El hombre postorgánico
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El hombre postorgánico

Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales

  1. 206 páginas
  2. Spanish
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El hombre postorgánico

Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales

Descripción del libro

Esta obra expone detalladamente de qué manera el entrecruzamiento de biología e informática, a la vez que simplifica la complejidad humana, es el fundamento de los nuevos mecanismos de control del capitalismo postindustrial; la autora realiza un análisis riguroso de las bases filosóficas de la tecnociencia contemporánea, descifra sus articulaciones políticas, sociales y éticas, y postula la persistencia y la resistencia de lo orgánico.

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Información

Año
2012
ISBN del libro electrónico
9789505578979
Categoría
Sociología

III. SER HUMANO

LA DIGITALIZACIÓN DE LA VIDA

Los procesos biológicos se han vuelto programables; ahora también son capaces de almacenar y procesar datos de maneras que no difieren demasiado de las computadoras digitales.
EDUARDO KAC[1]
Hoy el mundo es mensajes, códigos, información. ¿Qué disección desplazará mañana nuestros objetos para recomponerlos en un nuevo espacio? ¿Qué nueva muñeca rusa emergerá de allí?
FRANÇOIS JACOB[2]
Acompañando las transformaciones de las últimas décadas, los discursos de los medios, de las ciencias y de las artes están engendrando un nuevo personaje: el hombre postorgánico. El ideario fáustico de la tecnociencia se expande por el tejido social para alcanzar las áreas más diversas y empañar varias definiciones que antes parecían nítidas e incuestionables. Durante muchos siglos reinó, en la tradición occidental, una distinción radical entre physis y techné (en términos griegos) o entre natura y ars (en términos latinos): lo natural y lo artificial. Por un lado, el ser que es principio de su propio movimiento; por otro lado, las operaciones humanas para utilizar, imitar y ampliar el alcance de lo natural. Dos mundos claramente distintos, casi antagónicos.
Ahora, sin embargo, la frontera que los separaba se está disipando, y son innumerables las repercusiones de este cisma en nuestra cotidianidad y en el imaginario contemporáneo. Un ejemplo viene de la mano de la joven elegida Miss Brasil en 2001, cuyo título fue cuestionado cuando se supo que su cuerpo había sufrido decenas de cirugías plásticas, revelándose súbitamente como una construcción de la tecnociencia. En vez de un auténtico exponente de la “belleza natural femenina”, más parecía una obra de arte tallada con bisturís y modelada en siliconas, o bien un catálogo publicitario viviente de los servicios de algún cirujano plástico. Una extrañeza semejante suscitan los proyectos de clonación, sobre todo la humana; así como las experiencias transgénicas que dan a luz tomates con genes de salmón, maíz con genes de luciérnagas y cerdos con genes de gallinas. Y también las tendencias virtualizantes y digitalizantes de la teleinformática: gente que se relaciona vía Internet, por ejemplo, y prescinde del encuentro físico de los cuerpos para crear lazos afectivos. Cabe reflexionar, asimismo, sobre los llamados “productos orgánicos”, que ocupan un espacio específico (y reducido) en los supermercados, y que insinúan de alguna manera que todos los demás alimentos tendrían algo de no orgánico, ¿quizá postorgánico?
Pero, ¿qué sería exactamente esa organicidad, esa especie de naturaleza originaria de la cual todos estos casos estarían distanciándose? ¿En qué consiste esa característica que parecía definir la vida y lo propiamente humano, y que ahora se perfila como superada u obsoleta? Para responder a estas preguntas, tal vez convenga bucear un poco en la historia de ciertas ideas que esculpieron la tradición occidental.

