Carpe risum
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Carpe risum

Inmediaciones de Rabelais

Ernesto de la Peña

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Inmediaciones de Rabelais

Ernesto de la Peña

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Carpe risum, de Ernesto de la Peña, es un acercamiento, a la vez respetuoso e irreverente, a los festines burlescos de la obra y vida del humanista francés de los siglos XV y XVI. En este hondo análisis, que humildemente su autor describe como "un panorama a ojo de pájaro", el políglota mexicano otorga al lector contemporáneo una visión actualizada y entretenida de Gargantúa y Pantagruel que permite empaparse del ambiente que rodeaba a este escritor galo en ocasiones poco valorado, pero fundamental para la literatura occidental.

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Información

Tercera Parte

EL LEGADO

1. La novelización de lo real: el mundo detrás del mundo

Suena a blasfemia cualquier observación que no concuerde o que niegue los conceptos “eternos” de la Antigüedad clásica. A pesar de ello, los adelantos de la ciencia y de la cultura se han logrado frecuentemente al poner en crisis y refutar tales asertos. Pero esta contracorriente cultural no podría haber nacido si no se hubiera sustentado y apoyado en los hombros gigantescos de los pensadores griegos. Uno de los santones más respetables, un santón colosal, es Aristóteles y en el terreno que nos interesa, la literatura, su Poética rigió durante siglos el destino de las letras occidentales. El postulado básico de la concepción aristotélica del arte es la imitación, la mímesis.1 Es tan grande el lugar que le da Aristóteles que parece indispensable analizar el término más de cerca. El filósofo distingue inicialmente tres modos de imitar: hacerlo con recursos diferentes (ἐν ἑτέροις μιμεῖσθαι); buscar semejanza a través de objetos diversos (τῷ ἕτερα); o hacer que la imitación varíe al emplear otra manera de hacerla (τῷ ἑτέρως καὶ μὴ τὸν αυτὸν τρόπον).2 A lo largo de los tres primeros capítulos de la obra, el Estagirita analiza estas propuestas y distingue las artes que imitan con colores y figuras o mediante la voz, no sin subrayar que todas ellas emplean ritmo, lenguaje y armonía.3 Sorprende que el filósofo diga que la imitación que emplea exclusivamente el lenguaje no tiene un nombre específico, bien se trate de la prosa o del verso, pero sí distingue genéricamente los diferentes empleos de la palabra.4 Aristóteles, por otra parte, afirma que hay artes que usan todo lo citado (ritmo, canto y verso) y menciona la poesía ditirámbica, la de los nomos,5 la tragedia y la comedia. En resumen, el filósofo llega a la conclusión de que la tragedia hace una imitación que deteriora, en tanto que la comedia hace a los hombres mejores de lo que son. Soslaya decir que la intención de ésta tiende a ridiculizar a sus personajes. La defensa más profunda que esgrime Aristóteles para apuntalar su concepto de imitación es que, gracias a ella, cualquier espectador, cualquier hombre, puede inferir de dónde proviene la misma (1448b). Hay un atisbo profundo que apunta hacia el concepto moderno de la originalidad: Aristóteles sostiene que la tragedia y la comedia tienen un origen “improvisatorio” (αὐτοσχεδιαστική).
ξ
La imitación de lo natural puede darse cuando menos de dos maneras diversas: intención recta de reproducir lo que está a la mano (de allí proviene el neoclasicismo, entre otras escuelas) y el intento lúdico de emplear la realidad, la naturaleza, para los fines propios (es la actitud que, en términos generales, puede definirse como romántica). Y en este prurito de interrelación de realidad y persona se va a abrir una inacabable serie de posibilidades, según el grado de aproximación o alejamiento, el talante risueño o serio, la intención zumbona, la ironía, la indiferencia y hasta una forma especial de la venganza. Si debemos suponer que las fuerzas de la naturaleza obran de manera inconsciente, en los hombres no se dará jamás tal indiferencia. Por consiguiente, la imitación de lo natural, a pesar de la buena intención inicial que se tenga, estará deformada por lo que en fechas recientes ha dado en llamarse “ecuación personal”. Entonces, y gracias al hombre, el mundo natural se nos hace accesible y susceptible de encender en nosotros pasiones de cualquier tipo.
