagrado; las ofrendas a los misteriosos, infinitos, incomprensibles poderes del cielo y la tierra.
En el llano, la otra cacería ha comenzado.

Un paso atrás
Intentando hacer una pausa para regresar un poco la historia y visualizar algunos escenarios que en esos años se precipitaron en la Nueva España, conviene aquí detener el curso de nuestro relato para tratar de historiar el contexto general en el que se dieron estos sucedidos.
Consideremos que mientras la persecución de los apaches se despliega —en esos tiempos de crisis, sequías y pestes—, la situación en el norte es caótica, el gran imperio parece haber extraviado el rumbo y las Indias se han convertido en un laberinto. La Corona ha perdido terreno y se repliega ante las acechanzas de sus enemigos, que son muchos, para replantear las fronteras y marcar para el futuro los despojos de lo que a la postre quedará de todo aquel intento. La política de defensa imperial y el avance hacia el norte se han detenido del todo, o se han diluido en un océano de malentendidos y falsas estrategias planteadas desde Madrid y desde México. Así, las más desatinadas acciones de colonización y arraigo, la política de exterminio y deportación de los indios bravos, son como palos de ciego ante una expansión incontenible de los anglosajones hacia el sur, precedida de las diversas naciones indias que irrumpen en primer plano —presionados en su retaguardia—, rompiendo en pedazos la línea de presidios, minas, pueblos, misiones y haciendas: causando el despoblamiento prolongado que precederá a la pérdida de aquellas Provincias Internas del Norte, luego de ser por dos décadas, y desde 1821, fugaces estados de la federación mexicana: antes de su asociación forzada al concierto de los Estados Unidos de América como parte de sus estados sureños, de su sujeción al ascendente país de los anhelantes buscadores de oro anglosajones, los que a su paso devorarán para sí incluso el nombre de un continente: América.
La gran estrategia borbónica ha fracasado, y empezó a hacerlo desde la irrupción inglesa en la Florida, Cuba y las Filipinas, en 1762; que si bien luego se contrajo, marcó para siempre la hegemonía financiera de Londres sobre el conglomerado español en su conjunto: en una situación luego afianzada en la batalla naval de Trafalgar y en el apoyo inglés a las independencias de la América española. Al mismo tiempo, a fines de siglo, la Corona se entregaba a una fugaz e inútil alianza con Francia, mientras los colonos franceses avanzaban desde la Luisiana y armaban a los indios bravos para hostigar al imperio. En la Alta California merodeaban los rusos, y toda la estrategia de los Gálvez terminaría siendo sólo funcional para los rebeldes norteamericanos y para lo que luego serían los Estados Unidos. Para los años 1796 y 1797, varios acontecimientos estratégicos en el continente y el Caribe dan el contraste del sinsentido al episodio trágico que hemos venido relatando…
En 1796 España volvería a entrar en guerra contra Inglaterra y una vez más los ingleses bloquearían el Atlántico. Por una ordenanza real de 1797 se abrió a los extranjeros el acceso a las posesiones ultramarinas al permitirse que los barcos de las naciones neutrales comerciaran con la América española, mientras los más beneficiados serían, otra vez, los norteamericanos. En el Caribe, y en particular en Cuba, la industria azucarera demandaba cada vez más fuerza de trabajo, intensificándose desde entonces la trata negrera y el incremento de la esclavitud bajo los requerimientos y la demanda del mercado mundial. Pero todo este derrumbe pasaba, hasta cierto punto, i...

Índice

  1. Preámbulo. La guerra de las fronteras
  2. I. Soledades trashumantes
  3. II. El grito
  4. III. La cacería
  5. IV. Batallas en tierra ajena
  6. V. Acambay: febrero y marzo de 1797
  7. VI. Cuba: marea de tormenta, 1797-1806
  8. Apéndice. Algunos personajes
  9. Bibliografía