Cinco de mayo
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Cinco de mayo

  1. 87 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

En estas páginas, extraídas de los "Episodios nacionales mexicanos" se narran, en forma novelada, los acontecimientos que marcaron una de las páginas más importantes de la historia nacional.

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Información

Año
2018
ISBN del libro electrónico
9786071654113
Categoría
Historia

CINCO DE MAYO

Gordo, moreno, de ojos chiquitines, el pelo cortado a rape, el uniforme desabotonado, limpiándose el sudor con un gran pañuelo de hierbas y escribiendo con una pluma de barbas azules, estaba sentado a una mesa el capitán Ruiz, Manuel Ruiz, de la costa de Sotavento, cuando se le presentó Miguel Caballero en el Chinaco y acompañado de su escudero Romualdo Gómez.
Ruiz le vio desde la ventana de rejas y suspendió la comunicación que tenía empezada, que se encontraba cabalmente en el lema: Libertad y Reforma.
—Pase, amigo, y deje su caballo con ese soldado. ¿Trae recado del cuartel general, o viene de algún cuerpo?
—No, mi capitán —respondió el muchacho mirando a hurtadillas las charreteras del escribiente—; vengo de México; pertenezco al tercer ligero de Guanajuato y me adelanté un día al grueso de la gente para traer descansadamente a mi señora.
—¿Y cuándo llega esa tropa, que ya la aguardamos como agua de mayo?
—Hoy deben de haber salido y rendirán jornada en Ayotla; mañana llegarán a San Martín Texmelucan, y el 6 estarán aquí.
—A buena hora; pero en fin, peor es chile y agua lejos.
—Traía una carta del señor general Doblado para el señor Zaragoza y otra para el señor Tapia, y desearía poner los papeles en manos del general en jefe y del gobernador.
Y sacó dos cartas azules, sin sobre, dobladas sobre sí mismas y con un par de obleas verdes en cada nema.
El capitán dio vueltas a los papeles, leyó las cubiertas con todo espacio, y, golpeando los pliegos contra el dorso de la mano izquierda, subió el pie sobre la silla de tule y dijo negligentemente:
—Imposible hablarle al general; primero consigue usted una conferencia con el mismo Zaragoza… Pero, en fin, nada me cuesta llevar las cartitas.
Cogió los papeles, levantó una cortina de bayeta verde y entró a la pieza inmediata. A los diez minutos salió.
—Lo dicho, amigo: que está ocupadísimo… ¿Qué tal ve a su penco?… Bonito animal, bonito… Que le señale a usted lugar en cualquier cuerpo, pues el general tiene facultades para ponerle donde quiera… ¿Qué le parecería a usted irse a los exploradores de Pedro Martínez?… Tapia se encarga de la carta de Zaragoza.
—Yo voy a donde me manden.
—Pues aguárdeme. —Y con una letra inglesa que parecía haber echado cuernos, rabo, pezuñas y pelos (así estaba llena de rasgos), inclinando mucho el cuerpo y rematando con una rúbrica que, de desenvolverse, hubiera dado la vuelta al recinto fortificado, dijo mientras calentaba con vaho el sello de la comandancia y aplicaba sobre él todo el peso de su cuerpo, haciendo bailar el sello sobre el papel:
—Va a quedar contento; es chinaca brava, pero buena gente. Ya verá.
—Adiós, mi capitán.
—Adiós, subteniente Caballero de los Olivos.
Tuvo Miguel que marchar despacio, pues las calles estaban atestadas de gente y animales. Un carro de transporte se había metido de lleno en una pasadera, y mientras los conductores juraban a gritos, y azotaban sin piedad al ganado, se acercaba a toda prisa otro tren que conducía material de hierro, tan ruidoso, que era imposible oír media palabra cuando las piezas empezaban a chocar entre sí. Las banquetas estaban embarazadas con mulas que conducían ruedas, cureñas o cañones de montaña, y los arrieros improvisados borneaban cajas de parque y llevaban a lomo bultos con estopines o con pólvora. De un zaguán, abierto cuan ancho era, salían cargadores que en tal o cual prenda del traje daban a conocer su filiación militar: cargaban sobre los hombros, acomodándolos en la mula, sacos que denunciaban su contenido por el blanquecino rastro que la harina dejaba en el suelo, o por los granos de maíz, frijol o garbanzo que caían en un trayecto ya previsto; apenas salían los granos, y una fila de muchachos hambrientos y de viejas desarrapadas los recogían entre el polvo, disputándolos como si hubieran sido piedras preciosas.
Consiguió Miguel, dando vuelta por la calle de Guevara, desembarazarse de aquel gentío; pero, apenas comenzaba a andar, cuando le sorprendió un batallón que desembocaba de la plaza, uniformado de dril moreno, con paños de sol en las nucas, el fusil al brazo y marcando el ritmo de la marcha con trabajoso andar.
Se advertía en aquellos rostros la fatiga de muchas etapas recorridas, el agotamiento de muchas hambres soportadas, el dolor de muchas heridas mal cerradas, la nostalgia del rancho, del cuamil, de la accesoria o del arroyo.
Miguel pensó: “Quizás tiene razón don Bernabé; ¿cómo vamos a oponer estos pobres sin armas, sin vestido, sin bagajes, a soldados europeos llenos de fuerza, bien alimentados, engreídos con sus victorias, conscientes de su valer y despreciando a sus enemigos? ¿Acaso los nuestros sabían qué era la patria y se figuraban la inmensa desventura de vivir sujetos a un yugo extranjero? ¿Acaso luchaban con fe y con convicción?”