MITOS DE LA TECNOCIENCIA I.
ASCENSO Y CAÍDA DEL HOMBRE-MÁQUINA

El primer pensamiento que me vino a la mente fue que yo tenía un rostro, manos, brazos y toda la estructura mecánica de los miembros que se puede ver en un cadáver y que llamé “el cuerpo”.
RENÉ DESCARTES[3]
Al analizar las mutaciones que ocurrieron en Europa a partir del siglo XV, cuando empezaron a delinearse los primeros rasgos que definirían la “era de la técnica”, Lewis Mumford vislumbra el germen de un proceso que algunos siglos más tarde disolvería las antiguas dicotomías. “La vida, con toda su variedad voluptuosa y cálido deleite, fue arrancada del mundo del pensamiento protestante”, constata el autor de Técnica y civilización, y concluye: “lo orgánico desapareció”. De allí en más, las máquinas se reprodujeron por doquier y fueron poblando los paisajes, esparciendo sus productos manufacturados y sus artificios en territorios donde antes solían primar lo natural y lo artesanal. Los aparatos mecánicos comenzaban a automatizar las más diversas funciones y a transferir sus ritmos, su regularidad y su precisión a los cuerpos y rutinas de los hombres. Se había puesto en marcha el largo y decidido proceso de mecanización del mundo, acompasado por la cadencia exacta de los relojes. No tuvo que pasar mucho tiempo para que todas las acciones y todos los movimientos humanos fueran reducidos o traducidos a sus elementos puramente mecánicos. Quedaba inaugurada, así, la fisiología de la edad de la máquina. A partir del siglo XV, como refiere Mumford, “el incremento del número y los tipos de máquinas (molinos, cañones, relojes, autómatas que parecían vivos) debe haber sugerido a los hombres atributos mecánicos, y extendido las analogías del mecanismo a hechos orgánicos más sutiles y complejos”.[4] En el siglo XVII, esas preocupaciones irrumpieron en la filosofía.
Para ensayar una respuesta a la pregunta sobre cómo nos tornamos lo que somos, entonces, hay que retomar los escritos de aquellos filósofos que vivieron esa lejana época y sintieron la influencia de científicos como Copérnico, Galileo, Kepler y Newton, para fundar el pensamiento moderno a partir de las nuevas perspectivas de la física y de la astronomía. Es inevitable aludir a René Descartes si se pretende beber directamente en las fuentes de las cuales surgieron esos conceptos que hoy están en mutación. La figura de Descartes es emblemática en más de un sentido, puesto que se dedicó con igual ímpetu a la investigación científica y a la reflexión filosófica en aquel fecundo siglo XVII. Por eso, en la ardua tentativa de definir el cuerpo humano, su Tratado del hombre jamás podría haber prescindido de las innumerables analogías con máquinas hidráulicas, relojes y autómatas.
De ese magma emergieron ciertas ideas y metáforas sumamente poderosas: el dualismo cuerpomente, una fuerza que viene conformando las subjetividades occidentales de los últimos cuatro siglos. Amalgamando antecedentes de las filosofías platónica y cristiana con las novedades científicas de su época, Descartes definió al hombre como una mezcla de dos sustancias completamente diferentes y separadas: por un lado, el cuerpomáquina, un objeto de la naturaleza como cualquier otro, que podía y debía examinarse con el método científico (res extensae); por otro lado, la misteriosa mente humana, un alma pensante cuyos orígenes sólo podían ser divinos (res cogitans). Ambas sustancias interactuaban de algún modo; sin embargo, para el filósofo era imposible explicar cómo ocurría. El método de la duda sistemática sólo le permitía confirmar la existencia de una “sustancia inmaterial”, localizada en su cerebro, que era de importancia fundamental para el ser humano: pienso, luego existo. Sólo eso. En cuanto al resto, continuaría en la perturbadora oscuridad de lo inexplicable: nada menos que la naturaleza específica del alma y su curiosa relación con el cuerpo.