Si bien es cierto que el mundo griego6 fue particularmente un cosmos visual, a la mano, estudiable y reflexionable, su origen primario tiene una relación fortísima con el espectáculo: de allí la importancia casi sobrenatural del teatro en la vida griega. Motivo de escándalo; causa deliberada del florecimiento de las pasiones; observación ética y parenética de las acciones ejemplares (para lo malo y para lo bueno), el pueblo se nutría de estos espectáculos que le ofrecían a la vez, junto con la diversión propiamente dicha, un vasto arsenal de posibilidades: conocer las diversas versiones legendarias de las aventuras de los héroes consagrados; entender, a través de los generalmente malhadados retornos de esos seres heroicos a su patria, la deleznable naturaleza humana; reconocer la psicología despiadada que nos rige de modo subconsciente; dar goce al oído, que disfruta de la armoniosa lengua griega, expuesta por sus grandes conocedores; aprender a entenderse a sí mismo a través del ejemplo ajeno… en una palabra, una especie de sinopsis de las posibilidades de un pueblo esencialmente bien dotado. Si aceptamos este punto de vista no nos será difícil comprender y admitir el efecto catártico de la tragedia en los seres humanos: no sólo podemos ahondar en las causas que la originaron, sino que nos es dado también poner en la balanza los pros y los contras de todos y cada uno de los agonistas. Si a todo lo anterior se añade la confluencia armónica de las artes se podrá comprender el atractivo irresistible de estos espectáculos sobre gente particularmente emotiva, de inteligencia aguda y sensibilidad despierta.7
Si observamos aunque sea muy a la ligera el desarrollo de la poesía griega de Homero en adelante hasta llegar a la culminación teatral, la poesía dialógica, quedará evidente un hecho de gran trascendencia: los grandes pensadores y los creadores grandes fueron en busca de sí mismos y culminaron en los diálogos, con el afán de una profunda, verdadera y radical anagnórisis. Sólo puedo comprenderme en la medida en que me enfrento a los demás y trato de entender cómo me ven los otros. El arte griego es arte social, el teatro griego es el de la polis y está profundamente arraigado en ella.
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La Poética de Aristóteles hace, desde el principio, una observación tajante y rotunda: la epopeya, la poesía trágica y cómica, la poética del ditirambo, casi toda la aulética y la citarística son imitaciones (1447a). Predomina en este criterio lo espectacular, lo visible. Recordemos que el teatro era originalmente un arte plural, en el que participaban en torno de un argumento, a menudo tradicional y legendario, lo visual y lo auditivo: el lugar mismo de las representaciones servía de punto de partida; las convenciones que se fueron creando en el decurso del tiempo no hicieron sino reforzar la fábula dramática con elementos muy a la mano del espectador. Los temas tradicionales —retorno de los héroes griegos a su patria;8 consecuencias de una confusión;9 fe prestada a una previsión;10 persecución del destino individual hasta sus últimas consecuencias, etc.— fructificaron en manifestaciones artísticas en las que se mezclaban acciones de consecuencias difícilmente previsibles y criterios éticos. El arte teatral fue fundamentalmente un fenómeno social, elevado a la cúspide de lo estético por el genio de sus creadores. El pueblo griego, recipiendario y meta, usufructuario y aprendiz a la vez, recibía una educación fáctica que podía comprender sin demasiado esfuerzo. La presencia continua de lo que Jaeger llamó paideia, es decir la integración y unificación del arte para estructurar al hombre total, responde al entorno físico contemplado por filósofos y artistas. No es un hecho casual que Aristóteles se refiera a los primeros pensadores llamándolos fisiólogos porque eran observadores disciplinados de la naturaleza, la φύσις.11 Muy adentro de la conciencia griega y muy afuera de la misma se encuentra el mundo natural, manantial al que se acude, se quiera o no.
La primera consecuencia observable de esta inmediatez de la naturaleza y el hombre, de esta contigüidad de ambos, es la estatuaria, que pretende reproducir al modelo original hasta en sus últimos pormenores, creando una especie de mundo subalterno nacido de la imitación, de la mímesis. Lo extraordinario de esta actitud fue que, a pesar de un cierto grado de servilismo respecto a la naturaleza dada, creó obras que se mantuvieron como modelo de un arte cercano a la perfección durante muchas centurias. El papel de la fantasía, o siquiera de la imaginación, permaneció entre paréntesis o se manifestó de manera tímida, como arrepentido de su atrevimiento. Y cuando lo hizo, particularmente en la Edad Media, se acercó al pueblo, menos obstruido en sus impulsos por los frenos retóricos de la Antigüedad. En Rabelais vamos a encontrar una de las excepciones más notables, mejor dicho una combinación muy fecunda de estos dos extremos del trato con lo real, a lo cual hay que añadir, por ser insoslayable, el cariz religioso que, aunque en nuestro autor no aparezca en el primer plano, sí deja una huella profunda en su concepción del mundo.
