País de un solo hombre: el México de Santa Anna, I
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País de un solo hombre: el México de Santa Anna, I

La ronda de los contrarios

Enrique González Pedrero

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País de un solo hombre: el México de Santa Anna, I

La ronda de los contrarios

Enrique González Pedrero

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País de un solo hombre: El México de Santa Anna es el título general de una obra en tres volúmenes."La ronda de los contrarios" se refiere por igual a un tiempo, a un espacio y a un personaje, es decir, los últimos años de la Colonia y los primeros de la Independencia y Antonio López de Santa Anna, dueño de aquel tiempo y de aquel espacio.

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Información

Año
2015
ISBN
9786071632975
Categoría
History
Categoría
Mexican History
VOL. I

LA RONDA DE LOS CONTRARIOS
I. PREHISTORIA DE UN CAUDILLO
El 21 de febrero de 1794, a las ocho de la noche, Orión —diamantino y sanguinoso— y el Navío, luciendo en la proa el fulgor de Canopus, transponían el meridiano de Jalapa.
Cerca de la primera constelación, el rojizo Aldebarán era el ojo alerta del Toro, cuyas entrañas palpitaban en la luz de las Pléyades, a quienes los campesinos veneran con el nombre de Cabrillas. La Capella del Cochero marcaba el rumbo del norte, a cuyo fondo, en el horizonte, resplandecían Perseo y Casiopea. La Osa Mayor iniciaba el oriente; Andrómeda y Aries, el poniente. Régulus en la garra del León. Cástor y Pólux de amarilla fulgencia, Procyon en el ímpetu del Can Menor, hacia el sur, por el este, completaban el coro de astros que presidían en esa hora el destino de los hombres.
A la media noche las constelaciones de Orión, los Canes y el Toro alcanzaban el horizonte; culminaban los Gemelos y la Osa Mayor, guiadora de la Estrella Polar; Canopus todavía era visible; al oriente brillaban la Virgen con su blanquísima Espiga, el Boyero con Arcturus y el León; la Corona Boreal, el Centauro y la cabeza del Escorpión apuntaban al sur, por donde la Cruz de Mayo asomaba.
AGUSTÍN YÁÑEZ
EL ESCENARIO
1794. Santa Anna nace en Jalapa el 21 de febrero: apenas un lustro después del estallido de la gran revolución en Francia. La cercanía en el tiempo no acorta, sin embargo, la distancia en el espacio. Es también el año del famoso sermón de fray Servando, en el Tepeyac, que le merecerá el exilio hasta 1817: si la señora de Guadalupe es Tonantzin, Quetzalcóatl es Santo Tomás, que por intervención milagrosa ¿dibuja la imagen en el ayate de Juan Diego? Un cristianismo mucho más remoto que la llegada de los españoles explicaría la elección de México por la virgen María y todo ello se confirmaba ahora con el hallazgo de la Piedra del Sol en la Plaza Mayor. Pero otros vientos soplan, todavía, en Veracruz. La intendencia veracruzana de la Nueva España —de los 20°0’ a los 21° 15’ de latitud boreal, y de los 99°0’ a los 101°5’ de longitud occidental— está muy lejos del París de los tumultos callejeros: de los cahiers de doléances procedentes de todos los rumbos de Francia; de aquellos personajes elocuentes y vociferantes, grotescos y espléndidos, que representan la explosión de una modernidad anticipada en las nuevas escrituras de los tiempos nuevos: la Enciclopedia. También está lejos de la capital de la Nueva España.
En Veracruz, sobre todo si pensamos en aquel lejano torbellino revolucionario, el tiempo parece aletargado. Aun en el puerto donde fluye sin prisa, a pesar del intenso tráfico comercial, un transcurrir lento de calor húmedo, de trópico melancólico, triste la mayor parte del año. Tiempo que no se parece a aquel otro de más allá del Atlántico del que hablan con admiración e incertidumbre gacetas y libros que llegan de Europa,1 burlando a la ya laxa inquisición virreinal, y transitan del aire salitroso y malsano del puerto al aire claro, transparente, de la capital de la Colonia. Acronía del ritmo histórico que se añade a una lejanía geográfica fácilmente comprobable en cualquier mapamundi de esos donde los pruritos ilustrados han borrado ya a los ángeles con carrillos inflados simbolizando al viento y a sirenas e hipocampos que antes navegaban los siete mares.