Para la floreciente ciencia de la época, Dios era una especie de ingeniero que había creado un maravilloso artefacto, una máquina compleja y exuberante: la Naturaleza. Un “buen relojero”, en las célebres palabras de Leibniz, encargado de darle cuerda al gran reloj universal. Sintomáticamente, en los albores del capitalismo, el práctico reloj adquiere potencias metafóricas capaces de explicar todo el mundo. “Pero habiendo hecho eso y decretado la ley de gravedad, todo continuó por sí mismo, sin necesidad de la intervención divina”, recuerda Bertrand Russell en su Historia de la filosofía occidental.[5] Después de ese confuso momento inicial, el gran mecanismo universal habría comenzado a operar de forma automática, con todas sus piezas en completa sintonía. Todos los fenómenos químicos y biológicos podían reducirse a la lógica mecánica; el mundo era regido por leyes claras y universales, que los hombres debían descubrir, enunciar, comprobar y utilizar en su provecho.
Aun cuando era el sujeto privilegiado de tales saberes, el hombre era una pieza más en ese universo mecánico: una pequeña máquina casi perfecta. Otro émulo del reloj, aquel prodigioso aparatito que marcaba los compases de la época. La medicina y las demás áreas del naciente saber científico, de clara vocación prometeica, estaban ahí para reparar sus mecanismos y perfeccionarlos aún más. Pero para eso era necesario develar todos sus misterios, había que dejar de lado los antiguos escrúpulos religiosos y poner las manos en la masa corporal, con el fin de examinar minuciosamente cada órgano y especificar sus funciones en la compleja maquinaria del organismo humano.
En esa época hicieron su aparición los primeros anatomistas. Estos personajes inauguraron un período de intenso trabajo en el cual, paradójicamente, el cuerpo-máquina tuvo que convertirse en un cadáver –sin vida y sin las connotaciones sagradas que rodeaban tanto a la muerte como a los cuerpos en el mundo medieval– para dejarse violar por la medicina. Solamente el cadáver desprovisto de fuerzas vitales y divinas podía ser abierto, auscultado y husmeado por los científicos, mientras todo el vigor del cuerpo vivo se transfería a las láminas anatómicas que representaban sus mecanismos en funcionamiento. Porque en un mundo completamente mecánico, en el cual la materia inerte respondía a un conjunto de explicaciones rigurosas, exactas y universales, lo vivo constituía una excepción inquietante e inexplicable. El cuerpo muerto, sin embargo, desprovisto de la gloriosa llama vital, se volvía cognoscible: sus estructuras mecánicas se hacían explicables. Como afirma el pensador alemán Hans Jonas en su tratado sobre biología filosófica: “es la existencia de la vida en un universo mecánico lo que exige explicación, y esa explicación se proporciona con conceptos tomados de lo carente de vida”.[6] De modo que la tecnociencia moderna intentará explicar el escándalo de la vida como una excepción a la regla. O bien, lo insertará en la explicación mecánica universal, negando buena parte de sus potencias al reducirlas al mero “funcionamiento” del organismo.
Fue así como el saber científico redefinió el cuerpo: lo arrancó del hombre vivo para hacer del cadáver su modelo y su objeto privilegiado. En los preludios renacentistas del saber científico, la anatomía estática se yuxtapuso a la fisiología: hubo que congelar la vida del organismo, ponerla entre paréntesis y en suspenso, para poder explicar sus complejos engranajes. De allí en más, la intimidad del cuerpo sería fatalmente colonizada; su interior se fue develando, en un proceso que hoy parece alcanzar su culminación con el desciframiento del genoma y la conquista del nivel molecular con la ayuda de las herramientas digitales. En el horizonte fáustico, el proyecto contempla la superación de sus propios límites, mediante la manipulación de la información genética y la creación de vida en los laboratorios. En los prometeicos siglos XVI y XVII, sin embargo, el nivel nanotecnológico y los “secretos de la vida” todavía estaban muy lejos de alcanzarse, descifrarse o siquiera intuirse. En esos tiempos, los científicos se concentraban en los órganos y en las piezas inertes que hacían funcionar la máquina humana. De ese modo se realizaron muchos descubrimientos fundamentales, hasta que el médico inglés William Harvey –considerado el padre de la fisiología moderna– reunió varios de esos hallazgos anatómicos y los combinó con observaciones de pacientes y animales vivos para revelar los enigmas de la respiración y de la circulación de la sangre. Estas novedades suscitaron una verdadera revolución en el pensamiento acerca del hombre.
