Una introducción a la teoría literaria
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Una introducción a la teoría literaria

Terry Eagleton

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Una introducción a la teoría literaria

Terry Eagleton

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Las corrientes como el estructuralismo, el posestructuralismo, la semiótica y la crítica psicoanalítica son estudiadas desde una perspectiva crítica inteligente. Así, el autor abarca las principales direcciones del pensamiento crítico sobre la teoría literaria.

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Información

Año
2019
ISBN
9786071638335

I. ASCENSO DE LAS LETRAS INGLESAS

EN LA Inglaterra del siglo XVIII, el concepto de literatura no se reducía, como a veces sucede hoy, a los escritos de carácter “creativo” o “imaginativo”. Abarcaba todo el conjunto de los escritos apreciados en la sociedad: filosofía, historia, ensayos y cartas, junto con los poemas. Se consideraba que un texto era “literario” no porque perteneciese al género novelístico —a decir verdad, en el siglo XVIII se dudaba muy en serio de que la modalidad advenediza de la novela pudiera tener cabida en el seno de la literatura— sino porque se adaptaba a ciertas normas de las “letras cultas”. En otras palabras, el criterio para decidir si una obra pertenecía a la literatura era abiertamente ideológico. Escritos que incorporaban los valores y “gustos” de una clase social en particular se clasificaban como literatura, pero no las baladas callejeras ni los romances populares, y quizá tampoco las obras dramáticas. Por lo tanto —esto es casi evidente— el concepto que se tenía acerca de la literatura estaba “preñado de valores” en esa época de nuestra historia.
En el siglo XVIII, empero, la literatura no se limitaba a “incorporar” ciertos valores sociales: era un instrumento para que arraigasen y se diseminaran más. La Inglaterra del siglo XVIII emergió —un tanto maltrecha pero al fin y al cabo intacta— de la guerra civil del siglo anterior en la que hubo una feroz lucha de clases. En el impulso dirigido a la reconsolidación del maltrecho orden social, se contaban entre los conceptos fundamentales las ideas neoclásicas de razón, naturaleza, orden y decoro simbolizados en el arte. Creció la importancia de la literatura porque hacía falta buscar la unión de las clases medias, cada vez más poderosas pero espiritualmente burdas, con la aristocracia gobernante; difundir las buenas maneras, los gustos “correctos” y las normas culturales de aceptación general. Esto incluía un conjunto de instituciones ideológicas: publicaciones periódicas, cafés, tratados de estética y cuestiones sociales, sermones, traducciones de autores clásicos, manuales de moral y urbanidad. La literatura no era cuestión de experiencias vividas, respuesta personal e imaginativa unicidad, términos que hoy no pueden disociarse de la idea de lo “literario”, pero que habrían significado muy poco para Henry Fielding.
De hecho, hubo que esperar a lo que hoy llamamos periodo romántico para que comenzaran a tomar cuerpo nuestras definiciones de literatura. La acepción moderna de la voz literatura se puso verdaderamente en marcha en el siglo XIX. En este sentido, la literatura es un fenómeno históricamente reciente; se inventó hacia fines del siglo XVIII. No sólo Chaucer, también Pope lo habría considerado sobremanera peregrino. En primer lugar se fue estrechando la categoría literatura hasta llegar a reducirse a las obras de carácter “creador” o “imaginativo”. En los últimos decenios del siglo XVIII apareció una nueva división —y también una nueva demarcación— del discurso, así como una reorganización a fondo de lo que podríamos denominar formación discursiva de la sociedad inglesa. Poesía significa mucho más que verso. En la época de la Defence of Poetry (1821), de Shelley, era un concepto de la creatividad humana radicalmente opuesto a la ideología utilitaria de la Inglaterra de la primera época del capitalismo industrial. Desde mucho antes, por supuesto, se distinguía entre los escritos “de imaginación” y los “objetivos”. Tradicionalmente se diferenciaba a la poesía de la novela, punto de vista que Philip Sidney apoyó elocuentemente en su Apology for Poetry. En el periodo romántico, literatura se estaba convirtiendo prácticamente en sinónimo de imaginativo. Escribir sobre lo que no existía resultaba de alguna forma más conmovedor y valioso que redactar un informe sobre Birmingham o un estudio sobre la circulación de la sangre. El término imaginativo encierra una ambigüedad que sugiere esta actitud: tiene la resonancia del término descriptivo imaginario, que significa literalmente ficticio; pero también es, no cabe dudarlo, un término evaluador que significa visionario o inventivo.