Pero una voz interior le decía: “Bien está, bien está; pobres y débiles son; poco saben, ignoran más y de muchas cosas nada se les alcanza; mas ¿no fueron ellos o sus padres los que llevaron el nombre de México hasta más allá de Guatemala, los que echaron a los españoles, los que han subido en sus hombros o bajado entre las bayonetas a cien mil caudillos? Se ha dicho: ‘La nación es católica’, y la nación ha hecho la Reforma, ‘la nación ama a Santa Anna’, y la nación ha acompañado a los vencedores de Ayutla y ha puesto sobre el pavés a las gentes que ha designado la minoría consciente. ¿Por qué ahora no había de vencer mediante un esfuerzo supremo… por una casualidad… por un milagro, para decirlo todo?”
“Camino de Amozoc”, le habían dicho, y camino de Amozoc se dirigió en busca de su futuro jefe. Siguió calles en que sólo se veían casas cerradas, perros desconfiados, talleres y comercios sin movimiento. Salió al campo y atravesó un arroyuelo lleno de esos detritos que arrojan las ciudades a sus afueras, como en las casas echan los trastos viejos al cuarto más oscuro y retirado. La tarde era clara, pero la falda de los cerros, la orilla de los barrancos y el fondo de los arroyos ensombrecían ya el paisaje como si se les hubiera cubierto con un velo negruzco que hubiera quitado sus galas a la naturaleza.
Pasó un sembrado en que un viento frío, precursor de la noche, movía los aironcillos de las milpas recién nacidas, como si hubieran sido las cimeras de un ejército de soldados pigmeos; atravesó una depresión del terreno en que confundió las peñas y los espinos que coronaban la ceja de un arroyo con gente de caballería emboscada y lista para el ataque; le siguió por largo trecho el muro de un bosque que recortaba el horizonte, y llegó a la presencia de Martínez cuando era ya noche cerrada: una golondrina acababa de pasar junto a él como una flecha, en busca del techo de una casa ruinosa que por ahí se veía.
—Hum —dijo el chinaco—; me gusta la gente nueva, pero ha de tener calzones… Bonita bestia —dijo acariciando el caballo de Miguel—… Cuando quiera deshacerse del cuaco, yo le doy cien pesos por él… Acérquense a una lumbrada a ver qué se encuentran… ¿Dice usted que es la primera vez que sale a pelear? Ya se le nota; es usted muy criatura; pero no tardará en oír cómo truenan los balazos… Mañana los tenemos sobre Puebla; oiga lo que le digo… Mañana.
No iba desprovisto Miguel; llevaba en las árguenas buena cantidad de fiambres que había colocado allí la previsión cariñosa de las Sedeño, y con eso se refociló al lado de un capitán de Nuevo León y de un subteniente de Colima.
Se divirtió un rato mirando las luminarias del campo, y cuando hubo echado el taco y bebido un trago de pulque, se reclinó en el capote, acercó la silla que le servía de cabecera, volvió el rostro a la lumbre que le ofendía la vista y se quedó dormido como un bendito. Dos o tres veces le despertaron el frío de la noche o las voces de alerta de los centinelas avanzados; miró el campo tranquilo, vio a su caballo ramoneando la yerba que rodeaba el mezquite en que el animal estaba apersogado y volvió a cerrar los ojos.
A las tres de la mañana le hicieron abrir los ojos los ruidos con que se sacudían sudaderos, se limpiaban caballos y se arreglaban monturas. Miguel estaba ya avispado; se puso en pie, estiró los brazos, enjaezó el Chinaco y en un periquete se encontró a horcajadas sobre el animal.
El comandante recorrió el campo e inspeccionó a su gente, y al acercarse a Miguel le reconoció a la luz de la hoguera inmediata.
—¿Usted es el nuevo? Tome tres hombres, adelántese un trecho y esté al tanto de lo que hacen los gabachos.
Se arrebujó Miguel en el poncho para evitar el frío de la mañana, llamó a Romualdo, que ya estaba uniformado con blusa roja y lanzón con banderín, y no tardaron en presentársele otros tres chinacates con la misma indumentaria y montando caballitos de colores oscuros. La madrugada era serena y clara: Aldebarán lucía como un gran ojo que espiara hacia la tierra; Arturo lanzaba un destello azulado que parecía una luz vista a través de un fanal, y Sirio se ocultaba rojizo, titilante, tembloroso, como si fuere la llama de un blandón votivo. Los caballos pisaban el anicillo; la rosa de san Juan lucía su estrellita blanca a la orilla de la ruta, y el tomillo, la mejorana, la salvia, el marrubio y la santamaría llenaban el aire con mil olores campesinos. Cuando el sol salió, las aves empezaron a cantar regocijadas: gorrioncillos pequeños, sinsontes parduzcos, chirinas pechirrojas, saltando de rama en rama, difundían la vida y el aliento. La mañana era de esas que las gentes llaman metidas en agua; no llovía, ni siquiera estaba nublado el cielo, pero había tanta humedad en la atmósfera, que se sentía todo impregnado de agua, como si los barrancos y los cerros acabaran de salir de un baño.
Caminando, llegó el oficial a un punto en que se dividen dos caminos, quedando en la intersección una delta que empezaba por una gran mohonera de ladrillo y mezcla que señalaba los límites entre dos propiedades. La yerba estaba reluciente como si la hubieran barnizado: multitud de trepadoras y flores silvestres se asían a la piedra y subían en guías multi...

Índice

  1. Portada
  2. Cinco de mayo
  3. En el viaje