Veracruz, “sin disputa la primera de las posesiones españolas en América” de acuerdo con don Miguel Lerdo de Tejada, resulta tan atractiva por su enorme movimiento comercial —por ahí circulan de 30 a 50 millones de pesos anualmente y se pagan salarios que doblan o triplican a los que se acostumbran en la ciudad de México— como aterradora por el peligro del terrible vómito prieto, que tanto alarma al espíritu científico del barón de Humboldt y se reitera en viajeros posteriores como Ward, Poinsett, Becher, Koppe, Brantz Meyer.
Lerdo de Tejada señala que, en virtud del privilegio de que disfrutaba Veracruz por ser el principal puerto comercial de la Nueva España —mientras la Nao de China seguía atracando en Acapulco— había llegado “al más alto grado de prosperidad que podía ambicionar un pueblo colonial”. La población de la provincia, sin incluir la tropa de la guarnición, era, hacia 1807, de 20 000 habitantes, “a los que se agregaban 3 640 marineros, 7 370 arrieros y 4 500 entre pasajeros, tropa, sirvientes y viranderos […] formando una parte, aunque ambulante, del vecindario”. Aquel abigarrado conjunto comprendía a comerciantes, algunos de los cuales poseían inmensas fortunas y “empleados públicos, así en el orden civil como en el militar [los que] disfrutaban sin inquietud de sus sueldos y de las consideraciones que se tenían a su clase. Y, por último, el clero secular y regular, que era el gran propietario de las riquezas de la Nueva España [y que] disfrutaba allí de una no pequeña fortuna en bienes raíces”.2 Sin desdeñar la importancia de esa otra fuente de riqueza, el comercio colonial era el soporte más sólido de la prosperidad del puerto.
Humboldt se deslumbra: la naturaleza ha sido pródiga con Veracruz. En sus fértiles tierras se cultiva el algodón, la vainilla, la pimienta, el tabaco de excelente calidad —que produce al virreinato más de tres millones y medio de pesos—, el cacao, la zarzaparrilla, la caña de azúcar. No hay muchos lugares de América, comenta el sabio alemán, que puedan equipararse con esta extraordinaria región “en donde el viajero se encuentra muy admirado de ver aproximados los más opuestos climas”: nieves eternas y planicies cercanas al mar “en donde reinan unos calores que sofocan”. A cada paso, cambia “la fisonomía de la región, el aspecto del cielo, la vista exterior de las plantas, la figura de los animales, las costumbres de los habitantes y el género de cultivo a que se dedican”. No todo es idílico: los calores y las tierras bajas tienen su lado sombrío y “el viajero que ha desembarcado en Veracruz, se tranquiliza a la vista del roble mexicano porque esto manifiesta que ya ha dejado aquella zona que con tanta razón temen las gentes del norte por los estragos que hace la fiebre amarilla […]”3
Crudeza de la geografía que se compensa con la proliferación de ocozoles, impresionantes por la “viveza de su verdor”: paisaje alpino que también seducirá a Santa Anna. En la vecindad de Jalapa y de ese paisaje estará la hacienda que va a sustituir, en sus preferencias, a Manga de Clavo: El Lencero.
A los extremos físicos que la geografía señala entre costa y montaña, y que el barón de Humboldt registra sistemáticamente, se suman los contrastes humanos, como resulta evidente comparando a la ciudad porteña con Jalapa, la capital. El puerto de Veracruz es el trópico: calor y color, luz y nublazón que opaca las cosas; grito de vida y de naturaleza, de violencia y espontaneidad, de días soleados que, de repente, estallan en inesperada tormenta para luego volver a dejar paso al sol y a la limpidez del cielo; de palabras fáciles, a flor de piel, como los olores y los colores. Jalapa, en cambio, es una ciudad más recatada que expansiva, lluviosa y fresca más que cálida; más europea, sobre todo por el paisaje que la rodea, que propiamente meridional o española. Jalapa es una transición templada que introduce al altiplano, a Puebla y a la ciudad de México. Calles empinadas y sinuosas que trepan en el cerro, entre maples mexicanos, laureles de la India y una tupida vegetación que entrevera la del trópico, que hasta ahí se alarga, con la que brota en la montaña.
Cuando la marquesa Calderón de la Barca la describe en diciembre de 1839, 45 años después de nacido Antonio López de Santa Anna, el dibujo romántico evoca una ciudad que, recogida en la sierra, permanecía idéntica a sí misma:
Ésta consiste en poco más de unas cuantas calles en cuesta. Es muy antigua, con algunas casas muy buenas y amplias […] Hay algunas viejas iglesias, un convento franciscano muy antiguo y un mercado bien provisto. Se ven flores por todas partes: rosas que trepan por las viejas paredes […] flores en las tiendas y en las ventanas, y, por encima de todo, y viéndose por todos lados, una de las vistas panorámicas de montaña más espléndidas del mundo.