Como nosotros mismos somos posrománticos —en el sentido de productos de esa época romántica y no tanto en el sentido de presuntuosamente posteriores a ella— nos resulta difícil comprender hasta qué punto es un concepto curioso, históricamente particular. Sin duda así lo habrían considerado la mayor parte de los escritores ingleses cuya “visión imaginativa” colocamos hoy reverentemente por encima del discurso “prosaico” de quienes no encuentran temas más impresionantes que la muerte negra o el gueto de Varsovia. Es un hecho que durante el periodo romántico el término descriptivo prosaico (escrito en prosa) comenzó a adquirir la acepción negativa de prosaico como sinónimo de insulso, vulgar, carente de inspiración. Si se siente que lo que no existe es más atractivo que lo que sí existe, y que la poesía o la imaginación gozan de privilegios de los cuales carecen la prosa o el “hecho escueto”, es razonable suponer que ese punto de vista dice cosas significativas acerca de la clase de sociedad en que vivían los románticos.
El periodo histórico del cual venimos hablando es revolucionario: en los Estados Unidos y en Francia la insurrección de la clase media derroca viejos regímenes coloniales o feudales; pero Inglaterra llega al “despegue” económico, gracias, según se dice, a las enormes utilidades que obtuvo durante el siglo XVIII con el mercado de esclavos y el control imperial de los mares, las cuales acabaron por convertirla en la primera nación industrial capitalista del mundo. Ahora bien, las esperanzas visionarias y las energías dinámicas que brotaron de esas revoluciones —energías que toman vida en los escritos de los románticos— se enfrentaron a las contradicciones potencialmente trágicas de la dura realidad encarnada en los nuevos regímenes burgueses. En Inglaterra la crasa ramplonería del utilitarismo pronto se convierte en la ideología dominante de los industriales de clase media: hace fetiches de los hechos, reduce las relaciones humanas a lo cotizable en la bolsa y relega el arte a la categoría de ornamento inútil. Las disciplinas encallecidas de los primeros tiempos del capitalismo industrial asuelan comunidades enteras, convierten la vida humana en esclavitud al servicio de un salario, imponen por la fuerza a la recientemente formada clase trabajadora un enajenante proceso laboral, y no entienden absolutamente nada que no pueda transformarse en mercadería. Como los trabajadores responden a la opresión con belicosas protestas, y como los perturbadores recuerdos de la revolución que estalló al otro lado del Canal de la Mancha siguen amedrentando a la clase gobernante, el Estado inglés reacciona con brutales actos represivos que convierten a Inglaterra, durante una parte del periodo romántico, en un verdadero Estado-policía.1
En presencia de esas fuerzas, bien pueden considerarse como algo muy por encima del escapismo inane los privilegios que los románticos concedieron a la “imaginación creadora”. La “literatura” aparece entonces como uno de los escasos enclaves en que los valores creativos olvidados en la sociedad inglesa por el capitalismo industrial pueden celebrarse y reafirmarse. La “imaginación creadora” puede presentarse como imagen de la clase trabajadora no enajenada. El alcance intuitivo y trascendente de la mente poética puede proporcionar una crítica vigente de las ideologías racionalistas o empíricas esclavizadas a los “hechos”. La obra literaria llega a ser considerada como una misteriosa unidad orgánica, en contraste con el individualismo fragmentado del mercado capitalista. Es “espontánea”, no racionalmente calculada; es creadora, no mecánica. El término poesía, por lo tanto, ya no se refiere sencillamente a un modo técnico de escribir; tiene profundos nexos sociales, políticos y filosóficos; al escuchar sus cadencias la clase dirigente bien puede —literalmente— echar mano a las armas. La literatura se convirtió en otra ideología, e incluso la “imaginación”, como sucedió en el caso de Blake y Shelley, se transformó en fuerza política. Su misión consistía en transformar la sociedad en nombre de los valores y energías que encarnan en el arte. La mayor parte de los poetas románticos militó en la política, pues en vez de conflicto vieron continuidad entre su compromiso con la literatura y su compromiso con la sociedad.
