
- 514 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Vida y obra de Pasteur
Descripción del libro
Antes de cumplir los 30 años, Louis Pasteur había hecho descubrimientos que serían fundamentales para la estereoquímica, y no había alcanzado los 60 cuando los sabios lo aclamaban como uno de los máximos benefactores de la humanidad. Este libro estudia la vida de Pasteur y relata cómo sus aportaciones a diversas ciencias -muy concretamente a la medicina- fueron fruto de investigaciones efectuadas con un rigor y un discernimiento acaso nunca igualados.
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Información
Categoría
Technology & EngineeringCategoría
Science & Technology BiographiesSegunda parte
LA OBRA
DOCENCIA
Cuando se piensa en Pasteur viene a la mente desde luego la idea de sus descubrimientos y de sus inventos que lo hicieron famoso porque han servido tan provechosamente al mayor bienestar del hombre, y se suele dejar en el olvido otro aspecto de su labor que tuvo gran importancia para el desarrollo de su fecunda labor de creación y para difundir y afirmar la verdad de las ideas que dio a luz. Ésta fue su actuación como maestro, la de quien quiso y decidió enseñar y para ello se preparó sistemáticamente, con esmero y con entusiasmo. Si Pasteur no hubiera sido el investigador prodigioso, así reconocido en todo el mundo, para recordarlo ahora con alto aprecio bastaría mirar a otros aspectos de su obra, como su actuación en la docencia, su habilidad como escritor y el conjunto de sus recias virtudes, que en tanto contribuyeron para hacer eminente su personalidad. En las páginas siguientes se tratará de recordar su obra como maestro.
En 1885, cuando había llegado ya a la cúspide de su carrera como investigador, en el mismo año en que aplicó por primera vez al hombre su procedimiento para la profilaxis de la rabia, y en la reunión general anual de la Asociación de los ex Alumnos de la Escuela Normal Superior de París, al hacer el elogio póstumo de Pierre-Agustin Bertin-Mourot, su amigo y paisano, quien le había sucedido como Administrador y Director de Estudios Científicos en aquel plantel, dijo:
El padre de Bertin había sido soldado del Primer Imperio. Pertenecía a esa raza fuerte de los oriundos del Franco-Condado que participaron en todas las campañas de Napoleón I, recios en la lucha, fogosos en su patriotismo, embriagados con la gloria de su Emperador. Después del desastre de Waterloo tuvo que volver a Besanzón, colgó su uniforme, gloriosamente raído, de suboficial, y buscó la manera de ganarse el pan. Obtuvo un empleo como contador en una herrería, se casó, tuvo tres hijos, el mayor de los cuales fue nuestro camarada, y vivió con un salario de 1 400 francos al año. Allá en el Franco-Condado, cuando el trabajo, aunque sea en la más ruda de sus formas, ha llevado a una familia el honor y la dignidad de la vida y también un grano de ambición, la ilusión de los padres casi siempre es la de hacer de su hijo un profesor. Por poco que el muchacho tenga dotes y logre algunos éxitos escolares, el nombre de la Escuela Normal surge en todas las conversaciones familiares y se recuerda con orgullo a coterráneos que llegaron hasta esa gran escuela.
De esta manera, Pasteur, que no gustaba de hablar de sí mismo, al evocar el recuerdo de su amigo, recordaba a su propio padre y a su propia carrera.
En efecto, Jean-Joseph Pasteur, ex suboficial de los ejércitos napoleónicos, vuelto a su terruño natal y a su oficio primero de curtidor, animaba su tranquila vida, dura y gris, entreteniendo sus breves ocios con la lectura de libros que rememoraban hazañas militares en las que había participado con mérito, y alentaba la ilusión de que Louis, su único hijo varón, llegara un día a la posición, muy por encima de la suya propia, de profesor en el colegio de Arbois. Pero el señor Romanet, quien por entonces dirigía ese plantel, tenía otros designios para aquel alumno suyo que, sin parecer extraordinario, mostraba cualidades valiosas que podrían llevarlo más alto, hasta la Escuela Normal Superior, para prepararse a ser profesor, tener derecho a una cátedra en un liceo y, ayudando el tiempo y el desarrollo de aquellas cualidades, llegar a profesar en una facultad universitaria.