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LÁMINA XVII
Vista del lado este de Jalapa. W. Bullock, 1824
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LÁMINA XVIII
Vista del lado oeste de Jalapa. W. Bullock, 1824
Más adelante, insiste: “Jalapa tan vieja y gris, cubierta de rosas, en donde de cada una de las abiertas puertas y ventanas, se dejan oír las notas de una melodía; con su suave y agradable temperatura […]”4
No es improbable que la naturaleza física y el acentuado contraste geográfico entre las tierras altas y las bajas, entre Jalapa y Veracruz, ámbitos entre los que oscilaron, en vaivenes, la infancia y la adolescencia de Santa Anna, hayan influido en su idiosincrasia. Hay en su carácter un contrapunteo permanente de la pasión a la cabeza fría, del impulso a la conveniencia calculada, de la actividad organizada al juego y el desgano propio de la molicie de las tierras cálidas: su vida fue una sucesión de altibajos que evocan curiosamente el trasiego constante de una infancia y una adolescencia compartidas entre la serranía templada y la costa, húmeda y tropical.
Las casas de Jalapa con techado de tejas de dos aguas, balcones de madera y corredores amplios, están hechas para vivir cómodamente y con un ritmo apaciguado. La casa donde nació Santa Anna, en la 2a Calle Principal (hoy Jalapeños Ilustres, número 16), debió de haber sido una vivienda sin muchas pretensiones pero confortable y bien situada. De las que vivió, aquélla fue la más modesta.5
LA GENEALOGÍA
Existe la posibilidad, señala Oakah L. Jones, uno de sus más recientes biógrafos norteamericanos, de que el nombre tenga raíces gitanas. En el obispado de Orense, cerca de la frontera hispano-portuguesa, abundaron las bandas de gitanos hasta 1619 cuando Felipe III, rey de España y Portugal, dictó una orden emplazando a todos los que vivieran en el reino a abandonarlo o a renunciar a sus nombres, vestidos y lenguaje. Muchos de ellos cambiaron sus viejas costumbres y adoptaron nombres de santos a los cuales eran devotos, como Santa María o San Miguel o Santa Ana. A una supuesta genealogía gitana quiere atribuirle Jones “la despreocupación de Santa Anna por el futuro, su ligereza y frivolidad, semejante a la de los niños”.6
Callcott, en cambio, hace descender a la familia de Aramayona, en la región vasca, donde hubo una vez una capilla dedicada a Santa Ana, devoción que habría originado el apellido.7 Como quiera que sea, parece que los Santa Anna emigraron hacia la Nueva España a principios del siglo XVIII, estableciéndose desde entonces en la provincia de Veracruz. Valadés precisa: los abuelos del que sería dictador de México vinieron de la Florida:
La primera irrupción de los ingleses a la costa de Florida proporcionó nuevos pobladores al puerto de Veracruz. El terror que emplearon los invasores de Pensacola, en 1723, hizo que españoles y criollos abandonaran sus intereses en busca de una ciudad mejor protegida por los soldados de la Corona de España. Entre los emigrados, a consecuencia de tales desmanes, llegaron a Veracruz don Antonio López de Santa Anna y doña Rosa Pérez de Acal. Aquél nativo de Pensacola; ésta de pura cepa española.8
Valadés añade que don Antonio y doña Rosa casaron en Veracruz y sus tres hijos, Ángel, Antonio y José, nacieron ya en el puerto. En efecto, de acuerdo con el archivo parroquial de la catedral de Veracruz, Antonio López de Santa Anna (padre) nació en Veracruz en 1761.9
Los progenitores del futuro benemérito fueron, pues, el licenciado don Antonio López de Santa Anna, subdelegado del gobierno español en la provincia de la Antigua, Veracruz, y doña Manuela Pérez de Lebrón (castellanización del apellido francés Lebrun), según puede leerse en la fe de bautismo levantada al día siguiente del nacimiento de Antonio de Padua y María Severino López de Santa Anna Pérez de Lebrón, por su propio tío abuelo, el cura párroco de San José.10 De acuerdo con el historiador veracruzano Manuel Rivera Cambas, los orígenes familiares se remontan a los Santa Anna de Limia, en el obispado de Orense, de donde proceden también las familias Saavedra, Ottalara, Sotomayor, Rebolledo y Noguera,11 con las que existen relaciones de parentesco. El tío de su madre ejercía el sacerdocio en Jalapa; el tío José fue sacerdote en Veracruz...

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