El inmenso prestigio de lo clásico resistió los embates de quienes no se satisficieron con esta visión de lo real y su vigencia volvió por sus fueros en el neoclasicismo que dio a la escena francesa, para sólo citar un ejemplo, los excelsos alejandrinos de Racine, asiduo lector e imitador de Eurípides. El criterio general que prevaleció hasta el momento de la aparición del romanticismo se medía por la cercanía o alejamiento respecto de los moldes perennemente establecidos por la cultura grecolatina.
Esta doctrina articuló por una parte la poética clásica, pero por la otra sumió al arte en un estrecho calabozo. Creo poder comprender a qué se debe la postura aristotélica: un universo plástico, delimitado y generalmente táctil ha de redundar por fuerza en una doctrina igualmente previsible y delimitada que lo abarque. Los excesos escultóricos de los templos hindúes habrían sido blasfemias en la Grecia clásica y en el momento histórico en que confluyen la India y la Hélade aparece ese arte mestizo, moderado y admirable que floreció en Gandhara.12
El espinoso escollo con que se tropieza la poética de Aristóteles es el del simple sonido, porque es irreferente: por mucho que se quiera teorizar o especular en torno al sentido de lo musical no existe explicación válida alguna que pueda circunscribirlo de un modo convincente para todos. ¿Qué sentido tiene una sinfonía de Beethoven o un poema sinfónico de Strauss? En el segundo caso, el de la llamada música programática, se pretende un arte musical descriptivo, pero un auditor inocente que no haya escuchado la obra o que, sobre todo, ignore el sentido que el creador le endilgó, sacará sus propias conclusiones, originadas muy probablemente en experiencias personales intransferibles que no tienen relación alguna con la intención del compositor.
De allí que parezca poco convincente y claro lo que el Estagirita opina sobre la manera de proceder de la aulética y la citarística que, en su prurito de imitar, utilizan sólo la armonía y el ritmo (1447a). A lo sumo podría entenderse el párrafo acudiendo a criterios extramusicales. En las viejas doctrinas armónicas de Grecia (quizá sobre todo en Aristoxeno de Tarento) se recurre a ciertos “modos”, que dan por supuesto que algunas melodías están cargadas de cierta pasión humana y de allí proviene el deslinde que, de Platón en adelante, se les aplica. Pero la realidad queda allí, como un hecho inconcuso: la imitación musical sólo se da en el momento en que, echando mano de los recursos de la armonía tradicional occidental, un pasaje determinado tiene su repercusión en otro.
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Auerbach (1950) hace un análisis pormenorizado de esta representación (Darstellung) de lo real: desde la cicatriz de Ulises, que permite la anagnórisis y la reivindicación del héroe, hasta la “media parda” de Virginia Woolf, recorre las diversas argucias de que echaron mano los escritores para describir, o reproducir, la realidad. El capítulo XI de su Mímesis está dedicado al capítulo 32 del segundo libro de Rabelais y no deja de aludir a la influencia de Luciano en su Historia verdadera. Es bien claro que independientemente de la profunda impresión del escritor de Samosata (uno de sus favoritos y más seguidos autores), Rabelais mezcla algunas chanzas medievales acerca del gigante Gargantúa. Auerbach hace hincapié en que Rabelais, en lugar de recurrir a animales fabulosos y entes similares, prefiere trazar la imagen de una sociedad bien organizada donde todo ocurre como en su propia Francia. No deja de observar la alusión, única por otra parte, al descubrimiento de un mundo nuevo. Pero allí no quedan las cosas: en la riquísima prosa de Rabelais se unen con armonía y, es más, por necesidad estructural literaria, la fantasía lucianesca, la observación social contemporánea, sus anhelos utópicos y el modelo de sociedad que propone, encarnado sobre todo en la abadía de Thélème. El lenguaje, de extraña plasticidad e imaginación, se va adaptando a las variedades temáticas, aunque predomine ese inimitable estilo entre grotesco y erudito, zafio y culto, que parece propiedad exclusiva de nuestro autor. Auerbach no deja de percibir el eco de los peculiares sermones medievales que, dice, “son, al mismo tiempo, agudamente populares, realistas en el sentido criatural y doctos y edificantes en un sentido bíblico-figural interpretativo”. El autor resume las características del estilo rabelaisiano diciendo: “el principio del torbellino de las categorías del acaecer, de la vivencia, de los reinos del saber, de las proporciones y de los estilo...

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