Cuando después del intento fallido de establecerse en París para proseguir allí sus estudios, Pasteur volvió a esa capital, ya aprobado como bachiller admitido en el concurso para ingresar a la Normal, pero deseoso de alcanzar un lugar más alto que el que en aquel concurso había logrado, lo que más le impresionó en la gran ciudad, lo que más despertó su entusiasmo y su ambición, fueron las lecciones que Dumas daba por entonces en el Colegio de Francia. Soñó con parecerse a ese maestro algún día y quiso llegar a ser, como él, un gran profesor.
Obtuvo un lugar mejor en el nuevo concurso para ingresar en la Escuela Normal; hizo con esmero los cursos del programa para profesor en ciencias, siguió escuchando y admirando a Dumas y trabajó asiduamente en el laboratorio de Balard, al lado de Laurent. Terminada su carrera, aprobado en el concurso para la “agregación”, tras de pasar unos meses preparando sus tesis para el doctorado, y ya adquirido ese grado máximo, tuvo que tomar su puesto como profesor en un liceo, para cumplir el contrato que había firmado al ingresar en la Escuela Normal.
Pasteur había actuado ya en la docencia, antes de entonces. Primero en Besanzón, como repetidor, lo cual le procuró el primer dinero que ganó en su vida; después, dando unas lecciones muy temprano por la mañana, a pupilos de la pensión Barbet, en la que él se alojaba, y también improvisándose maestro, a distancia, de sus propias hermanas, a las que aconsejaba en las cartas que les escribía; enviaba a su padre libros adecuados para que pudiera guiarlas en sus estudios y rogaba a su madre que no las ocupara demasiado en menesteres del hogar para que pudieran disponer de tiempo bastante para estudiar e instruirse.
Su primer destino como profesor fue en el Liceo de Dijon, desde donde escribía a su amigo Chappuis: “La preparación de mis lecciones me toma mucho tiempo. Sólo cuando las he preparado con gran cuidado logro hacerlas claras y capaces de despertar la atención. Si las descuido, aunque sólo sea un poco, profeso mal y soy oscuro”. Y añadía: “¿No piensas tú que sería acertado limitar a 50, cuando más, el número de los alumnos en una clase? No me es fácil mantener la atención de todos hasta el final de la lección, y para conseguirlo recurro a multiplicar los experimentos”. Está bien claro que Pasteur ponía vivo interés en el magisterio desde que comenzó a ejercerlo.
Su estancia en el Liceo de Dijon fue breve; a los pocos meses de haber llegado a ese plantel fue nombrado profesor suplente de química en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Estrasburgo, desde la cual dio también testimonio de aplicación en sus tareas magisteriales. En otra carta a su amigo Chappuis decía: “Mis dos primeras lecciones, preparadas con mucho cuidado en cuanto a su forma, no fueron buenas, pero me parece que las siguientes han sido ya satisfactorias. Siento que voy progresando”. Una vez más se hacía patente su empeño por ser un buen profesor; se esforzaba, se criticaba a sí mismo y procuraba hacer sus lecciones claras e interesantes. Sin embargo, comenzaba ya a dominar su interés por la investigación, como aparecía cuando escribía al mismo Chappuis: “Preparo mis lecciones fácilmente y dispongo de cinco días de cada semana para mis trabajos de laboratorio”.
Cuando fue nombrado profesor y director de la Facultad de Ciencias, acabada de crear, en la Universidad de Lila, sus deberes en la docencia se ampliaron y se intensificaron. Del empeño que puso en cumplirlos quedaron pruebas en los informes anuales de labores que publicaba al comenzar cada nuevo año escolar. Ya en el discurso que pronunció en Douai, en el acto inaugural de la Facultad de Letras en esa ciudad, que fue también la inauguración de la Facultad de Ciencias de Lila, anunció innovaciones y mejoras en la enseñanza de las ciencias, tales como la de hacer que los alumnos mismos repitieran en los laboratorios los experimentos que les eran presentados para ilustrar las lecciones teóricas, así como la creación de un nuevo grado universitario, el “certificado de capacidad para las ciencias aplicadas”, que mediante una carrera corta prepararía para los puestos de contramaestre o jefe de taller en varias industrias. En ese discurso se refirió ampliamente a las aplicaciones prácticas de las ciencias, pero advirtió que “la teoría, aun en lo que tiene de más elevado, no desaparecerá de la enseñanza. No olvidaremos que la teoría es la madre de la práctica; que, sin ella, la práctica no sería más que la rutina que nace del hábito, y que sólo la teoría hace surgir el espíritu de invención y lo desarrolla”. Para terminar afirmaba: “Estamos convencidos de que si hubiera sido posible que S. E. el ministro de Instrucción Pública hubiera escogido otros profesores más dignos, no los habría hallado que tuvieran, más que nosotros, el celo, la dedicación, el ardor de cumplir bien nuestro deber”.