Con todo, ya se comienza a advertir en el seno de ese radicalismo literario otro énfasis que para nosotros resulta más familiar: la insistencia en la soberanía y en la autonomía de la imaginación, en su espléndido alejamiento de cuestiones exclusivamente prosaicas como alimentar a la propia prole o luchar por la justicia social. Si la naturaleza “trascendental” de la imaginación ofreciera un reto al racionalismo anémico, también ofrecería al escritor una alternativa reconfortante y absoluta frente a la historia. A decir verdad, ese apartamiento de la historia refleja la verdadera situación del escritor romántico. El arte comenzó a convertirse en una mercadería como cualquier otra, y el artista romántico en algo apenas superior a un productor de mercancías en pequeña escala. A pesar de proclamarse retóricamente “representante” de la humanidad, de pretender hablar con la voz del pueblo proclamando verdades imperecederas, el artista vivía cada vez más al margen de una sociedad nada inclinada a pagar elevados honorarios a los profetas. Así, el idealismo finamente apasionado de los románticos fue también idealista en la acepción filosófica del término. Privado de sitio propio dentro de los movimientos sociales que realmente habrían podido transformar el capitalismo industrial en una sociedad justa, el escritor se vio más y más empujado al aislamiento de su mente creadora. La visión de una sociedad justa frecuentemente se convertía en una impotente nostalgia por la vieja Inglaterra “orgánica” ya desaparecida. Hubo que esperar a la época de William Morris, que a fines del siglo XIX enlazó este humanismo romántico al movimiento que defendía la causa de los trabajadores, para que disminuyera significativamente la distancia que separaba a la visión poética del ejercicio político.2
No fue accidental que el periodo que estamos considerando haya visto el ascenso de la moderna “estética” o filosofía del arte. Principalmente de esa época —mediante las obras de Kant, Hegel, Schiller y Coleridge, entre otros— heredamos las ideas contemporáneas de símbolo y experiencia estética, de armonía estética y “naturaleza única en su género de un artefacto”. Anteriormente hombres y mujeres habían escrito poemas, presentado obras teatrales o pintado cuadros con diversos fines, mientras que otros leían, presenciaban o contemplaban esas obras de muy diferentes maneras. Después, esas actividades concretas históricamente variables se volvieron susceptibles de incluirse dentro de cierta facultad especial y misteriosa denominada estética, y surgió una nueva casta, la de los estetas, que se esforzaron por poner al descubierto sus más recónditas estructuras. Estas cuestiones ya se habían planteado antes, pero comenzaron a adquirir un nuevo significado. El suponer la existencia de un objeto inalterable conocido con el nombre de arte, o de una experiencia aislable denominada belleza o estética, provenía en gran parte precisamente de que el arte, como ya dijimos, se había aislado de la vida social. Si la literatura había dejado de tener cualquier función manifiesta; si el escritor ya no era una figura tradicionalmente a sueldo de la corte, de la Iglesia o de algún mecenas aristócrata, resultaba posible aprovechar esos hechos en beneficio de la literatura. Lo esencial de la “literatura creadora” radicaba en su “gloriosa inutilidad”, en la que ella misma era su propia finalidad muy por encima de cualquier meta sórdida de carácter social. El escritor encontró en lo poético3 el sustituto del mecenas perdido. A decir verdad, no es muy probable que la Ilíada haya sido considerada como arte por los antiguos griegos en el mismo sentido en que una catedral era un artefacto en la Edad Media o una obra de Andy Warhol lo es para nosotros. Ahora bien, el efecto de la estética debía consistir en la supresión de esas diferencias de carácter histórico. El arte quedó libre del ejercicio material, de los nexos sociales y de los significados ideológicos a que siempre había estado prendido y fue elevado al rango de fetiche solitario.
A fines del siglo XVIII, la doctrina semimística del símbolo se encontraba en el meollo de la teoría estética.4 Sin duda alguna, para el romanticismo el símbolo se convirtió en panacea para todos los problemas. Dentro de esta teoría, un gran conjunto de conflictos que en la vida ordinaria se consideraban insolubles —entre sujeto y objeto, lo universal y lo particular, lo sensible y lo conceptual, lo material y lo e...

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