En su libro Carne y piedra, Richard Sennett analiza los lazos entre esos descubrimientos de Harvey y el nacimiento del individualismo, un componente imprescindible de la Modernidad, de la sociedad basada en el mercado y de la vida urbana en perpetua circulación. Cuenta el sociólogo estadounidense que, cuando estudiaban las válvulas venosas y otros mecanismos del cuerpo humano, en la década de 1620, los alumnos del doctor Harvey extraían corazones de los cadáveres frescos para observar si los movimientos de contracción y expansión continuaban después de la muerte. Los experimentos condujeron a conclusiones categóricas: “aunque el animal humano posee un alma inmaterial, la presencia de Dios en el mundo no explica cómo el corazón hace circular a la sangre”.[7] Para resolver ese tipo de incógnitas, las prerrogativas divinas ya no bastaban: había que recurrir a los saberes producidos por la tecnociencia prometeica, con todas sus metáforas mecánicas y secularizadas. El trabajo de Harvey inspiró otros descubrimientos semejantes en el prolífico siglo XVII, como los del sistema nervioso y los espermatozoides.
Pero vale la pena regresar, brevemente, a aquellos cadáveres profanados por los médicosartistas del Renacimiento: una vez rasgada la piel, con las vísceras y los músculos expuestos a plena luz, el escalpelo del nuevo saber anatómico hurgaba todos los órganos y, acto seguido, los reproducía en sus perturbadoras láminas. El linaje inaugurado por Andreas Vesalio en 1543, con su compendio de anatomía ilustrada De Humani Corporis Fabrica, fue continuado por los bisturís y pinceles de Pietro Berretini, Thomas Bartolin y Juan Valverde de Amusco. Un buen ejemplo es el cuadro firmado por este último autor en 1556, en el cual un hombre despellejado expone el interior de su cuerpo mientras sostiene un escalpelo en una de las manos y la propia piel en la otra, con cierta displicencia, como si se tratase de una mera funda a punto de ser desechada. “He aquí al desollado de Valverde, blandiendo la piel, como si una fuerza extraña lo hubiera obligado a realizar este suplicio sobre sí mismo”, comenta el ensayista portugués José Gil: “esa fuerza existe, se llama ciencia”.[8]
Curiosamente, casi cinco siglos más tarde, ese extraño personaje retratado por el anatomista español Juan Valverde es homenajeado por otro médicoartista europeo, llamado Gunther von Hagens. Graduado en anatomía en la Universidad de Heidelberg, el profesor Von Hagens idealizó la polémica exposición KörperWelten, cuyo subtítulo reza La fascinación bajo la superficie. De gira por diversas ciudades de Europa y de Estados Unidos desde 1995, la muestra exhibe más de doscientos cadáveres humanos de diferentes edades sin piel, en posturas casuales o bien emulando obras clásicas de la historia del arte. Los cuerpos fueron “plastinados” por el médico alemán, usando una técnica de preservación inventada por él mismo que sustituye los fluidos corporales –que conforman el 70% del organismo humano– por una mezcla de silicona, resina epoxi y poliéster. El método conserva los órganos intactos y permite apreciarlos en detalle. La presencia de los cadáveres profanados en los museos suele causar cierta aprehensión en el público y la crítica, pero tal conmoción no hace más que potenciar el éxito de la iniciativa: con varios millones de espectadores en su haber, se considera la exposición más exitosa de todos los tiempos, mientras la lista de visitantes que donan sus cuerpos para ser “inmortalizados” por medio de la plastinación no deja de crecer.
Aun así, la muestra exhala cierto halo lúgubre que remite a las obras de los ...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. Introducción
  4. I. Capitalismo
  5. II. Tecnociencia
  6. III. Ser humano
  7. IV. Naturaleza
  8. V. Biopoder
  9. Conclusiones
  10. Bibliografía
  11. Índice de nombres