En ese su nuevo puesto no habría de limitarse a preparar y dar bien sus lecciones y a ilustrarlas con experimentos probatorios e interesantes. Debía, además, cuidar que los otros profesores de la Facultad hicieran otro tanto y tenía que procurar en todo la mejor marcha del plantel. Estimulaba a sus alumnos haciéndoles visitar fábricas en la localidad o en otras poblaciones de la región, y aun algunas ubicadas en el extranjero, en la cercana Bélgica, para hacerles apreciar directamente cómo las ciencias orientan y ayudan a las industrias. En otro informe de labores dio cuenta del éxito de sus lecciones, que habían sido bastante atractivas para hacer acudir a ellas a numeroso auditorio, lo cual acaso, en su fuero interno, lo hacía regocijarse al mirar que estaba logrando éxito semejante al que antes había admirado en Dumas. Cuando lo nombró para esa Universidad, el ministro de Instrucción le recomendó especialmente que en sus lecciones y en sus investigaciones tuviera muy presentes los intereses de la región. Para cumplir con ello exponía detalladamente en su informe la extensión que en los cursos se había dado a las aplicaciones de la ciencia, pero insistía de nuevo sobre el valor de la ciencia cuando afirmaba: “Los conceptos más elevados y aun los más atrevidos de las ciencias deben tener un lugar en nuestras lecciones, y no debemos, por buscar la satisfacción un tanto vana de atraer a un público numeroso, desertar de las altas regiones de la ciencia y poner en su lugar detalles técnicos triviales que llamen la atención de los ignorantes”. Terminaba ese mismo informe declarando su esperanza de que la nueva Facultad de ciencias fincara su reputación “en la triple autoridad de una buena enseñanza oral, en una asidua enseñanza práctica y en los trabajos distinguidos de sus profesores”.
En otro de tales informes denunciaba escaseces que dificultaban el trabajo de la Facultad, con lo que ponía de manifiesto su afán de progreso; explicaba detalladamente el programa desarrollado en el año; exponía el resultado de los exámenes, que siempre quiso que fueran severos, y citaba los trabajos de los profesores, entre ellos tres del profesor de química, sin recordar al público que ésa era su cátedra. Una vez más se hacía patente que a pesar de su interés cada vez más vivo en labores de investigación, en las que iba logrando éxitos brillantes, estaba lejos de menospreciar su papel como maestro; antes bien, se esmeraba en desempeñarlo de la mejor manera y estimulaba a sus colegas para que procedieran en igual forma.
Después de haber pasado tres años en Lila, fue destinado a París, como administrador y director de estudios científicos en la Escuela Normal Superior. Durante 10 años ejerció esas funciones, como todo lo que él hacía: a conciencia, con habilidad y con gran empeño. En su papel de administrador, nada escapaba a su cuidado, desde la disciplina en los maestros y en los alumnos hasta los menesteres humildes relacionados con el alojamiento y el sustento de estos últimos, y como director de estudios científicos siempre mantuvo el alto nivel que correspondía a su escuela.
De aquella gestión suya han quedado testimonios fehacientes en varios informes presentados al inspector general de la instrucción, de quien dependía directamente la escuela, y también al propio ministro, en los cuales se manifestaba siempre como el profesionista de la enseñanza consciente de sus responsabilidades específicas y decidido a cumplirlas cabalmente. Fue propósito constante suyo, en esa época de su vida, mantener y elevar el nivel de la Escuela Normal hasta la altura misma de los demás planteles de enseñanza superior en París, como la Sorbona, el Colegio de Francia, la Escuela Politécnica. Su idea de la misión de la Escuela Normal ha quedado expuesta en uno de esos informes, al recordar que cuando fueron instaladas las facultades en la Escuela Normal, el Gran Maestro, señor De Fontanes, comenzó así su discurso inaugural: “Este día era desde hace mucho tiempo el objeto de nuestros votos. Por fin, maestros hábiles van a formar nuevos maestros en esta Escuela Normal, en la que tantas esperanzas están cifradas y en la que se funda enteramente el destino de la Universidad”.
En 1863 presentó al ministro, a petición de éste, una nota sobre la organización y la administración de la escuela, en la cual trataba de las relaciones entre la dirección y la administración del plantel, a propósito de las cuales decía, en frase característica de la claridad de su mente y de la franqueza de su expresión: “En una buena administración todo son límites; en ésta hay ahora revoltura”. Terminaba esa nota formulando propuestas concretas y sensatas sobre la mejor organización de la escuela y explicando los motivos por los que se había dirigido inmediatamente al ministro sin pasar por el conducto de protocolo, porque exponía algo que consideraba de interés vital para la escuela y que, además, afectaba, según decía, “a mi situación en la Universidad, hasta el punto de que la resolución que se diere a mis sugestiones tendrá por efecto agravar mis deberes y mis responsabilidades o alejarme de la escuela”.
Otra nota, dirigida también al ministro Duruy, es respuesta a una carta que éste le envió pidiéndole que escribiera un artículo para el que sugería: “Sería bueno decir a los fanáticos del empirismo que nuestros hombres de ciencia son también hombres prácticos y que desde hace muchos años la Universidad entrega a toda Francia más hombres verdaderamente prácticos y hábiles, pero además instruidos, que los que fuera de aquélla se forman por el aprendizaje de los oficios, sin principios y sin método”. Pasteur comenzó así el artículo que le fue pedido:
Una idea esencialmente falsa se ha mezclado en las muchas discusiones que ha provocado la creación de la enseñanza secundaria profesional; es la de que existen ciencias aplicadas. No hay “ciencias aplicadas”. La sola unión de estas palabras me parece errónea. Lo que hay es las aplicaciones de las ciencias. Además de las aplicaciones de las ciencias hay los oficios, representados por los obreros más o menos hábiles. La enseñanza de un oficio tiene un nombre en todas las lenguas. En la nuestra se le llama “aprendizaje”, al que nada en el mundo puede remplazar.
Más adelante afirmaba: “Hay que poner la enseñanza profesional en manos de profesores que tengan un conocimiento tan perfecto como sea posible de la ciencia pura, de la teoría y de los métodos, pero a quienes se pedirá, además, que den testimonio de poner atención seria a las aplicaciones de las ciencias”. Discutía después, en ese mismo escrito, la mejor manera de formar tales profesores y, al mismo tiempo, reiteraba su defensa de la ciencia pura, de la teoría, de los principios generales y mostraba el valor de todo ello en las aplicaciones de la ciencia.
En octubre de 1858 presentó al inspector general de la instrucción un informe sobre la utilidad del método histórico en la enseñanza de las ciencias físicas y naturales, en el cual reconocía expresamente que teniendo en cuenta que en un establecimiento que siempre había contado entre sus profesores a los hombres de ciencia más distinguidos de la capital, la misión de su director de estudios científicos habría de consistir más bien en prestar ayuda a los consejos de los maestros que en vigilar la enseñanza que éstos hacían, pero añadía que, sin embargo, el director de los estudios, en virtud de las circunstancias de su actividad, estaba mejor situado que nadie para apreciar en conjunto el resultado de los trabajos de la escuela, los métodos que los alumnos prefieren y las cualidades o las deficiencias del espíritu de tales métodos. Señalaba, concretamente, que a su p...
Índice
- Prólogo
- Introducción
- Primera Parte: LA VIDA
- Segunda Parte: LA OBRA
- Tercera Parte: LA PERSONALIDAD
- Apéndice
- Referencias bibliográficas
- Apéndice a la segunda edición
- Índice onomastico
- Índice de materias